TRIBUNA
Ciudad y género: ¿Qué hacemos con el acoso callejero?
La relación de la mujer con la ciudad está atravesada por el miedo y la inseguridad. En la ciudad, la mujer carga con una pesada mochila: la cultura de la violación educa, entre otras cosas, en la indefensión aprendida y en la hipervisibilidad del cuerpo
Lionel S. Delgado 7/03/2018
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El otro día hablaba con una colega sobre la importancia que ha cobrado la ciudad en las reivindicaciones feministas en el último año y medio. Y no es para menos, aunque en España no haya una investigación fuerte sobre el tema, en otros países de Europa sí, y lo que muestran es alarmante: tres cuartas partes de las mujeres han sufrido acoso o algún tipo de violencia en el espacio público en el Reino Unido, según ActionAid. En un estudio francés, la totalidad de las encuestadas había sufrido acoso sexual en algún momento de su vida. A su vez, la comisión End Violence Against Women habla de un 64% de mujeres que reconocen haber sufrido acoso de varios tipos en espacios públicos.
La ciudad es uno de los escenarios clave de la desigualdad de género. Mediante el uso, la movilidad y la seguridad, el espacio urbano segrega las posibilidades de hacer propios los lugares de la ciudad. Y, ciertamente, el acoso y agresiones callejeras parecen poner fuertes límites a esa capacidad de apropiación. Por suerte, las numerosas campañas y debates (sociales e institucionales) que se dan últimamente parecen haber aceptado ese “giro urbano” y han conseguido colocar el tema de la ciudad y la mujer en la palestra pública.
Sin embargo, como decía Beatriz Gimeno en un artículo reciente, en los últimos años aprendimos a nombrar la violencia pero resulta más difícil pensar hacia dónde vamos y qué hacemos con ella. Esas incógnitas no son baladí: reflexionar sobre ello nos exige valorar qué ciudad(es) se está(n) pensando y qué modelos de seguridad tenemos en la cabeza para solucionar el problema de la violencia en la calle.
Algunas de las recientes investigaciones sobre percepción urbana con perspectiva de género, entre las que se encuentra una en la que participé como investigador en Zaragoza, o la de María Rodó de Zárate en Cataluña, los resultados son claros: la relación de la mujer con la ciudad está atravesada por el miedo y la inseguridad. En la ciudad, la mujer carga con una pesada mochila: la cultura de la violación educa, entre otras cosas, en la indefensión aprendida y en la hipervisibilidad del cuerpo femenino, y, cuando se junta a una biografía plagada de tocamientos no deseados, baboseos y agresiones, se vuelve un filtro de percepción nefasto. Este filtro hará que los entornos de exposición sean vividos como entornos de riesgo y, como tal, la ciudad aparece como un espacio repleto de amenazas. El contexto nocturno y algunas características de los espacios (oscuridad, excesiva vegetación, calles sinuosas, portales profundos, entre otros), lejos de ayudar, empeoran el problema.
Al final de cada una de las veintiuna entrevistas que realizamos en Zaragoza se les pedía a las mujeres que propusiesen formas para intentar paliar, o por lo menos controlar, el problema del acoso y la inseguridad. Las respuestas resultaron sumamente interesantes, básicamente porque resultaron ser menos imaginativas de lo esperado. En resumidas cuentas, socialmente no tenemos suficientes ideas para un modelo alternativo que dé una respuesta clara al problema de la inseguridad.
La mayoría de las entrevistadas lanzaban el balón hacia un futuro lejano: “la educación es el camino”, respuesta que esquivaba concretar una actuación. Cuando se les preguntaba por soluciones reales, aquí y ahora, la cosa comenzaba a volverse interesante: algunas de las respuestas abordaban elementos de entornos físicos como la iluminación de las calles oscuras y de los parques, también se proponía la amplitud de las avenidas. En palabras de Ana, una de las entrevistadas, “una calle sinuosa, con mucha vegetación y portales profundos es los que más me aterra”. En sus trayectos urbanos, estas mujeres “calculaban” rutas seguras a través de la identificación de elementos de riesgo. Así, modificando la ciudad disminuiría la sensación de inseguridad que tiene más elementos de “percepción de riesgo” que de riesgo real.
Esta sería una solución en la línea de lo que las arquitectas y sociólogas del imprescindible col.lectiu Punt 6 defienden. Para ellas, la modificación de los entornos urbanos con una perspectiva de género tendría un impacto positivo en las relaciones comunitarias: se trata de trastocar las condiciones materiales para alimentar procesos de cambio. Mediante intervenciones urbanas, se pueden reconfigurar entornos sociales, fomentando la integración y la participación: espacios abiertos, inclusivos y respetuosos, que atiendan a necesidades concretas y locales y generen espacios para todas.
Sin embargo, las respuestas de modificación del entorno no eran las más comunes. Algunas de las entrevistadas daban más importancia a lo comunitario: para ellas era importante el tejido social de la ciudad. “Que haya tiendas abiertas o sitios donde pueda pedir ayuda rápido”, decía Bea. “Quiero pensar que estoy en un sitio en el que si grito saldrán a la ventana”, nos contaba Claudia, ya que “cuando estoy en un barrio que sé que tiene gente que puede ayudarme, me siento más cómoda”. En ese sentido, “las plazas con gente”, “panaderías o quioscos abiertos” o “gente yendo a trabajar” pueden reducir la sensación de soledad y peligro. Estas mujeres, que normalmente respondían a perfiles más concienciados en temas de género, eran más creativas en las respuestas: junto a la necesidad de tejido barrial, defendían el empoderamiento a través de la autodefensa femenina, proponían aprovechar las tecnologías para garantizar seguridad –teléfonos de ayuda, aplicaciones móviles, etc.– o incluso potenciar los puntos de información y grupos de apoyo entre mujeres.
Varias de las mujeres entrevistadas no creían que eso modificase nada: ”Aunque haya más iluminación te puede pasar igual”, decía Diana, descartando la posibilidad de la educación porque “a un loco es difícil enseñarle”. Elisa no quería “tener recursos para que, si pasa, pase menos. Quiero que quien lo hace no lo pueda hacer”. Flor creía que “si te toca un loco, te toca un loco, por muy respetuoso que sea el espacio” –dijo refiriéndose a la violación– y que la cosa se solucionaba con un plan para “acabar con todos los locos” que pasaba, entre otras cosas, por “la cadena perpetua”. Curiosa forma de solución, que suena extrañamente familiar a la propuesta del Partido Popular y Ciudadanos de endurecer las penas de prisión a raíz del caso de Diana Quer. Este tipo de respuesta, de tinte securitario y basadas en el control, se repitieron mucho: condenas más fuertes, mayor presencia de la policía, “castrar a los locos” y las cámaras de vigilancia estaban muy presentes en el imaginario de estas mujeres.
Nos topamos aquí con una forma de enfocar el problema de raíz represiva. Curiosamente, casi la totalidad de las que hablaban en estos términos se referían a los agresores en términos de locos y monstruos, entes que dan forma a un Otro del que nada se sabe, del que se teme y al que no es posible integrar.
Las soluciones que se propusieron para gestionar a estos monstruos pasaban por un fortalecimiento del sistema punitivo y una mayor presencia del control urbano. Se trata de un tipo de pensamiento que plantea el problema de la mujer en clave de orden público: el problema que sufren se soluciona con más seguridad en lugar de trastocar las bases de la desigualdad de género. Este planteamiento es simplista pero atrae mucho a los medios: la seguridad monopoliza fácilmente el debate y desplaza el resto. Es un debate maniqueo que victimiza e infantiliza a la mujer, le roba la capacidad de agencia mientras plantea el entorno urbano como un jardín lleno de monstruos y locosa los que “se les puede ir la cabeza y hacernos de todo”, como decía una entrevistada. Y en este debate las posiciones políticas más conservadoras, aquellas que sacrificarían todo por el control y el orden, se sienten muy cómodas.
La apropiación y descafeinado de luchas reivindicativas por parte de los medios y las posiciones conservadoras no es algo nuevo. En este caso, estaríamos abriendo la puerta para que las posturas securitarias aprovechen el debate del miedo urbano y la agresión sexual para plantear soluciones desde la represión y el control. Normal, por otro lado: si se enmarca el problema únicamente como un problema de orden público la solución parece venir necesariamente por el control del espacio “desordenado”. Otro gallo cantaría si se reconociese que el miedo urbano es una consecuencia directa de una desigualdad de género que se teje en multitud de dimensiones.
El problema, no obstante, no es sólo de los medios: nos faltan horizontes a los que mirar para plantear soluciones a la seguridad urbana. La tensión parece oscilar entre un modelo de ciudad panóptico donde la vigilancia y la visibilidad se imponen como ideal regulativo, frente a un modelo de ciudad orgánicay creativa, heredera de las posturas vanguardistas. En una, la línea recta, las calles amplias y los entornos iluminados regulan y encuadran las interacciones posibles. En otra, el azar y la sorpresa permiten una vivencia urbana más humana y lúdica. En una, la mujer puede caminar segura por la calle. En otra, los puntos ciegos son espacios de riesgo.
La visibilidad ha sido siempre enemiga de una población para la cual ser visto es equivalente a sentirse vulnerable
Aquí aflora una fuerte contradicción: la lucha por la visibilidad, sinónimo de protección, aunque podría poner parches a cierta inseguridad percibida, empeora la calidad de vida de cierta población. La visibilidad ha sido siempre enemiga de una población para la cual ser visto es equivalente a sentirse vulnerable: migrantes sin papeles, personas sin techo, población estigmatizada para la cual, irónicamente, más seguridad supone más peligro (registros, detenciones o, “sencillamente”, más malas caras y sensación de rechazo). La seguridad, como la justicia, no es igual para todas.
Necesitamos, en definitiva, ahondar en el debate de qué modelo de ciudad segura queremos. Resulta especialmente sugerente la propuesta de generar redes de apoyo y empoderamiento común para construir la seguridad en colectivo. Devolver la capacidad de agencia a unas mujeres que dejan de estar anuladas por la victimización, pero también tejer comunidad para que la respuesta no esté atomizada ni sacrifique sistemáticamente las libertades y la seguridad de otros en una transmutación de desigualdades.
Para terminar, una última curiosidad respecto a las encuestas: las mujeres que tendían a proponer las soluciones más securitarias (y a hablar en términos de “locos”) solían estar alejadas del feminismo. Aunque viniesen de distintos estratos socioeconómicos y tuviesen distintos niveles educativos, las mujeres con más conciencia feminista parecían más creativas a la hora de pensar soluciones posibles. El feminismo está consiguiendo ampliar un horizonte de posibilidades alimentando un imaginario de lo posible que, quizás, nos permitirá abordar el problema de la seguridad urbana sin caer en la trampa de hacer políticas de seguridad sacrificando la seguridad de la mayoría.
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Lionel S. Delgado-Ontivero es doctorando de Sociología en la Universitat de Barcelona.
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