MEMORIA HISTÓRICA
Lo fácil era fusilarlos
Relato del asesinato de dos guardias republicanos en Talavera el 11 de septiembre de 1936. “No tenemos tiempo de llevarlos al Cuartel General... ¿Qué hacemos con ellos?”
Virginia Mota San Máximo 3/01/2018
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Andaba septiembre de 1936 cuando se oía la bienvenida del fascio en los campos de Toledo. Olía a pino. Y a sabina. Y a salitre. Aquel domingo no era un domingo cualquiera, sino el del artificio de la noche que no perdona y ensobra el campo todo junto debajo de las pestañas, que es donde mejor se resguarda del enemigo. Quieto. Crujía la guerra con Toledo a oscuras mientras en algún punto próximo a Torralba tres hombres cubrían en avanzadilla el frente de Extremadura, justo al borde de Talavera. Eran tres guardias nacionales en la ruta de Oropesa, a punto de caerse por el barranco de Madrid. Agárrate, amigo, que viene curva.
¡Al suelo! Las ametralladoras de los nacionales abrieron fuego contra la viña en la que se refugiaban los tres hombres, y que no olía a uva, sino a especia de muerto. Aquellos eran Julián Saldaña del Saz, del madrileño Fuentidueña de Tajo; José López Sendin, natural de Losoiros, Lugo; y Antonio Gómez González, de San Miguel de Luera, en Santander. Los tres del Instituto Nacional Republicano.
Ya se sabe que la guerra es una experta en planes de última hora, una malqueda que rema bajito. Por eso, enredados en la metralla de “legionarios, moros y fascistas”, los tres guardias dejaron el plantado como alma que lleva el diablo. Diablo, qué bien te visten las emboscadas. Y tomaron entonces dos caminos diferentes.
Antonio y José terminaron su desbandá en el vientre de un matorral que había dado a luz el cadáver de un moro. La naturaleza es así, pare cuando llega la hora. Ni antes, ni después. Allí estuvieron velando el cuerpo por obligación toda la noche del domingo. Era eso o que otros amortajasen los suyos, y no había muchas ganas de dejarle los huesos a otro.
Al alba, ese trozo de la ruta de Oropesa era ya nacional. ¡VIVA ESPAÑA! ¡VIVA! Viva o muerta. Estar en terreno enemigo pasando la duermevela junto a los restos de un regular, el esbirro mortecino, no era nada bueno, qué va: ¿quién iba a creer que lo que quedaba del moro no era de José y de Antonio? Nadie. Ya se sabe que la guerra no pregunta. Así es que dejaron el improvisado velatorio por su derecha, terminando la carrera en una choza pastoril que no era la meta de nada.
Las crónicas de José Quílez, publicadas en Ahora, en septiembre de 1936 no aclaran qué pasó durante el tiempo que el par de republicanos estuvo en el chamizo ovejero. Sí que varios días después, a la una y media del 11 de septiembre, viernes, se animaron a salir dirección Oropesa, culebreando la carretera con el cuidado de un sastre medio ciego. A sus espaldas y a su frente. A sus dos lados. Abajo. Arriba. Estaba hasta atrás de nacionales, paisanos que loaban la rebeldía franquista y que llevaban su misma dirección. No pintaba bien la cosa; no. Nada de nada.
Y, de repente, los legionarios. Antonio y José tuvieron que poner la barriga contra el suelo una vez más. “No tenemos tiempo de llevarlos al Cuartel General... ¿Qué hacemos con ellos”. “Lo mejor será fusilarlos”. Al fondo, el escenario perfecto, una tapia, el cliché de todo buen recluta franquista. Contra ella apoyaron a los dos guardias republicanos. Ya está. Aquí termina todo. Volaban cuervos sobre Talavera. Los legionarios recularon para coger terreno no fuese a ser que la cercanía echase a perder la sangre de sus mosquetones. Preparados. Listos. ¡La República! La suerte.
Una bomba de la aviación amiga cayó a cincuenta metros de la tapia y otra en la tapia misma. Qué providencia la de la guerra, que cuida de sus criaturas. Los legionarios salieron pitando de allí dejando los corazones de José y de Antonio venga a latir debajo de su bomba. Era suya, podían hacer lo que quisiesen. Estaban atolondrados y a medio fusilar en aquella dinamitera por la que veían “cruzar, a muy poca distancia, pelotones y patrullas de moros y legionarios que iban huyendo en todas direcciones”. Ni orden, ni concierto, despavoridos ahora y sin poder darle uso a su mosquetón, si es que todavía lo llevaban encima.
Era de noche otra vez y Talavera ardía por sus cuatro lados. El Cuartel General franquista ardía. El depósito de municiones franquista ardía. Quílez relata, a lo Sebald con Hamburgo, la cara que tenía la ciudad, destrozada, agónica por los bombardeos, cosida de heridos y muertos que nadie tenía tiempo de atender. Talavera, para el que venga detrás, que yo tengo que limpiar el fusil. Los dos guardias recorrieron sus calles en busca de una salida. No tenían otra opción que atravesar la hoguera.
Y dieron con ella. Cuarenta kilómetros después de aquel domingo de septiembre con olor a pino, y a sabina, y a salitre, José y Antonio llegaron a Gazalejas. Ya era de día cuando un automóvil republicano los recogió, interrogó y trasladó después al hospital, donde quedaron al cuidado de la medicina.
En septiembre de 1936, Talavera de la Reina, del Tajo, sintió de lleno la Guerra Civil española. Desde el asalto del día 3 de septiembre, el frente republicano embistió como pudo contra Yagüe y compañía, repliegue rebelde incluido. Varios kilómetros de retroceso hasta las puertas de Talavera que, sin embargo, no sirvieron para que en ella terminase por ondear la bandera tricolor: “Lo que pudo ser en Mérida, en Trujillo, en Navalmoral, en Talavera y en Toledo —por razones que ya sentimos impaciencia por explicar— no ha podido ser ni será nunca en Madrid”, escribía Antonio de la Villa en noviembre de ese año. Fue una pérdida trágica para la República en un mes en el que los diarios de guerra también se derrotaban ante la confirmación del rumor que decía que García Lorca había sido ejecutado. Ignorante del agua, voy buscando una muerte de luz que me consuma.
De mis viñas vengo. Qué mágico poder descansar así, a medio fusilar.
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