DEBATES FEMINISTAS
Madres y abuelas: heroínas silenciosas de los cuidados
La violencia que se produjo en el inicio del capitalismo forzó a las mujeres a ocuparse de los trabajos del hogar. Ahora, las empresas y el Estado deberían promover medidas para que estas tareas sean asumidas entre todos
Nuria Alabao 3/01/2018
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Las cenas de navidad son un telescopio por el que observar una condensación de las relaciones desiguales en las familias: mujeres atareadas cocinando y pululando alrededor de mesas llenas de viandas trajinando con platos y turrones. Hombres sentados comiendo que, como mucho, habrán puesto la mesa. Evidentemente, no todas las casas son iguales, los roles están cambiando rápidamente espoleados por un feminismo que se extiende como la marea. El relevo generacional se nota, y los “nuevos” tipos de familia también: parejas gays y lesbianas con y sin hijos, madres –y padres– solteros que se juntan con amigos o con los abuelos y en todas las mesas, cada vez menos niños.
En mi casa, mi madre es una de esas energías de la naturaleza que se activa cuando la familia está cerca intentando adelantarse a cada uno de tus deseos. Estas fiestas, además de cocinar, servir y limpiar también se encarga de mi tío que está enfermo. No se puede levantar de la cama y depende totalmente de ella. Por suerte, ha podido contratar a otra mujer cuatro horas al día, aunque las ayudas de la dependencia todavía no llegan –como las de otras 350.000 personas en espera en todo el Estado–. El resto del tiempo, ella sola cambia pañales y sábanas de un hombre que pesa más de cien kilos, hace compañía y pasa el duelo. No es la primera vez que cuida a un dependiente. Antes se encargó de mi abuela –su madre– con Alzheimer y luego sin una pierna– y antes de eso, del padre de mi padre cuando fue incapaz de vivir solo. Previamente ya había dejado de trabajar para ocuparse todo el tiempo de mi hermano y de mí. Toda una vida dedicada a los demás. Sus preferencias personales, sus deseos siempre entrelazados con el deber inscrito en su género. Y si le preguntas, te dirá que lo hace porque quiere, porque nos quiere, porque no hay de otra.
Trabajos mudos
Es una auténtica heroína de esas invisibles y calladas. A veces, demasiado calladas, pero siempre invisibles. Como ella existen millones en España. Hay cálculos que cifran el coste no remunerado de los cuidados a dependientes en un 5% del PIB –entre los 32.000 y los 50.000 millones de euros–. Esto sin incluir las tareas domésticas. ¿Por qué hablamos del coste de ocuparnos de los nuestros? Es cierto que no queremos una sociedad donde todo tenga su equivalente monetario, donde no se haga nada sin cobrar. Pero ¿cuándo hemos decidido que ese altísimo precio tenía que ser asumido en exclusiva por las mujeres? El precio de hacer personas es el precio de reproducir trabajadores –cuando criamos a nuestros niños–, poner a punto a otros para el trabajo –cocinar, lavar, limpiar para nuestros compañeros– u ocuparnos de los que no pueden valerse por sí mismos y que el mercado laboral desprecia. Evidentemente no es algo que decidimos, ni fue discutido públicamente, sino que hizo falta una violencia brutal como la que se produjo en el inicio del capitalismo. Entonces, para crear asalariados a la gran masa de campesinos se les despojó de los recursos comunes que permitían vivir con cierto grado de autonomía y, en este proceso, esa misma violencia forzó a las mujeres a ocuparse de los trabajos del hogar. Es decir, a reproducir la fuerza de trabajo como mandato “natural” no asalariado. En Europa, la matanza de brujas –las que viven solas, retan el orden natural o incluso conocen métodos de control de la natalidad– formó parte de ese mismo impulso. Lo explica magistralmente Silvia Federici en Calibán y la Bruja (Traficantes de Sueños).
El resto de la historia la conocemos, las mujeres hemos tenido que luchar para poder entrar en ese ámbito del trabajo asalariado que se ha hecho imprescindible para vivir en nuestro tipo de sociedad. A veces, contra legislaciones que tenían el objetivo expreso de mantenernos en casa. Las consecuencias permanecen hasta hoy. El coste del trabajo no pagado se cuantifica no solo en salarios que no recibimos sino en carreras laborales interrumpidas, desventajas para que nos contraten precisamente por eso, retribuciones más bajas, pensiones casi inexistentes y un largo etcétera, porque nuestra desigualdad en el mercado de trabajo está totalmente vinculado a nuestra condición de cuidadoras. Así como nuestra dependencia económica a la subordinación al marido. Y todo ello en relación con nuestra consideración social: producir para el mercado confiere estatus, mientras que ocuparse de la vida, cocinar, limpiar a enfermos, cambiar pañales, no. Recuerdo una conversación recurrente que tenía con mi abuela en la que ella se quejaba de que no había podido estudiar –le hubiese gustado ser médico aunque era analfabeta–. Yo siempre le decía que estudiar está muy bien, y que es una pena que ella no hubiese podido, pero que sabía hacer un montón de cosas, entre ellas cocinar –era magnífica– y que hubiese podido trabajar de chef si hubiese tenido la oportunidad. La recuerdo entonces pensando, los ojos como platos, ante algo que jamás se había planteado: ¿cocinar es un saber valioso? ¿Acaso no es como respirar?”
Crisis de cuidados
Hoy, por suerte, nuestra sociedad se ha transformado, pero eso ha producido desajustes en el ámbito del cuidado. Hay tensiones entre el nuevo papel de las mujeres y los viejos roles. Desde la economía feminista se nos advierte de que hay en marcha una auténtica “crisis de los cuidados”: las mujeres trabajamos cada vez más fuera de casa mientras aumentan las personas en situación de dependencia, sobre todo ancianos. Más del 70% de los dependientes reconocidos es mayor de 65 años. La atomización de la vida en las ciudades, el quiebre de las redes de apoyo tradicionales, así como la falta de implicación de los hombres en hogares donde las mujeres también trabajan está provocando un colapso en la capacidad de cuidar de las familias, como señala Dolors Comas-d'Argemir. Cada vez aparecen más ancianos muertos en sus casas tras días o semanas de abandono. Cada vez tenemos menos hijos por los altos costes personales para las mujeres y las dificultades para ser madre sin tener que renunciar a trabajar o a intervenir en el espacio público. No hay ni un reparto equitativo dentro de los hogares, ni medidas políticas destinadas a una solución colectiva de un problema que es de toda la sociedad. Una verdadera respuesta a la altura implicaría una reestructuración del conjunto del sistema social y económico. Estamos hablando de la vida.
Reorganizar el sistema de cuidados
Nuestro sistema de protección social se diseñó pensando en un mundo que ya no existe, como explican María Pazos Morán y Bibiana Medialdea. Pero aunque la realidad se ha transformado, el sistema de organización y reparto de los cuidados no. En general, las leyes han ido destinadas a dar facilidades a las mujeres para que “concilien” su empleo con “su” responsabilidad de cuidados, no a socializarlos. Es un sistema que pone el acento en las soluciones privadas, como si fuese un problema individual y no de organización de la sociedad. Las consecuencias, las conocemos: algunas mujeres no tienen más alternativa que cuidar a tiempo completo y abandonar así otros espacios y su independencia económica. Otras hacen auténticos malabares para compatibilizar sus empleos con la tarea de cuidar como pueden, o como les dejan.
Mientras, las que pueden contratan para esas tareas a otras mujeres, normalmente inmigrantes, y en condiciones muy precarias. Pero, ¿quién cuida de las cuidadoras? ¿Cómo solucionan ellas a su vez la necesidad de cuidados de sus familias? ¿A qué responde este olvido? No es casualidad que las empleadas de hogar constituyan el único colectivo laboral por cuenta ajena que no está protegido por el Estatuto de los Trabajadores. Es decir, no tienen derechos básicos como el paro y su trabajo se desarrolla sin ningún tipo de control, lo que facilita la contratación en negro. Todo ello “abarata” el coste de externalizar los cuidados. Es decir, se apuesta a que el precio –económico, personal– de cuidar lo paguen las mujeres, no la sociedad en su conjunto. A su vez, para que las mujeres de clase media puedan trabajar, se hace recaer buena parte de este peso en el último eslabón, las mujeres migrantes.
Corresponsabilidad social/con el varón
Hace falta una vuelta completa a esta situación. Gran parte del trabajo de cuidados tendría que llevarse a cabo de forma colectiva, social. Las empresas y el Estado deberían hacerse cargo de financiar e implementar medidas destinadas a que las tareas de cuidado sean asumidas entre todos. En ese sentido, desde el feminismo se piden medidas como ayudas económicas al cuidado, guarderías y aumento del gasto público en socializar los cuidados. Así como jornadas laborales más cortas –para hombres y mujeres– y otras medidas como permisos maternales y paternales iguales y obligatorios. Otra propuesta –fuertemente debatida– es la de la renta básica, aunque una parte del feminismo dice que podría reforzar la permanencia de las mujeres en el hogar, mientras que sus defensoras argumentan que daría autonomía a las mujeres que ahora cuidan sin ningún tipo de remuneración.
Sin embargo, muy lejos de todo esto, en los últimos tiempos hemos podido ver como se ha aprovechado la crisis para recortar en el ámbito social, incluso aunque España ya tenía un gasto muy por debajo de la media europea. Por ejemplo, las ayudas a las personas en situación de dependencia, que podrían aliviar algo la crisis de los cuidados, han sufrido recortes brutales que han supuesto un retroceso generalizado del sistema. Antes del 2012, las cuidadoras familiares cotizaban a la Seguridad Social, pero desde que ya no lo paga el Estado sino que depende de ellas mismas, el 94% no cotiza. En los últimos cinco años, 150.000 personas dependientes –90 cada día– murieron antes de recibir las prestaciones que habían solicitado. Las listas de espera son kilométricas. Así, los efectos de la crisis se están haciendo recaer en los más débiles socialmente, entre ellos las mujeres, mientras hemos visto como se rescataba a los bancos con miles de millones de todos.
Más allá del Estado
La mayor parte de soluciones planteadas desde las políticas públicas parten de la necesidad de igualdad en la sociedad tal y como está estructurada. Sin embargo, existe un debate abierto dentro del feminismo sobre si hace falta exigir algo más que insertarse plenamente en lo existente. Para mi madre, las opciones de vida, conocimiento y la libertad de la que he disfrutado yo eran casi inimaginables, pero ella apenas ha vivido las miserias del trabajo asalariado contemporáneo. (Sin embargo, nada más lejos de mi intención decir que es mejor cuidar en casa y depender del marido.) Mi madre ha tenido que enfrentar las frustraciones y la soledad de cuidar a moribundos y los momentos durísimos de ver a mi abuela olvidarse de sí. Sin embargo, todavía dice que la época dedicada a la crianza ha sido la mejor de su vida. No soy quien para convencerla de lo contrario. Cuando pensamos en vidas de mujeres profesionales “realizadas” estamos imaginando un ideal que en realidad pueden alcanzar muy pocas. Así que quizás haga falta mucho más que acceder a lo que hay en igualdad de condiciones, o de “méritos”, que dependen en gran medida del origen social. Y no solo para las mujeres.
Poner la vida en el centro de la organización social en vez del beneficio, como hace el capitalismo, es un enunciado de la economía feminista con gran potencial transformador. La potencia de reorganizar nuestras prioridades sociales para que cuidar no sea eso que “estamos obligadas a hacer las mujeres” sin cobrar y sin estatus, sino una tarea reconocida y esencial que forma parte del núcleo central de la vida humana y que a veces, también puede producir placer. Todos somos seres interdependientes, todos necesitamos cuidados, esa es la esencia de vivir juntos. El vínculo social está armado sobre redes de reciprocidad que, paradójicamente, también se debilitan si se dejan completamente en manos de la retribución económica o de la organización estatal. Tenemos, pues, como generación, desde la experiencia aprendida de las luchas anteriores y de nuestro presente en relación al de nuestras madres y abuelas, una serie de preguntas por responder: ¿cómo sería una economía verdaderamente al servicio de las personas y no de la acumulación de capital? ¿Cómo queremos cuidar y ser cuidados más allá de la obligación? ¿Cómo hacerlo de manera que podamos disfrutarlo? ¿Cómo dar cuerpo a espacios colectivos de cuidados que no pasen por el Estado o que no estén retribuidos monetariamente? ¿Cómo compatibilizarlos con la responsabilidad de la sociedad? ¿Cómo darle valor a las tareas de cuidados sin devolver a las mujeres al hogar? ¿Qué es una buena vida para todos y todas? ¿Acaso no debería ser ese el principal objetivo de la sociedad y de la política?
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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