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Como mi abuelo no mató a nadie, cosa que no le perdono, no tengo título nobiliario. Para tener un título de los de verdad (no como los de Mick Jagger o Vargas Llosa), alguno de tus antepasados (más lejanos o más cercanos) tiene que haber matado algo: personas, osos, elefantes, unos cuantos canarios... No se trataba de quitar la vida de cualquier forma, sino cumpliendo estas dos premisas: que se matara sin una clara finalidad práctica como quien esparce cardamomo en el gin tonic, y que se hiciera con lealtad ciega a un señor con capa de terciopelo, que era el que custodiaba el stock de marquesados y ducados y condados. Pero no caigamos en la parcialidad ni en el resentimiento de clase: no siempre tenían por qué matar, también se podía ser compadrísimo del tirano del momento y haber declamado vivas con los pulmones inflamados como bolsas de gaita.
El caso es que Carmen Martínez-Bordiú Franco quiere que el Estado le imponga la etiqueta Duquesa de Franco con Grandeza de España que ostentaba su madre hasta diciembre. En esa fecha se murió la mujer, es de suponer que por la patria; o al menos por esa patria de 500 millones de euros que traía acumulada. A Carmencita la distinción se la otorgó Juan Carlos I por ser hija de un señor que mató mucho, tanto personas como truchas o perdices. Este señor, por lo demás adicto a la fanta, también concedió reconocimientos aristocráticos a un buen saco de criminales para resaltar sus acciones heroicas en la cruzada nacional: Marquesado de Queipo del Llano o de San Leonardo de Yagüe... Los gobiernos democráticos ucedistas, socialistas y populares han venido permitiendo que algunas de estas canonizaciones fueran heredadas por hijos y nietos de fascistas.
Hay que concederle a Martínez-Bordiú Franco la distinción que reclama porque es la prueba más fresca de la estafa que se esconde detrás de toda señal de alcurnia. Darle el Ducado es, de hecho, un imperativo democrático. Los Franco demuestran que la nobleza no es, como nos contaban de niños (Disney mediante), la confirmación oficial de una dignidad sanguínea y de una excelencia genética. Funciona, de hecho, al revés. Se impone el título y luego se inventa la virtud. La diferencia entre la nobleza franquista y otras Grandezas es que, en los otros casos, la etiqueta viene de tan antiguo que el absurdo que la motivó ha quedado completamente desleído.
Querer traducir los privilegios impuestos por la fuerza en características personales del poderoso nos lleva de cabeza al esperpento. Así puede rastrearse en Franco. El caudillo se iba a pescar al río Mandeo. José Manso el Lindrín, guarda de aquel tramo de ribera, contó en el año 2000 al periodista Pablo González que quince días antes de que acudiera don Paco a echar la caña, se acotaba el río y no se permitía pescar a nadie más. El dictador acababa pescando con el mismo umbral de incertidumbre que el cocinero de un restaurante agarrando una langosta del acuario.
En otra ocasión, cuentan que quiso cazar un oso que andaba por Riaño: lo subieron al monte y lo sentaron en una silla (a Franco, no al oso). Cuando apareció el mamífero, el caudillo disparó y falló. El oso, en vez de volver para recibir un tiro, salió huyendo el muy masón. Estos contratiempos no impedían que circulara por toda la península la leyenda de la pericia del caudillo con el sedal y la escopeta. No obstante, el mayor acto de nobleza no consistía en capturar o no a los ejemplares; la caza verdadera era otra: que los súbditos trabajaran en prepararle una ilusión y, sabiendo de su falsedad, se admiraran de corazón con sus hazañas. Había en el pueblo un amor hacia los privilegiados que estaba hecho, en realidad, de miedo y alivio: un poderoso contento es un poderoso que no castiga.
Por eso, todo lo que provenga de la sangre de Franco debería recibir algún tipo de reconocimiento medieval. Los títulos nobiliarios, al final, en casos de herencia acumulada, son algo así como un certificado de minusvalía y muchos contactos... Lo de los 500 millones que acumuló la familia gracias a 40 años de dictadura y otros 40 de complicidad del Estado democrático es, en cambio, una cuestión de la que no sé muy bien cómo mofarme.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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