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Dinero, editoriales y “best sellers”

Leonor S. Martin 3/02/2018

CC

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En la primera entrega de estas reflexiones, me quedé a punto de abordar ese tema espinoso: el dinero. Les decía que, en mi opinión, para explorar las conflictivas relaciones entre la Gran Literatura y la literatura best-seller (BS) (o entre sus adalides, mejor dicho), había que calibrar dos asuntos: la calidad y el dinero. El asunto de la calidad hacía referencia a la concepción del BS como un género que engloba a una gran diversidad de obras, con unas características comunes de forma y contenido. Ahora propongo que reflexionemos sobre la influencia que el dinero tiene en la factura de estos libros, dado que una de sus principales características es que son presentados como "productos" destinados a venderse y recaudar mucho.

He oído cosas que no creerían, como, por ejemplo, que la verdadera literatura sólo puede hallarse en editoriales minoritarias, en libros que cuesta trabajo encontrar, y, por supuesto, de la mano de autores apenas conocidos. Huelga decir que estos autores a la fuerza tienen que vivir en la pobreza, ya que sus obras sólo alcanzan a comprarlas unos pocos lectores tenaces. Quizás este afán tenga que ver con aquello de preservar ese “aura” de las obras de arte de la que hablaba Walter Benjamin; “aura” que se envilece de algún modo al reproducir esas obras para las masas. Quizá sea tan sólo una excentricidad algo masoquista, o sea, cosa de darle a la absenta. O quizás obedezca a ese tópico según el cual, cuando uno es artista, ser feliz o forrarse resulta vulgar.

Lo normal, sin embargo, es que tanto a escritores, como a editores y dueños de editoriales les complazca ganar dinero. Algunos digieren mal esa realidad de que haya escritores que hagan fortuna con obras de escasa calidad literaria, mientras que otros, más escrupulosos, a veces con mucho más talento, tienen que vigilar garajes para poder seguir escribiendo. Esas personas echan la culpa de esta situación, sin duda “injusta”, a la existencia del género BS, cuya erradicación resolvería el problema, como he oído demasiadas veces.

Hay quienes sostienen que si el dinero que se invierte en los BS se destinara a publicar buena literatura, ésta sería más leída. Cesar Aira, en un artículo del año 2003 que sigue siendo esencial (no se lo pierdan), echaba por tierra esta tesis al afirmar que, de no existir los BS, los lectores de BS no leerían nada de nada. Según él, la existencia de la literatura no hace perder dinero ni oportunidades a la causa de la Gran Literatura. Lo que se me antoja de cajón es que no vuelvan a leer nada de nada si lo que se les ofrece son malos libros, de la especie que fuere.

Otros alegan que gracias a los ingresos de los BS los grandes grupos pueden mantener a los sellos más literarios y preservar así la literatura intelectual, artística. Quizá el creciente batallón de editoriales independientes pueda arbitrar esta cuestión…

Como ven, el fenómeno es complejo (perdón por la perogrullada), no sé si más adecuado para sociólogos, incluso para publicistas, que para críticos literarios o gente de letras. El libro, el vehículo por excelencia de la alta cultura, puede reportar mucho dinero cuando es tratado como objeto de consumo. Un dinero que acaso sea el chocolate del loro para las gigantes multinacionales en cuyo seno residen algunos de los grandes grupos editoriales. Pero un dinero que lo es todo para las personas que forman la cadena de los oficios del libro, que empieza y acaba con –y/o en– el escritor.

¿Podrían estas grandes editoriales tomar partido y hacer algo para mejorar la calidad general de esos BS?  ¿Tendría esa “gente de letras” que velar por ello?

Resulta bastante evidente que hay libros que sólo se publican para hacer caja, a sabiendas de que su calidad literaria deja bastante que desear. No parece razonable que haya  una intención perversa detrás de esto, del tipo “dar a los tontos lo que se merecen”; o incluso peor: que sea una conspiración para embrutecer a la Humanidad. Mi experiencia es que en algunos sellos mainstream se trabaja duro por ofrecer los mejores textos posibles; siempre a partir de unas premisas que han demostrado que “funcionan”, aunque no hay nunca certeza total, como todo el mundo sabe, pues la fórmula del BS aún está por descubrir (con permiso de Dan Brown).

Sin embargo, una vez que has pagado la novela, ya no hay marcha atrás. Quizá el público castigue al autor y no vuelva a comprar una obra suya, pero parece improbable que el veto se extienda al sello editorial.

En el artículo que antes mencionaba, César Aira afirma también que en los BS “importa más el libro que el autor”.  Tenía razón, en mi opinión, aunque en la actualidad esté ocurriendo un fenómeno que no invita a pensar así. Es posible que en 2003 aún no se estilara la moda de escribir novelas entre los presentadores de televisión, tertulianos y celebridades varias. No pienso que haya nada que, a priori, impida que estos profesionales sean buenos escritores, así que reformularé mi pensamiento: quizá en 2003 aún no se estilaba la moda editorial de publicar novelas firmadas por “famosos”.

Parece lógico pensar que, desde que el mundo es mundo, vender sus libros ha estado de moda para las editoriales, incluso para algunos autores (menos los que antes apuntábamos). Y que desde la última crisis muchos han tenido que hacer piruetas para estimular la venta y evitar despidos o echar el cierre. Esas novelas de “famosos”, como es fácil deducir, obtienen una publicidad enorme por el medio en el que se desenvuelven sus autores. Es del todo sensato que las editoriales busquen matar esos dos pájaros de un solo tiro. El problema viene cuando detrás de esas firmas se presentan obras de una calidad más que cuestionable.

Hace poco leí que la mención de las Meditaciones de Marco Aurelio por parte de un famoso presentador de un programa de entretenimiento de prime time estimuló de forma notable las ventas de dicho libro. A lo Oprah, pero en España. Me ilusiona pensar que alguna de esas personas que lo compraron lo leyó, e incluso lo gozó. Ya les avisé de que soy ingenua.

¿Qué pasaría si de verdad se dedicara un esfuerzo de marketing hacia textos realmente buenos, aunque no fueran tan complacientes hacia el lector?

Ya, ya lo sé: se diría que son los editores los culpables de los libros mediocres. Puede ser difícil dar con textos excelentes, que encajen dentro de las líneas editoriales. Siquiera, a veces, con manuscritos “aprovechables”, a los que merezca la pena dedicar el esfuerzo de un intenso trabajo de edición porque la idea central, o el espíritu que los alienta, sea buena. Quizá la solución sería ofrecer cursos de escritura a los presentadores de televisión...

Bromas aparte, y ya que he mencionado las líneas editoriales, hay otra cuestión que les animo a observar: cuanto más comercial es un sello, más desdibujada está su línea editorial.

Los catálogos de las editoriales actúan, en muchos casos, como un marchamo de calidad para los lectores. En los últimos tiempos –quizá por eso de la crisis, quizá por ese burdo rumor de la existencia de la burbuja editorial– algunos sellos han, digamos, flexibilizado sus criterios, y han hecho algunas concesiones a lo comercial.

Así, nos encontramos con textos con características de BS dentro de colecciones que, en apariencia, nada tienen que ver con ellos. Un hecho que produce, en mi opinión, al menos dos figuras curiosas: por un lado, lectores extrañados, que pensaban que estaban leyendo “alta” literatura, cuando los libros en cuestión no difieren mucho en calidad de otros que rechazarían con sólo mirar la portada. Y por otro, escritores despistados (y desesperados), porque ya no tienen ni idea de adónde deben mandar sus manuscritos.

Y no sugiero ni por un momento que los lectores o los escritores sean tontos. Al contrario. Se me ocurre que, en esto del arte, a veces, la mediocridad viaja de polizón en el armario de lo subjetivo. Circunstancia de la que algunos saben sacar provecho, y que, en las mentes sensatas, siembra la duda. Una duda que, por prudencia o modestia, muchas veces callamos, pues la achacamos a nuestra falta de criterio o de cultura.

Mi siguiente pregunta sería hasta qué punto esa perspectiva del dinero, la servidumbre de los balances de resultados, condicionaría lo que los escritores se permiten escribir. Es decir: el acto creativo. Pero eso será ya otro día.

En la primera entrega de estas reflexiones, me quedé a punto de abordar ese tema espinoso: el dinero. Les decía que, en mi opinión, para explorar las...

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Leonor S. Martin

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  1. Godfor Saken

    De la novela “Necrosfera”, de César Martín Ortiz (editorial Baile del Sol, Tenerife, 2018): Los sapiens tienden a repetir lo que ya han hecho antes, tanto si es bueno como si es malo. Los sapiens carecen de criterio moral; están fatalmente ligados a la costumbre, a la de su grupo y a la de cada uno en particular, de ahí que sea imposible rehabilitar a un criminal o a un simple canalla sin una severa reprogramación. El único modo de que un sapiens no sea dañino es acostumbrarlo a que no lo sea, condicionarlo para que no pueda elegir hacer el mal; pues, si se le deja libertad de elección, tarde o temprano terminará por convertirse en un virus mortífero. La situación ideal sería aquella en la que fuese el propio grupo humano el encargado de desalentar la maldad como pauta de conducta aceptable, pero en toda la historia del sapiens nunca han existido comunidades de ese tipo, un hecho que han reconocido algunos de los sapiens más honrados y perspicaces y que se debe, probablemente, a que solo los peores sapiens sienten inclinación hacia el gobierno de sus iguales para así abandonarse a la fantasía de que no son sus iguales. No obstante, la transmisión escrita de la cultura hizo posible durante algún tiempo la existencia de comunidades humanas virtuales, formadas por personas que nunca se conocieron directamente y que estaban, en su mayor parte, muertas. El sapiens que poseía libros y los frecuentaba desde su juventud pertenecía con mayor arraigo y lealtad al grupo formado por los escritores de libros que a la comunidad física en la que había nacido y con la que usualmente mantenía relaciones débiles cuando no hostiles. El trato con el grupo de los mejores sapiens muertos constituía un ejemplo y una educación para los vivos, un impulso de mejora, y este es el motivo de que rechazaran cada vez con mayor repugnancia la sociedad de sus conciudadanos próximos. Desgraciadamente, esta posibilidad y esta esperanza fueron efímeras. A los que se consideraban a sí mismos propietarios de todo lo existente les convino que los otros sapiens aprendiesen a leer para de este modo servirse no solo de sus cuerpos sino también de sus intelectos. Llegó un momento en el que cada vez más gente leía libros. Millones de sapiens descubrieron, a través de la lectura, una manera de eludir el destino de bestialidad y servidumbre que los propietarios les presentaban como el único a su alcance. Y como la lectura estimula el pensamiento y el pensamiento anhela la expresión, muchos de estos lectores se convirtieron en escritores que, de generación en generación, apoyándose en los hombros de los que los habían precedido, aprendieron a mirar más lejos y fueron volviéndose cada vez más sutiles y audaces a la hora de examinar, interpretar y condenar la realidad prefabricada por los propietarios. Gracias a los libros, mucha gente empezó a soñar con la rebelión y a acariciar con dedos de esperanza un argumento no escrito con tinta sobre papel sino con gestos sobre el tiempo. Los poderosos prohibieron libros, los censuraron, los quemaron, cerraron editoriales. Encarcelaron y a veces corrompieron a los escritores y eliminaron a los que no pudieron comprar, pero con esto solo consiguieron que la comunidad virtual del libro se volviera más apasionada y secreta, más consciente y segura de su verdad. La furiosa reacción de la clase dominante había sido la propia de una bestia herida. Solo el presagio de muerte que trae consigo un intenso dolor podría explicarla. La cultura los desgarraba como una lanza a un cerdo salvaje y la comunidad virtual del libro afilaba en secreto la hoja. Los propietarios no tuvieron más remedio que cambiar de táctica: empezaron ellos mismos a escribir libros. No personalmente, claro está: después de siglos de endogamia y degeneración vital, los propietarios estaban incapacitados para cualquier clase de trabajo, incluso el que desempeñaría con desenvoltura un disminuido psíquico, y escribir un libro es un trabajo duro. Lo que hicieron fue pagar con esplendidez a algunas personas para que escribieran libros estúpidos e inundar el mercado de modo continuo con toneladas de aquellos libros, de modo que los verdaderos libros se tornasen imperceptibles. La posibilidad de encontrar un libro auténtico entre aquella catarata de estupidez se fue haciendo cada vez más pequeña, hasta la irrelevancia estadística. Los nuevos lectores jóvenes, sin ayuda de un maestro, ya no tenían la menor oportunidad de encontrar un libro que los hiciera mejores, más libres y esperanzados. No puede haber buenos lectores sin buenos libros, y a la inversa. La comunidad espiritual de los buenos lectores desapareció ahogada en numerosa imbecilidad, y con ella la última perspectiva de autorregeneración que le quedaba al sapiens.

    Hace 6 años 4 meses

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