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El sistema universitario en Estados Unidos es un cártel que asegura que los ya de por sí muy ricos estén bien situados para seguir siendo cada vez más ricos, a costa de todos los demás

Chris Lehmann (THE BAFFLER) 17/01/2018

<p>La Widener Library de la Universidad de Harvard.</p>

La Widener Library de la Universidad de Harvard.

John Phelan

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En el fondo, la mitología social estadounidense gira en torno a una simple premisa: consigue un título universitario de calidad (es decir, selecto y exageradamente caro) y en cuanto te matricules tendrás en tus manos la llave del éxito, del respeto público y de la prosperidad. Por eso, cuando Barack Obama realizó su primer discurso sobre el Estado de la Unión, aun cuando EE.UU. estaba inmerso en la peor crisis económica desde la Gran Depresión, hizo este solemne anuncio: “cada ciudadano es responsable de embarcarse en la senda de la educación superior y hoy quiero pedir a todos los estadounidenses que se comprometan a completar un año o más de formación universitaria o superior”. Por eso también, a pesar de su bien documentado desprecio por numerosas elites culturales, Donald Trump nunca deja pasar una oportunidad para recordar a cualquiera que pueda oírle que dispone de impresionantes credenciales de la Ivy League (confederación de prestigiosas universidades del este de Estados Unidos), aunque suele mentir sobre su rendimiento académico durante su etapa en la Universidad de Pensilvania. 

Sin embargo, la realidad es que la idea de que una sofisticada educación te proporcionará la llave maestra para conseguir una buena vida es simple y llanamente mentira. Observamos cómo la movilidad social (en caída libre a largo plazo en los Estados Unidos de hoy) se disocia cada vez más de la obtención de un título académico elitista. Y las universidades de primer nivel, libres ya de la vergonzosa pantomima de siquiera tener que pretender ser unos baluartes de la igualdad de oportunidades, no dedican ya casi ninguno de sus suntuosos recursos a cultivar el legendario espíritu estadounidense del todo es posible, y menos aún a distribuir de forma justa la riqueza en un sentido más amplio. Al contrario, no son más que unos motores de desigualdad y, para más inri, resulta que ofrecen a los grandes inversores un sistema mundial de evasión de impuestos que administran de forma vigorosa, y que además suena agradablemente virtuoso. 

¿Creen que exagero? Recordemos entonces la multitud de pruebas destapadas a raíz del escándalo de los papeles del paraíso, una filtración de millones de documentos comprometedores que recogen las actividades de Appleby, un despacho de abogados con base en las Bermudas que se especializaba en la evasión de impuestos mediante paraísos fiscales. De acuerdo con un artículo publicado por el New York Times sobre la prestidigitación financiera colegiada, Appleby ayudó a muchas de las grandes universidades a fabricar lo que se conoce como “sociedades pantalla”, llamadas así porque interceptan los impuestos que tendrían que pagar las universidades por realizar determinadas inversiones con las donaciones que reciben. Aunque “pantalla” es un término apto para el campus, que evoca las gloriosas rivalidades deportivas entre Princeton y Yale, una nomenclatura más apropiada lo denominaría algo así como “evasión de capitales” o “tapadera”. Según el reportero del Times, Stephanie Saul: 

[…] durante los últimos años las donaciones han buscado una mayor rentabilidad en sus inversiones, y para conseguirlo han desplazado más dinero de las tradicionales participaciones en acciones estadounidenses a inversiones alternativas y potencialmente más lucrativas. Entre ellas están el capital privado y los fondos de alto riesgo que con frecuencia piden préstamos y por tanto les exponen a obligaciones tributarias.

Cuando las universidades obtienen ingresos de empresas no relacionadas con su función educativa principal, se les puede solicitar que paguen un impuesto pensado para evitar precisamente que las asociaciones sin ánimo de lucro puedan competir de forma injusta con las empresas lucrativas. 

Pero, añade una empresa pantalla a la mezcla y listo: al “agregar una capa corporativa más” a sus operaciones, las administraciones de las universidades pueden hacer desaparecer de golpe todas esas molestas obligaciones tributarias. En lugar de corresponderle a la institución de origen, los “impuestos a pagar corresponden a las empresas pantalla que tienen su sede en territorios de baja o nula tributación como por ejemplo las Islas Caimán o las Islas Vírgenes Británicas”.

Y que no quepa ninguna duda: aunque puede que el número de agentes significativos de la educación superior que utiliza este sistema sea comparativamente pequeño, representan una enorme y desmesurada parte del mercado. Casi tres cuartas partes de los 500 mil millones que se calcula que circulan entre las donaciones universitarias pertenecen a solo el 11% de las universidades y facultades del país. Así que no solo están nuestras instituciones de educación superior generando un dividendo deficiente para el consumidor, bajo la forma de una movilidad social estancada y un débito estudiantil en fase de metástasis, sino que en realidad el sistema universitario es un cártel que asegura que los ya de por sí muy ricos estén bien situados para seguir siendo cada vez más ricos, a costa de todos los demás. Como le dijo Dean Zerbe, el antiguo asesor fiscal del Comité de Finanzas del Senado de EE.UU., a Saul, la concentración de riqueza en la universidad está “abrumadoramente inclinada hacia el 1%”.

La trampa de la pantalla también permite a las administraciones y a las juntas de las universidades evitar las críticas que recibirían por parte de los estudiantes y activistas como consecuencia de las polémicas entradas que aparecerían en sus carteras. En un claro ejemplo de la negación prestidigitadora que otorgan las empresas pantalla, las universidades Columbia y Duke invirtieron grandes cantidades de dinero de las donaciones recibidas en un fondo minero de extracción de hierro llamado Ferrous Resources, que opera sobre todo en Brasil, y que fue obligado en 2012 a frenar un proyecto de construcción de una tubería a raíz de los informes que afirmaban que pondría en peligro la salud de más de 100.000 ciudadanos. (Duke parece ser consciente de las posibilidades mordaces y rapaces de toda esta estafa y lo demuestra nombrando a una de sus entidades pantalla el Fondo Gótico). Otros acuerdos habituales para obtener participaciones en la industria de los hidrocarbonos y del gas natural también consiguen protegerse mediante acuerdos pantalla, sobre todo en el caso de universidades que han prometido falsamente limitarse a invertir en empresas verdes certificadas.

Pero como sucede a menudo en el mundo de la inversión, los verdaderos e indignantes efectos de toda esta estafa de las empresas pantalla están ocultos a plena vista. El auténtico escándalo de todo esto no es la facilidad con la que los capitales donados a las principales universidades de la Ivy Leage pueden esquivar esta o aquella constricción ética inversora (aunque, por supuesto, tales maquinaciones son lo bastante escandalosas de por sí). No. Para poder apreciar las relaciones financieras universitarias en toda su gloria excesiva y corrupta, hay que comenzar por preguntarse qué es lo que provocó esta carrera por la rentabilidad de las donaciones en primer lugar: la competición por atraer al cuerpo estudiantil más rico posible, que les permita seguir llenando sus carteras con donaciones de exalumnos, subvenciones sin ánimo de lucro, donaciones benéficas, y todo lo demás. Este afán es lo que ha espoleado el descomunal aumento de las tasas universitarias que, a su vez, ha dado lugar a la crisis de la deuda estudiantil. Son los estudiantes de clase media y baja los que tienen que cargar con el déficit acumulado para crear lujosas plantas físicas y alojamientos de estudiantes para sus compañeros Kushner[los Kushner, familia política de Donald Trump, casi tan poderosos como él]. Y es esta misma búsqueda por la diferenciación pecuniaria la que ha hecho que no solo las carteras universitarias, sino también las propias marcas académicas de prestigio, salgan a buscar una clientela todavía más acaudalada en regiones adineradas y autoritarias como por ejemplo los EAU o Singapur.

Pero incluso con esas captaciones repartidas por doquier, las universidades no pueden escapar a las garras de la deuda globalizada. El elefantiásico capital de 35 mil millones de dólares de Harvard ha sufrido golpes a lo largo de esta última década, cuando su genial economista neoliberal y presidente putativo Larry Summers dejó el fondo en rojo a raíz de que una serie de permutas de tasas de interés a comienzos de la década de 2000 se convirtieran en una crisis galopante cuando llegó el colapso de 2008. Las pérdidas se han ralentizado, pero el panorama a largo plazo sigue avanzando lentamente, aun cuando los pésimos gestores del fondo ganan casi 15 millones de dólares. 

En otras palabras, la educación de prestigio que durante tanto tiempo se vendió como la base garante del credo del éxito estadounidense se ha marchitado y se ha visto reducida a un análisis absoluto, implacablemente nepotista, sobre el cobro de comisiones y la captación recaudadora, casi como cualquier otra gran empresa y sector económico de estos EE.UU. de Donald Trump. Aunque a lo mejor nuestro cártel de la educación superior sí que está enseñando algo fundamental a sus aplicados estudiantes sobre cómo hacerse un nombre por sí mismo: que si por casualidad no te llamas, por poner un ejemplo, Jared Kushner, es muy probable que estés total y completamente jodido. 

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Traducción de Álvaro San José.

Este artículo se publicó en The Baffler. CTXT lo publica en español gracias a un acuerdo de intercambio de contenidos con la revista.

En el fondo, la mitología social estadounidense gira en torno a una simple premisa: consigue un título universitario de calidad (es decir, selecto y exageradamente caro) y en cuanto te matricules tendrás en tus manos la llave del éxito, del respeto público y de la prosperidad. Por eso, cuando Barack...

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Autor >

Chris Lehmann (THE BAFFLER)

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1 comentario(s)

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  1. Galio

    Interesante artículo. La desigualdad social crece a un ritmo acelerado a escala logaritmica. No es nuevo. Es la confirmación de lo que viene ocurriendo desde hace cuarenta años gracias a la anestesia de las clases populares, ciudadanos que podrían protestar y que ni siquiera ejercen su derecho a voto que consienten ser gobernados por los personajes más reacionarios y corruptos.

    Hace 6 años 8 meses

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