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Tribuna

Cuidarnos al recordar: la memoria como un bien común

Cualquier proceso político que busca impulsar avances democráticos y situar el cuidado de la gente en el centro de sus políticas públicas son procesos que no pueden dejar de realizar una política de la memoria

Marcelo Expósito 11/04/2018

<p>Exhumación de cuatro fosas individuales en el cementerio de Guadalajara. </p>

Exhumación de cuatro fosas individuales en el cementerio de Guadalajara. 

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Intervención en las Jornadas de cultura con memoria, UMET (Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo), Buenos Aires, 27 de marzo de 2018.

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Agradezco la invitación a estas jornadas para hablar en Buenos Aires sobre memoria y cultura. Se trata también de un encargo complicado de ejecutar, porque ¿qué podría explicar precisamente un español en la Argentina sobre polìticas de memoria, visto el déficit que nuestro país arrastra tanto a la hora de revelar la verdad de los crímenes de Estado sucedidos en el siglo pasado, como en la obligación que nuestro Estado y nuestra sociedad tendrían de aplicar justicia y ejercer la reparación tras conocerse esa verdad? Como sabréis, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) ha justificado la existencia de más de 100.000 desaparecidos por crímenes del franquismo cometidos durante la Guerra Civil y los primeros años de la dictadura. Las ARMH han inventado una herramienta potentísima de acción directa que consiste en la localización y la exhumación de tumbas, al igual que los organismos de derechos humanos en la Argentina produjeron invenciones formidables como las rondas y los pañuelos de las Madres o los escraches de los hijos e hijas de desaparecidos contra los genocidas impunes. Establecer comparaciones entre la Argentina y España resulta tentador, porque existen paralelismos evidentes. El bloqueo a la hora de ejercer justicia sobre los crímenes del franquismo viene impuesto por la Ley de Amnistía de 1977 que tendría que ser reconsiderada, de la misma manera que lo fueron las leyes de amnistía y punto final de la Argentina, en aquellos aspectos que prohíben juzgar crímenes de lesa humanidad. Y me gustaría mencionar también otra coincidencia menos conocida, que está justamente en el origen del movimiento reciente para la recuperación de la memoria histórica en España. Cuando Emilio Silva decidió en el año 2000 afrontar la exhumación de la fosa común colectiva donde se encontraba enterrado su abuelo en la provincia de León, comenzó por llamar la atención mediante un artículo en un diario local, que tituló “Mi abuelo también fue un desaparecido”. Hay dos aspectos importantes que merece la pena comentar ahora sobre este artículo. El primero es el hecho de que fuera publicado en el ambiente posterior a la orden de detención internacional emitida por el juez Baltasar Garzón contra el dictador Augusto Pinochet, que provocó su encarcelamiento momentáneo en Londres. A Emilio le parecía contradictorio que la opinión pública española celebrara la posibilidad de que Pinochet fuera juzgado mediante la intervención de la justicia española, apelando al principio de justicia universal, mientras que miles de desaparecidos españoles como su abuelo permanecían enterrados sin identificar en cunetas o campos de todo el país. El segundo aspecto interesante, es el hecho mismo de que Emilio decidiera calificar a su abuelo de “desaparecido”, reclamando para el caso toda la carga política y simbólica que conllevaba la utilización de ese término por los organismos de derechos humanos en la Argentina.

Por lo tanto, los paralelismos existen y, como decía, resulta una tentación centrar mi intervención en subrayarlos. Pero el estado de las políticas de memoria y justicia en España no se encuentra ni de lejos a la altura que han alcanzado en Argentina. Por este motivo voy a intentar más bien dibujar unas pocas ideas evitando los detalles conocidos o más obvios, a la hora de reflexionar, no tanto sobre las relaciones entre cultura y memoria, sino más bien sobre algunas características relevantes que tiene en un sentido profundo la construcción de una cultura de la memoria.

La relación entre arte, cultura y memoria fue precisamente el motivo que me trajo a la Argentina por primera vez hace casi quince años, convocado por muchas personas con quienes compartía intereses artísticos y políticos, colectivos que colaboraban en la realización de los escraches con la agrupación H.I.J.O.S, como es el caso del Grupo de Arte Callejero o el colectivo Etcétera en Buenos Aires, o el grupo Arte en la Kalle en Rosario; u otros que desde los años noventa, y por supuesto después de la crisis de 2001, venían señalando la gravedad de las políticas neoliberales o planteaban de una manera valiente reivindicaciones feministas, como Costuras Urbanas en Córdoba o Mujeres Públicas también aquí. Muchas de estas personas han acabado conformando mi familia en este país, con quienes he compartido momentos felices y quienes me han cuidado en otros periodos no tan buenos. Quiero aprovechar este acto público para daros las gracias, no solamente por haceros un reconocimiento personal, sino también porque una de las reflexiones que me gustaría compartir hoy es precisamente algo que he aprendido aquí en la Argentina, y es la relación entre cultura de la memoria y políticas del cuidado. Voy a explicarlo en dos sentidos.

En primer lugar, todos los movimientos sociales que han resultado más relevantes históricamente, aquellos que no solamente han planteado reivindicaciones contundentes sino que han producido además empoderamiento colectivo mediante procesos sociales sostenidos, han sido movimientos que, antes incluso que sus reclamaciones o de manera indisociable de las mismas, se han configurado como espacios de apoyo mutuo. Desde movimientos históricos globales como los movimientos de liberación de la mujer y los movimientos feministas, hasta movimientos como Act Up frente a la crisis del SIDA en Estados Unidos desde los años ochenta o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) contra la crisis habitacional reciente en España, comparten esta característica con los organismos de derechos humanos que surgen frente a los crímenes de Estado en la última dictadura cívico-militar en Argentina y el movimiento por la recuperación de la memoria histórica en España. Son espacios donde los sujetos dañados se dan a sí mismos el calor del cuidado mutuo. Las víctimas aprenden a reconocerse como comunidad, superan la vivencia aislada de la marginalización o del dolor para identificar de dónde surge el daño que les afecta. Es desde ese reconocimiento que se constituyen como plataformas de reivindicación política. Pero su fortaleza y su continuidad en el tiempo se apoyan fundamentalmente en esa condición de espacios donde los sujetos afligidos, que por algún motivo han sido abandonados a su suerte después de haber sido golpeados, se dotan a sí mismos de un entorno cuidador. En los movimientos dedicados a recuperar la memoria, esa característica del cuidado resulta aún más acentuada porque se extiende hacia atrás en el tiempo. No solamente cuidamos de nosotros y de nosotras en el presente, sino que también rescatamos del olvido a quienes han sufrido de manera más pavorosa el crimen, la desaparición, el asesinato o la tortura ejecutadas por el Estado. Creo que podemos apreciar en esta política de la memoria un gesto profundamente cuidador.

Pero me parece también, en segundo lugar, que, de la misma manera, cualquier proceso político que busca impulsar avances democráticos, más aún los procesos políticos que alcanzan a ejercer el gobierno, en la medida en que sitúan el cuidado de la gente en el centro de sus políticas públicas, son procesos que no pueden dejar de realizar una política de la memoria. Sobre todo, claro está, en países como los nuestros donde la construcción de una democracia basada en la justicia social, se ve lastrada por el peso histórico de regímenes dictatoriales que han practicado el crimen de Estado. Si nuestras democracias imperfectas lo son porque nuestras sociedades han sido antes heridas gravemente por la violencia de Estado, entonces no podremos avanzar en que nuestras democracias cuiden del conjunto de la ciudadanía —en lugar de servir a los intereses de unos pocos— si no nos dotamos colectivamente de espacios donde entender que los problemas que hoy sufrimos tienen también su origen en un daño que ha sido infligido previamente a sujetos particulares, pero también en definitiva a toda la comunidad en su conjunto. A la inversa que mi proposición anterior, que una política de la memoria es una política del cuidado, me parece también que una política cuidadora, en nuestras sociedades dañadas por el neoliberalismo con un pasado dictatorial, no puede renunciar a incorporar una política de la memoria.

Quiero plantear ahora también una idea que va en contra de cierto lugar común, el que habla de la oposición entre memoria y olvido. Nuestra lucha no se ejerce tanto entre la memoria y el olvido, sino más bien entre diferentes formas que una sociedad tiene de recordar. No existe nada semejante a una sociedad completamente amnésica. Esa distopía de una sociedad que vive completamente en el presente no se verifica en la práctica. Todas las sociedades se basan en algún tipo de memoria que se convierte en su historia. Cuando se nos exige “olvidar” por el bien de la reconciliación, por la necesidad de pasar página, porque no conviene reabrir heridas, para poder avanzar hacia el futuro sin quedar anclados en el pasado, etc., se nos está lanzando violentamente al centro de una disputa sobre quién tiene derecho a recordar qué. Y nos vemos así envueltos en una disputa colectiva sobre qué memorias singulares merecen elevarse al carácter de memoria pública. No se pide que la sociedad olvide, sino que una mayoría exige a unos pocos que se guarden en el ámbito privado el daño que se les ha infligido, supuestamente por el bien de todos. Hay algo extremadamente agresivo en esa imposición que no solamente violenta por segunda vez a una parte dañada del nosotros, sino que impide en última instancia que la sociedad como tal se instituya como una comunidad política basada en la justicia.

Voy a ilustrar esta idea con un ejemplo. El Ajuntament de Barcelona, donde Barcelona En Comú gobierna desde 2015, acaba de retirar de una plaza pública la estatua de Antonio López, un empresario del siglo XIX que, como otros en su época, hizo fortuna, entre otros negocios, con el comercio de esclavos. Nuestro gobierno municipal quiere someter a deliberación pública qué nombre ha de sustituir al de Antonio López en la plaza donde se situaba su estatua, y probablemente ganará el nombre de Idrissa Diallo. Idrissa, y es importante mencionar su nombre en este debate, fue un guineano que murió el 5 de enero de 2012 mientras se encontraba detenido en el Centro de Internamiento de Emigrantes de la Zona Franca de Barcelona. Como sabéis, los CIE son una de las grandes infamias que cometen actualmente tanto el Gobierno de España como una Europa que contradice con estos campos de concentración sus principios fundacionales. La cuestión es que el cuerpo de Idrissa estuvo desaparecido durante años, en paradero desconocido, sin ni siquiera haberse comunicado la muerte a sus familiares en África, hasta que las organizaciones sociales lo encontraron en una tumba anónima del cementerio de Montjuich en Barcelona. Localizaron su paredero poco antes de que fuera exhumado y enterrado de nuevo en una fosa común, donde con toda seguridad su cuerpo no podría haber sido identificado jamás.

Creo que el debate institucional y público en torno a la retirada de la estatua de Antonio López y cómo rebautizar esa plaza ilustra muy bien algunas dimensiones muy importantes de los asuntos que estamos tratando. La estatua de Antonio López da cuerpo perfectamente a esa idea de Walter Benjamin por la cual todo documento de la cultura es también un documento de la barbarie. Esto me lo recordaba hace unos días Gerardo Pisarello, nuestro Primer Teniente de Alcaldía del Ajuntament de Barcelona, que como sabéis nació en la Argentina y su padre fue primero desaparecido y después asesinado por la dictadura. Porque Antonio López fue no sólo un negrero, sino también un filántropo, y una parte del espesor de la cultura burguesa en nuestra ciudad se debe a su patrocinio. Algunos líderes políticos de la oposición y algunos opinólogos de los medios de comunicación apuntan a esta circunstancia para desautorizar nuestra decisión de retirar la escultura y el nombre de Antonio López del espacio público, alegando que, de la misma manera, se tendría que renombrar gran parte del callejero y borrar de la señalización urbana de la ciudad todo su pasado burgués. Se trata de un argumento por reducción al absurdo que resulta manipulador, en el siguiente sentido. Lo que está en juego no es tanto la coherencia sobre cómo uniformizar la memoria en el espacio público de la ciudad. Debemos evitar que nuestro debate se sitúe en ese marco engañoso. Se trata más bien de visibilizar con un gesto firme cómo parte de la historia que hasta ahora hemos considerado “nuestra” se origina en un crimen. Imponer un blindaje sobre esa memoria significa ni más ni menos que naturalizar la barbarie de la que nuestra sociedad también proviene. La decisión de nuestro gobierno municipal busca mostrar que hay memorias en conflicto, y que hay momentos históricos, como el actual, en el que un proyecto político para profundizar la democracia tiene que plantear abiertamente qué otras memorias tienen derecho a constituirse también en historia. Pero esa reconsideración no puede tener lugar sin disputa, porque no se trata solamente de que nuevos recuerdos se incorporen a una historia que ya está naturalizada de una vez por todas. Se trata por el contrario de  que hay memorias que no surgen solamente para ser reconocidas reubicándolas en un rincón de la historia sin que el conjunto cambie. Por la autoridad con la que surgen o por la gravedad que conllevan, hay memorias que nos interpelan de una manera mucho más perturbadora, exigen replantearnos esa historia misma que anteriormente las hizo desaparecer.

Estela de Carloto dijo en el hermoso acto de ayer en esta universidad que la palabra memoria por sí misma es demasiado vaga, necesita adjetivarse o acompañarse de algún otro sustantivo, por ejemplo: justicia. En España, en este orden de cosas, ahora que sigue creciendo el trabajo por la recuperación de la memoria histórica, nos encontramos en una encrucijada. En el caso de seguir recuperando a nuestros desaparecidos, ¿vamos a limitarnos a colocar algunas placas en lugares públicos para que sus familias puedan realizar su duelo privado y dar así carpetazo al pasado? ¿Pensamos que, cuando los desaparecidos reaparezcan, podemos o nos merecemos disfrutar de la misma tranquilidad en la que vivíamos cuando los ignorábamos? ¿O vamos a hacernos cargo de la escala estremecedora de esos crímenes de Estado y de su continuidad en el tiempo por no haber sido todavía esclarecidos en su dimensión abrumadora? Mi opinión es que debemos afrontar el hecho de que la reaparición de las víctimas del franquismo exige justicia y reparación, lo que inevitablemente pone en cuestión cómo se ha construido una memoria pública que justamente contribuía a desaparecerlos por segunda vez al borrarlos de la historia de nuestra democracia.

Naturalmente que no debemos erradicar del espacio público de la ciudad de Barcelona todos los signos de su pasado burgués. Pero si nos consideramos un proyecto político que está por ampliar los márgenes de la justicia en nuestra democracia, estamos obligados a ejercer algún gesto enérgico que constituya un reconocimiento a quienes sufrieron en el pasado para que la ciudad fuera erigida. A ejecutar un acto de reparación para las memorias que hasta ahora no han merecido formar parte de la historia. Debemos asimismo señalar cómo la injusticia que se sitúa en el origen de nuestra sociedad tiene continuidad en las nuevas políticas que provocan el dolor e incluso la muerte o la desaparición, porque sólo así podremos evitar que ese pasado de injusticia se naturalice hasta el grado de justificar de nuevo tácitamente el crimen de Estado en el presente. Resignificar esa plaza de Antonio López con el nombre de Idrissa Diallo, creo que tendría incluso otra virtud: reconocer con justicia el trabajo de sociedad civil que desde abajo ha realizado la proeza de localizar un cuerpo desaparecido, y dejar una señal de ese reconocimiento en la propia configuración simbólica de la ciudad. En este sentido, como ya he dicho, la memoria de la injusticia y su reparación rompen con la idea de que el pasado está cerrado de una vez por todas. El debate de cómo resignificar esa plaza reactiva precisamente un vínculo entre el pasado y el futuro que no es lineal, sino que convierte ese espacio público en un lugar donde reverberan memorias del pasado diferentes, diversas visiones del futuro y políticas sobre el presente que están en conflicto.

Antes de cerrar este punto quiero aclarar algo. Yo creo que los individuos y los colectivos, y también las sociedades, tienen también algo así como un derecho a olvidar. Nadie puede vivir eternamente instalado en la rememoración de un daño. Los procesos de duelo, el trabajo de elaboración del trauma, sabemos que necesitan de un cierre. Pero superar la continuidad de un dolor de esta índole requiere precisamente de su reconocimiento colectivo. Exige que reconozcamos como sociedad que ha existido un crimen que nos afecta colectivamente, hasta el punto de asumir el convertirlo en memoria pública por encima de los procesos individuales de quienes han sido directamente afectados como víctimas. El dolor de las víctimas, su trauma y sus procesos de duelo, son intransferibles. Nadie puede suplantar a una víctima. Pero el reconocimiento colectivo de que hubo víctimas como resultado de un crimen ejercido en nombre del Estado o en nombre de la sociedad misma, es imprescindible para nuestro fortalecimiento como comunidades políticas y para avanzar como sociedades democráticas basadas en la justicia.

Voy acabando con una última idea, la que tengo menos perfilada, pero quiero lanzarla intuitivamente ligándola al principio de mi intervención. Eli Gómez Alcorta, la abogada de derecho humanos que participó también en el acto de ayer, dibujó una idea preciosa en torno a cómo deberíamos interpretar los movimientos por la memoria en la Argentina vinculándolos a la historia de los movimientos feministas, por la presencia enorme de mujeres en los organismos de derechos humanos, principalmente madres, abuelas e hijas de personas desaparecidas. No tengo ya tiempo de comprometerme mucho en esta propuesta, pero sí quiero mencionar en relación con la misma un debate que ahora tenemos en España a propósito de cómo la urgencia de situar a la gente en el centro de las políticas públicas, por causa de la crisis, significa en realidad ejercer políticas públicas cuidadoras. (Nuestro alcalde de Zaragoza, Pedro Santisteve, llama precisamente a las ciudades del cambio, donde gobiernan alcaldes y alcaldesas de nuestras candidaturas ciudadanas,  “ciudades cuidadoras”.) Todo ello implica inevitablemente replantearse también las formas mismas de hacer política en las instituciones y en nuestras organizaciones. En muchas ocasiones, estas preocupaciones vienen englobadas bajo la imagen de “feminizar la política”. Una compañera española que ha aportado mucho a esta discusión, María Eugenia Rodríguez Palop, vincula estas reflexiones a otro debate, el de la reconstrucción de los bienes comunes tras la devastación neoliberal de nuestras sociedades. ¿No resulta sugerente el pensar las resonancias que existen dentro de esta constelación de imágenes y conceptos? Las políticas por la memoria de las víctimas de la injusticia, la presencia enorme de mujeres en los movimientos sociales cuidadores, la feminización de la política, la recuperación de la memoria como una política del cuidado, la politización misma de los cuidados, y todo ello apremiado por la urgencia de superar las crisis económicas e institucionales que venimos sufriendo, exige ni más ni menos que reconstruir nuestras comunidades políticas bajo el principio de los bienes comunes. Cuando vine por primera vez a la Argentina, los amigos y amigas de H.I.J.O.S. me explicaron que la práctica del escrache no consistía solamente en señalar públicamente a un genocida hasta entonces anónimo. El escrache se debía organizar en los barrios de la ciudad de tal manera que recompusiera los lazos de solidaridad y el tejido social que la dictadura primero y el neoliberalismo después habían destruido...

¿Se podría considerar la cultura de la memoria como la producción de un bien común? La memoria como un bien común que no heredamos sencillamente del pasado porque el acto de reconstruirla y ponerla en valor se produce siempre en el presente, y que constituye un bien a preservar por respeto a quienes nos antecedieron tanto como por responsabilidad con quienes nos suceden. La memoria, como el agua, como el aire, como el conocimiento que surge de la inteligencia colectiva, como la reproducción de la comunidad política situando el cuidado de la vida en el centro, como un bien común que es de todos pero no puede ser parcelado sólo por algunos porque no es en particular de nadie.

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Marcelo Expósito es diputado de En Comú Podem en el Congreso.

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Marcelo Expósito

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