¿Quién soy en realidad?
Decenas de miles de bebés en España fueron sustraídos furtivamente de las maternidades y entregados en adopción a familias acaudaladas. Ahora, muchas de estas personas exigen al Estado que tome medidas para descubrir la verdad
Gorka Castillo 6/02/2018
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No hay legado en España que encierre más sufrimiento y vergüenza que el de los niños robados. Algunas estimaciones calculan que hay decenas de miles de afectados, todos ellos arrebatados a sus madres entre 1936 y principios de la pasada década, y entregados a una red de potentados que revoloteaban con total impunidad por hospitales, cárceles y casas-cuna regentadas por religiosas sin que nadie moviera un dedo para evitarlo. Buscaban huérfanos, hijos de republicanas, niños de la diáspora que regresaban de una Europa en llamas, y también bebés de mujeres sin esperanza y de madres solteras durante los años de la Transición. Más de 30.000 bebés robados o adoptados de manera ilegal, según la Fundación pro Derechos Humanos (Figbar) que preside el exmagistrado Baltasar Garzón. Una cifra que, a juicio de la Plataforma Te Estamos Buscando y de otras organizaciones similares, se queda corta. Hay quien eleva el número a 100.000; otros, a 180.000; y la Asociación Nacional de Adopciones Irregulares (Anadir), a 300.000. Un desastre que en España se consume entre la incredulidad y una ausencia institucional lacerante. Para el presidente de la Asociación Camino de la Justicia, Pedro Caraballo, se trata de “un naufragio moral de tal envergadura que requiere la creación urgente de un censo nacional”.
El sistema empezó a resquebrajarse en 2008, cuando las denuncias comenzaron a apilarse en los juzgados de España. En Madrid, Zaragoza, Bilbao, Barcelona, Valencia... Fue entonces cuando las autoridades, públicas y privadas, despertaron decididas a indagar en aquella tragedia. Porque el caso de los bebés robados, de los intercambios fortuitos y de las adopciones irregulares no es únicamente un asunto sórdido. “Se trató de un operativo de apropiación de menores tan bien organizado y despiadado que hasta puede parecer irreal”, añade Caraballo. Que el 95% de las demandas presentadas por este asunto hayan terminado archivadas por falta de pruebas no es un dato irrelevante. Las víctimas buscan por su cuenta alguna pista que les proporcione certezas o un casi imposible alivio en su empeño de saber cuál es su verdadera identidad. El Congreso trata ahora de encauzar el caos que se cuece en este delicado jeroglífico. Un desorden interior que el silencio azuza. “Una comisión de investigación permitiría acceder a pruebas documentales que determinen el destino de centenares de niños que fueron arrebatados a sus padres y puestos en manos de otras familias durante esos tiempos de impunidad”, dice Caraballo.
Ya en 2014, la ONU sugirió al Gobierno que facilitara el acceso “a archivos y a fondos acreditados oficiales y no oficiales de nacimientos” y estableció un plazo de 90 días para cumplirlo. Sin embargo, aquella invitación cayó en el olvido. Poco después, en 2015, intervino la Comisión Europea para recomendar a las víctimas que denunciaran sus casos ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. “Los demandantes acusan al Estado español de crimen contra la humanidad”, escribió la presidenta de la comisión de Peticiones, Cecilia Wikström, al ministro de Exteriores, Alfonso Dastis.
de las más de 5.000 personas que desde 2011 han denunciado su situación, sólo 14 han encontrado lo que buscaban. Y lo consiguieron por su tenacidad, no tras la intervención de la justicia
Entre las demandas europeas a España está la creación de un banco de ADN que permita cruzar los datos de las víctimas, la formación de una comisión de investigación parlamentaria y que la Iglesia reconozca su implicación en los robos. El pasado año, el Gobierno reservó una partida de 100.000 euros de los Presupuestos Generales del Estado (PGE) para este fin, y el Congreso ha comenzado a escuchar los primeros testimonios de las víctimas. Es un pequeño paso. Pero de las más de 5.000 personas que desde 2011 han denunciado su situación, sólo 14 han encontrado lo que buscaban. Y lo consiguieron por su tenacidad, no tras la intervención de la justicia.
Una de ellas es Paloma Pérez Calleja. Tiene motivos para estar satisfecha del coraje que ha demostrado. Es de las pocas personas con dos partidas de nacimiento en su poder. La biológica, fechada el 4 de marzo de 1957, donde aparece registrada con el nombre de Agustina. Y la falsa, la que un equipo de religiosas, matronas y médicos manipularon para aplacar la angustia desconsolada de una mujer que acababa de parir (supuestamente) una niña muerta. La llamaron María de la Paloma y así se quedó. Hasta que hace 13 años, la trampa emergió de las profundidades abisales de su falsa madre. “El 11 de febrero de 2004, exactamente. Como puede imaginar es una fecha que tengo grabada a fuego”, explica. Todo se urdió en el viejo Instituto de Obstetricia y Ginecología de la calle O’Donnell de Madrid, uno de los centros fantasmagóricos que fundó la obra benefactora de Franco donde acudían muchas mujeres sin recursos. “Llegó un momento en el que las sospechas eran tan grandes que no pude aguantar más. Senté a mi madre adoptiva en una silla y le pregunté directamente: ¿Soy hija tuya?”, rememora Paloma estrangulando una lágrima que se le escapa por el rabillo del ojo. No por esperada, la respuesta resultó digerible. “Me dijo que había tenido tantos hijos que ya ni se acordaba. Pero insistí y entonces destapó la verdad”, añade con la voz entrecortada.
A su lado, su marido le acaricia la espalda en medio del silencio sobrecogido de unos amigos que les acompañan. Paloma coge aire y levanta la mirada. Lo hace sin rencor: “Mi verdadera madre era una mujer humilde que trabajaba al servicio de un señorito que la dejó embarazada. Se vio obligada a deshacerse de mí. Por 500 pesetas”, sentencia, sin mostrar la más mínima compasión por el pasado.
Sor María
Como Marga Pérez, de 58 años y una voluntad inquebrantable. El 5 de abril de 1981 dio a luz a su tercer hijo, un precioso varón, en la maternidad de Santa Cristina, en Madrid. Después de horas interminables de parto sintió que al fin el bebé braceaba y tomaba su primer soplo de aire. Sin apenas tiempo para rozar su diminuta cabeza con la mano, una monja lo colocó rápido sobre una cama contigua y acto seguido se lo llevaron. “Les dije que quería a mi hijo, que me lo devolvieran, que lo quería a mi lado”. Marga no volvió a verlo. Lo dice con una veladura de lágrimas en sus negros ojos. Baja la mirada y coge aliento. “Se lo llevó Sor María para hacerle unas pruebas y luego me dijo que había muerto”, remacha. Pero no era cierto. Jamás recibió su cuerpecito, ni siquiera una caricia de consuelo para paliar la ausencia. Aún peor: “Aquella monja me amenazaba con llevarse a mis otros hijos si seguía pidiendo que me devolvieran a mi bebé”. Pero no dejó que aquel capítulo horrendo de su vida se diluyera en el fondo de su memoria. “Cómo iba a hacerlo”, dice. Tan segura estaba de que no murió que siguió volviendo a la maternidad, día y noche, año tras año, hasta que al final coincidió con una asistenta social compasiva. Buscó su expediente y se lo entregó. “El niño no había muerto”, revela. Pese a todo, el caso de Marga es uno de las tantos que fue archivado por un juzgado de Madrid. Según la instrucción, las pruebas no eran concluyentes para abrir una investigación y depurar responsabilidades. Hay cientos de casos como el de Marga.
Aquella monja que le separó de su bebé resultó ser pieza clave en la trama que durante décadas campó a sus anchas por hospitales públicos y clínicas privadas de todo el país. Se llamaba María Florencia Gómez Valbuena, pertenecía a la orden de las Hijas de la Caridad de San Vicente Paúl y falleció el 22 de enero de 2013. Su nombre está ligado al de otro supuesto implicado, el doctor Eduardo Vela, exdirector de la clínica San Ramón de Madrid, que aparece en la mayoría de diligencias abiertas por estas causas en los tribunales. La firma de Sor María aparece en centenares de documentos de adopción hasta que la justicia no tuvo más remedio que imputarla por el robo de Pilar Alcalde en la Clínica Santa Cristina. Eso sucedió en 2012 pero no hubo tiempo para juzgarla. Falleció al año siguiente. O al menos eso declararon sus compañeras de orden, porque el enigma de Sor María continuó en su camino hacia el más allá: el número de su certificado médico de defunción y el que figura en el registro oficial no coinciden. Difieren en cuatro de los ocho números. Un error insólito. Pudo ser una simple confusión pero las suspicacias se desataron cuando se supo que Sor María había sido teóricamente enterrada días antes de anunciarse el deceso. El caso hubiera hecho las delicias de un detective.
También Consuelo García del Cid conoció el inframundo que se construyó con el tráfico ilegal de niños. Siendo una adolescente, en la Barcelona de Salvador Puig Antich, fue detenida y trasladada a Madrid, al centro de la calle del Padre Damián que gestionaba una orden de monjas adoratrices. El panorama que se encontró fue el de un desgarro sin fin. “Fue terrible pero, sin duda, el centro de Peñagrande era aún peor. Era el único para menores embarazadas. Un día llegaron a mi centro dos jóvenes desde aquella maternidad. Acababan de dar a luz. Llegaron con el pecho vendado y lloraban porque decían que les habían quitado a sus hijos recién nacidos. Allí, el robo de bebés se asumía como algo normal”, desvela.
¿Quién tejió la red que traficó con niños en España? Los testimonios de cientos de víctimas coinciden y Consuelo García lo ha investigado a fondo. “Desde el Patronato de Protección a la Mujer que presidía Carmen Polo de Franco. Esta institución dependía del ministerio de Justicia y operó de forma activa entre 1952 y 1978. En la Transición cambió el nombre por el de Instituto para la Promoción de la Mujer, pero no su manera de actuar. Controlaba decenas de centros de toda España, gestionados por órdenes religiosas. Allí llevaban a mujeres de bajo nivel económico, a jóvenes que consideraban inmorales, a niñas rebeldes de buenas familias”, detalla este mujer, que relata su experiencia como si le fuera la vida en ello.
El imposible rompecabezas al que se enfrenta cualquier comisión que trate de identificar a los miles de posibles afectados se resolvería con un registro de huellas dactilares de los recién nacidos. Pero ni siquiera hoy se hace. El pediatra Antonio Garrido-Lestache creó hace años un método infalible de filiación, “un simple DNI en el momento del nacimiento”. Con una larguísima experiencia profesional en el cuidado y atención de niños, su fino olfato de investigador de tintas y gramajes le llevó a realizar un escrutinio de los procesos de identificación de bebés que le provocaron muchos encontronazos. Durante años visitó clínicas privadas, hospitales públicos, escribió a las autoridades alertando del caos, intimó con policías judiciales y hasta acudió a la sede de la Naciones Unidas en Nueva York para denunciar unas prácticas ominosas. “Lo que veía me producía una absoluta vergüenza. En lugares como la maternidad de la Paz, donde nacían 100 niños al día, llegué a detectar pulseritas de esas que les ponen a los recién nacidos desperdigadas por el suelo. Y lo peor era que a las asistentes que trabajaban allí les daba exactamente igual”, denuncia este doctor de mente inquieta, trato cálido y el carácter infatigable de alguien que a los 84 años sigue creyendo en la justicia universal.
Hace unos años, escribió el libro La Identidad del Ser Humano. Errores, falsificaciones y garantías a lo largo de la historia. A lo largo de 688 páginas no sólo aporta información sobre el robo e intercambio de bebés en España, sino que desgrana con precisión detectivesca la mejor manera de acabar con la trata de personas y la suplantación de personalidades que practican los regímenes totalitarios. El pediatra se ha quemado muchas pestañas revisando y analizando patrones de filiación infalibles. Uno de ellos es el informe pericial sobre la identidad dactilar del recién nacido, una cartilla donde la madre y el bebé dejan la huella indeleble de las falanges de sus manos derechas en el mismo momento del parto. “Desde el año 2000 su registro es obligatorio en los hospitales españoles pero no se hace en casi ninguno y si se hace, se hace mal, porque no ha habido un plan específico de formación ni hay docencia en dactiloscopia”, denuncia. Hoy sólo se documenta la planta del pie del niño sobre una hoja amarilla. “Una prueba que no sirva para nada”, añade el pediatra.
Hace unos meses, escribió una carta de protesta a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. La respuesta fue desoladora. “Me dijo que aquí todo se hacía correctamente y punto”, dice con un gesto de indignación. A Garrido-Lestache, la trama de bebés robados, de intercambios accidentales y de adopciones ilegales le parece un escándalo de proporciones superlativas. “Fue un negocio en el que participaron médicos, enfermeras y religiosas. Lo veía con mis propios ojos y lo denuncié durante el franquismo y también en la democracia”, revela. Para miles de personas es una catástrofe personal inexplicable. Por eso este pediatra mantiene su esfuerzo para que el DNI infantil que diseñó se convierta en una obligación en España, como lo es en casi todos los países firmantes de los derechos universales del niño. Y, por supuesto, también para las víctimas que se resisten a dejar de buscar, a dar con la prueba que les permita reescribir su propio relato. Quiénes son en realidad, y por qué ellos.
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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