CINE
‘The Post’ y la obscenidad
Han pasado décadas desde que el Washington Post publicó los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam y no le hará ni cosquillas a un presidente que no entiende las metáforas
Pilar Ruiz 31/01/2018
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El poderoso Hollywood contra Trump, querría subtitularse The Post. Opta a dos Oscars, apuntalando entre los votantes de Trump la idea de que la élite artística e intelectual del país con la democracia más vieja del mundo utiliza su poder contra un presidente legítimamente elegido. Al menos, esa es la intención de Steven Spielberg, el director más posclásico de todos, quien, a pesar de su brillantez, nunca se ha distinguido por la sutileza: “Yo no tuiteo, yo disparo”, ha dicho. Balas de fogueo, pues han pasado décadas desde que el Washington Post publicó los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam y no le hará ni cosquillas a un presidente que no entiende las metáforas. La única novedad que plantea The Post es que esta vez la historia se cuenta a través una mujer –Katharine Graham– y su peripecia: pasar de señorona a ejercer un verdadero liderazgo. Aunque empoderarse debe de resultar mucho más fácil siendo millonaria mediática con contactos hasta en la Casa Blanca.
The Post ha cosechado alabanzas rendidas de muchos miembros del gremio, todos más guapos, más altos y más Tom Hanks que nunca: causa sonrojo escuchar cómo se han emocionado hasta la lágrima reputados defensores de la teoría de la conspiración del 11M. Tytadines aparte, ¡cómo nos gusta la Primera Enmienda! Otros panelistas más sinceros, ciudadanos siempre alertas ante los desmanes del feminismo, la han acusado de “tebeo socialdemócrata y feminoide”.
Lo cierto es que el subgénero “peli de periodistas” es un clásico de la meca del cine. Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1974); The killing fields (R.Joffé, 1984); Buenas noches y buena suerte (G. Clooney, 2005); Spotlight (T. McCarthy, 2015) y series como The newsroom (A. Sorkin, 2012-2014) apuntalan la misma idea: por muy difícil que sea controlar al poder, la prensa siempre ganará porque el sistema funciona. Fantasía idealizada marca de la casa. Porque ahí está, rondando, el fracaso. Nunca hay happy end en las visiones feroces del periodismo en Billy Wilder o Ben Hetch –Luna nueva (Hawks, 1940), Primera plana (Wilder,1974), El gran carnaval (Wilder, 1951)–, no en vano plumillas ellos mismos. La cruda realidad es que los malos suelen ganar la batalla a la ficción: hacer Ciudadano Kane (1941) le costó muy caro al entonces prometedor Orson Welles, quien arrastró toda su vida la losa del odio del magnate de la prensa W. R. Hearst. Welles no tuvo el respaldo de un Hollywood cobarde y se le castigó con ostracismo y ruina. Como decía Guillermo Cabrera Infante, “no hay director en toda la historia del cine a quien el cine le haya costado dinero, además de los proverbiales sudor y lágrimas”.
Sin duda, el retrato reciente más fiel y sincero de la profesión periodística se encuentra en The Wire (HBO, 2002-2008).
“Todas y cada una de las historias importantes que aparecen en la serie no fueron apenas cubiertas por los periódicos, porque estos eran demasiado débiles para hacerlo adecuadamente. Si alguien que viera la serie creyera que eso no puede suceder porque el perro guardián habría ladrado, que sepa que el perro guardián ya no tiene dientes. Y esto es lo que queríamos explicar en The Wire”. (Entrevista a David Simon. Pedro de Alzaga para ABC, 2010)
The Wire
David Simon fue redactor durante años del Baltimore Sun y el creador de The wire, la obra cinematográfica que mejor ha radiografiado el sistema capitalista moderno como obsceno corruptor de la democracia y sus instituciones, incluyendo al cuarto poder, ese perro guardián desdentado. Pero a pesar de los Kanes o de la mala leche de Wilder y Simon, el discurso oficial de Hollywood sigue siendo el mismo: el periodista encarna al proto-ciudadano y a su derecho a expresarse libremente. ¿Un héroe? No se equivoquen: héroes, lo que se dice héroes, hay pocos.
Taxi Teherán es una película iraní ganadora del Oso de Oro de Berlín y el Premio FIPRESCI en 2015. Con tratamiento de falso documental, presupuesto ínfimo y una pequeña cámara, esta ficción clandestina cuenta como el propio director, Jafar Panahi, conduce un taxi por Teherán mientras habla con sus pasajeros. Una pequeña película deliciosa y enorme alegato contra la censura y la represión cuando se conoce el contexto de la historia y el porqué de su filmación: desde el año 2010, y por sentencia judicial, a Panahi le está prohibió hacer cine y viajar fuera de Irán.
A los no cinéfilos ni les sonará su nombre, pero Panahi ha ganado infinitos premios en medio mundo, desde Venecia a Berlín, Locarno y Cannes. La persecución del régimen iraní transcurre paralela a su reconocimiento como artista internacional: en febrero de 2010 las autoridades islámicas no le permitieron viajar al Festival de Berlín y fue detenido en su casa junto con su mujer, su hija y un grupo de amigos. No se especificaron los cargos contra él, pero las autoridades islámicas aseguraron que Panahi no había sido arrestado por ser "un artista o por razones políticas", sino por haber "cometido un delito".
Apoyado por cineastas de todo el mundo como Ken Loach, los hermanos Dardenne, Walter Salles, Olivier Assayas, Tony Gatlif, Abbas Kiarostami, Robert Redford, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Robert De Niro, Ethan y Joel Coen, Michael Moore, Jonathan Demme, Jim Jarmusch, Oliver Stone, decenas de intérpretes y críticos de cine, festivales, políticos, gobiernos, medio mundo condenó su detención reclamando su inmediata puesta en libertad. El ministro de Cultura iraní explicó que Jafar Panahi había sido arrestado porque "estaba haciendo una película contra el régimen en la que se mostraban los acontecimientos posteriores a las elecciones de 2009”. Desde la cárcel, el director envió una carta explicando cómo había sido objeto de malos tratos en la prisión, amenazado a su familia y declarándose en huelga de hambre si las autoridades continuaban con el acoso. Terminaba diciendo:
“Juro por lo que creo que es el cine que no voy a dejar mi huelga de hambre hasta que mis deseos sean satisfechos. Mi último deseo es que mis restos sean devueltos a mi familia, para que puedan enterrarme en el lugar que elijan".
No hay declaración de amor más verdadera que la del artista encarcelado que jura por su arte. Gracias a la presión internacional, Panahi salió de la cárcel bajo fianza tras 88 días entre rejas. Pero en 2010 vuelve a ser condenado a 6 años de prisión y 20 de inhabilitación para hacer cine, viajar al extranjero o conceder entrevistas. El delito que se le imputa es "actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el estado". Pero Panahi sigue haciendo cine, como sea, donde sea: contra la ley injusta, arte prohibido.
Ya sabemos que las dictaduras teocráticas, militares, fascistas o comunistas no se llevan bien con la libre expresión y creación: su propia esencia es acabar con ellas. Pero, ¿qué pasa en las democracias? Que le pregunten a Lenny Bruce. Retratada por el genio de Fosse, la historia de Lenny es la lucha por la libertad de expresión en su forma más pura y directa: el hombre que habla mientras los demás escuchan.
Entonces aun era delito la obscenidad o la blasfemia –delito de “escarnio” en España, Javier Krahe in memoriam– y decir en público 101 veces la palabra “chupapollas” te llevaba a prisión. "Lenny Bruce murió por una sobredosis de policía", dijo Phil Spector.
Lenny Bruce
La política de represión de la palabra interesa todavía hoy: Lenny aparece como hada madrina obscena que inspira a una protagonista judía y lenguaraz en la premiadísima serie de Amazon The marvelous mrs Maisel (Amy Sherman y Dan Palladino, 2017) y que, a pesar de ser una pija de Manhattan, sufre idéntica represión policial. Da igual que seas una cómica de finales de los 50 o la propietaria del Washington Post: si te pones del lado de los bocazas, serás sospechoso. Y aún más si eres mujer.
Rachel Brosnahan en The marvelous Mrs. Maisel
Ficciones ancladas en el pasado: Lenny murió en 1966 y los hechos contados en The Post ocurren durante los años 70 del siglo pasado. Lo que sí parece intemporal es que el periodismo y el arte, incluso en su faceta más industrial, estén contagiados de un espíritu bocazas, de la necesidad de contar pese a quien pese. Cuando pesa demasiado, a los creadores o se les compra o se les reprime. En las sociedades democráticas se da por hecho la primera opción, impuesta a través del mecanismo más sutil: el capitalismo. (“Es el mercado, amigo”. Rodrigo Rato dixit) La “dictadura del mercado” aconseja moderación al artista, al creador, al periodista. Si se rebela, amenaza con hambre: nadie te publicará, producirá, exhibirá; eres molesto; búscate un curro serio; te vamos a hacer un ERE, etcétera. Por supuesto, la segunda opción no existe.
Hasta ahora fue siempre así, pero los mecanismos previstos no eran suficientes. El uso interesado del polémico delito “de odio” y la aplicación de la Ley Mordaza (Ley Orgánica 4/2015 de protección de la seguridad ciudadana) demuestran que nada es suficiente para arrebatarle a la ciudadanía su derecho fundamental a la libertad de expresión y de información. Habría que recordar a tantos liberales de pacotilla que los creadores y su público ejercen la ciudadanía manifestando discrepancia ante los discursos oficiales, las reglas del mercado o la corriente ideológica dominante, por muy molesto que esto sea. Hoy resulta necesario repetir que ninguna obra puede ser censurada –ni siquiera Mein Kampf– ninguna película destruida –ni siquiera las de Leni Riefensthal– si no queremos volver al Index del Santo Oficio y en esa hoguera, firmar la sentencia de muerte de nuestro sistema democrático.
España tiene una larga tradición represiva que sale a relucir cuando alguien afirma que “en este país se puede decir de todo, pero...” La maldita adversativa de los policías del pensamiento, de las “buenas costumbres”, de las banderas y los símbolos, del “no ofender”, incluso imponiendo su idea de buen o mal gusto, como si sobre sujeto tan escurridizo se pudiera legislar. Aunque luego se obnubilen ante la película de Spielberg y pongan a los Estados Unidos como ejemplo de país al que parecerse. ¿Imaginan lo que diría Lenny Bruce de ellos?
Cuando la propaganda mediática insiste en que vivimos en el mejor de los sistemas posibles y que no solo es inútil sino sacrílego intentar cambiarlo, cuando los gobiernos ponen en marcha leyes que controlan a sus ciudadanos con excusas infames como la amenaza del terrorismo o difusas como la posverdad o las redes sociales ¿demuestran la crisis de legitimidad del sistema?¿Cómo enfrentarnos entonces a ese gigante cuando traiciona su propia esencia? Quizá contando, cantando, escribiendo, pintando, haciendo cine y periodismo. O como Lenny, con la obscenidad también como bandera de libertad, diciendo “chupapollas” 101 veces.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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