La memoria en los huesos
Sobre la mesa de autopsias del cementerio de Guadalajara, los esqueletos, las calaveras agujereadas de los fusilados republicanos cuentan su historia
Cristina Fallarás Guadalajara , 31/05/2017
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“Franco murió y ha continuado durante 40 años más. La gente no lo ve como un criminal, a lo sumo como una vergüenza familiar… como un embarazo no deseado. Para mí es una de las vergüenzas más grandes de Europa. ¡Estamos hablando de un país civilizado de Europa occidental! Vienen millones de turistas al año aquí y creen que hay muchas cosas modernas, pero aquí, por debajo, hay algo que yo he visto en Ruanda. Y nadie quiere hablar de ello. Me parece increíble. ¡Increíble, único!”.
Larry Owens, forense británico, voluntario en las exhumaciones de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en el Cementerio de Guadalajara.
La memoria
Sentada en una banqueta que le han colocado a la sombra de un toldillo, Ascensión Mendieta recuerda la primera vez que su madre, María Ibarra, su hermana Paz y ella se acercaron al Ayuntamiento de Guadalajara a reclamar los huesos de su padre, fusilado el 16 de noviembre de 1939. “Uy, eso, eso es historia ya, nos dijo un señor de la oficina… sí, así nos lo dijo”. A su derecha, la fosa número 1 guarda en su vientre el último fusilado por exhumar, allá abajo, cuatro metros hacia la oscura entraña. Si Ascensión se asomara, vería cómo el esqueleto llamado “Individuo 24” muestra ya su descarnada mitad superior.
Una joven arqueóloga recorre el contorno de la fosa con una brocha gorda de pintor. El sol de finales de mayo pica a las 6 de la tarde. La chica no lo sabe, pero antes de que pasen 15 horas, una forense llamada Shelley Jones y llegada de Londres introducirá el dedo índice de su mano derecha enguantado en látex azul por el orificio que dejó la bala en la parte posterior de ese cráneo por el que pasa la brocha. Agujeros en la tierra, agujeros en los cráneos, agujeros de bala en los muros, agujeros en la memoria. Piedra pómez.
Ascensión es una mujer menuda y clara. Su elegancia de hilo blanco soleado parece inquebrantable. Su voluntad de dar con los huesos de su padre no lo parece: es inquebrantable. “Mi hermana se llamaba Paz, Paz Mendieta Ibarra. Pobrecita mi hermana, murió hace cinco años. Murió con la pena de no ver a mi padre. Hemos venido mucho aquí, hemos ido a todos los sitios”. Un día su hermana le dijo: “Yo tengo ahorrados más o menos dos millones [de pesetas]”. Ascensión le contestó que ella no tanto, pero que algo había. Tiempo después, hace hoy cuatro años, voló a Argentina, cumplió 88 en el avión, consiguió allí conmover a una jueza y que le diera lo que no recibía en España, el permiso para buscar a su padre en fosas, entre huesos. El año pasado los buscaron en la fosa número 2 del Cementerio de Guadalajara. No estaban allí. Hoy, los cuerpos de la fosa número 1 acaban de salir.
Agujeros en la tierra, agujeros en los cráneos, agujeros de bala en los muros, agujeros en la memoria. Piedra pómez
“Sentí mucha alegría entonces, me vine de Argentina con mucha esperanza”, murmura para sí. “Yo qué sé la esperanza, yo qué sé lo que pasará, doy las gracias a todo el mundo…”.
Ascensión responde a las muestras de reconocimiento. Ella es el eje que vertebra una nueva búsqueda. No de los huesos de su padre, junto a los que quiere descansar, no solo. Esa mujer diminuta ya entrada en los noventa se ha convertido en la protagonista de una historia que ya no es la Historia. Su fragilidad ha abierto una grieta imparable en el plomo del silencio. Aquellos que no tenían un relato al que agarrarse ya lo tienen. A los fusilados republicanos los mataron dos veces: una vez, de un tiro; otra vez, imponiendo el silencio. Vivir en la memoria es una forma de existencia.
Todo lo hurtado por el miedo, los pactos de la vergüenza, las instituciones españolas, los sucesivos gobiernos y los medios de comunicación, todo agoniza a los pies de Ascensión, bajo la banqueta que alguien le ha puesto junto a la fosa número 1, de donde empiezan a sacar los huesos del último fusilado, el Individuo 24.
Los huesos
Sobre una bandeja rosa de plástico, un cuenco rojo también de plástico, y dentro del cuenco, una calavera remendada con decenas de parchecillos de cinta adhesiva. Le falta parte del maxilar superior, del que conserva un trozo con un incisivo, canino y tres molares. La mitad de la mandíbula descansa en la bandeja, junto a un puñado de dientes.
En la sala de autopsias del Cementerio de Guadalajara trabajan cuatro forenses llegados de Inglaterra. Larry Owens, el jefe del equipo, dos metros de hombre joven, enérgico, se inclina con la cámara sobre un cráneo. “Estoy fotografiando traumas”, rebufa, “al menos este tiene solo un disparo”. Parece que va a echarse a gruñir. Han venido a hablar con los huesos a un país que lleva 40 años de democracia sin querer oírlos.
Pero los huesos hablan.
Los forenses recuerdan uno de los esqueletos exhumados en la Fosa 1. Tenía 25 fracturas de costilla. El ser humano tiene 24 costillas. Hace falta mucha saña para 25 fracturas de costilla. No se trata de una paliza, ni siquiera de una sola sesión de tortura. “Le pegaron durante meses seguidos con ganas”, explica Owens. “Tenía fracturas medio curadas y sobre ellas otras nuevas, partidas de nuevo, y fracturas en las vértebras, en el codo derecho, en las piernas. Todo fracturado, todo desastre. Hay que recordar que utilizaban este tipo de política para su venganza personal. ¿Murió esta persona? No. Lo dejaron ahí en la cárcel y volvieron de vez en cuando y le pegaron, y le pegaron, y le pegaron… y lo mataron”.
El Individuo 22
El hombrón apoya la mano en la parte superior del cráneo que está fotografiando: “Era un individuo muy normal, un hombre más. Había perdido ya varios de sus dientes a sus 35 años, me temo que mucha azúcar. Los españoles comen demasiada azúcar. Aparte de eso, era alto, sobre todo para esa época, más o menos 1,75. Era muy fuerte, se puede ver que los músculos eran muy grandes. No era siniestro, era amplio. Durante su vida, alguien se había peleado con él, y le fracturó la nariz. Pesaba unos 80 kilos. Los demás, en general, tienen más señales de tortura prolongada que él. Quizás sea porque era muy grande y le tenían miedo. Lo sacaron un día, pusieron una pistola de bala pequeña al lado izquierdo de la cabeza y lo mataron. Era tan fuerte y su hueso del cráneo era tan grueso que, al contrario de lo que pasa con otros individuos, la bala ni pudo expulsar el fragmento de hueso de salida. Era un tipo con buena salud, que podría haber ayudado mucho a su país, pero… se acabó”.
Cuando un forense habla con los huesos y ve al hombre, dan ganas de preguntarle si besaba mucho, su forma de abrazar, cómo bailaba en las fiestas de su pueblo, con quién se iba a los huertos. ¿Qué más puede ver?
Era tan fuerte y su hueso del cráneo era tan grueso que, al contrario de lo que pasa con otros individuos, la bala ni pudo expulsar el fragmento de hueso de salida
“Veo muchas cosas a las que España debería mirar y no lo hace. Veo a un hombre… ¡Era un hombre! Pero la gente acostumbra a pensar ‘Oh, no, no hay que pensar en eso, no hay que molestar a los muertos, porque al fin y al cabo son historia…’. ¡No! Sí hay que molestar a los muertos, sí hay que verlos. El problema es que la mayoría de gente no se ha enfrentado a la violencia de esto, no sabe realmente lo que significa. Estas personas no eran soldados, no eran guerreros, eran muy normales, vivían en sus casas, tenían sus trabajos y llegó un día el ejército, o quien fuera, los sacaron, y los mataron, y los dejaron aquí… y nadie ha asumido esa responsabilidad durante 80 años. Eso es lo que veo”.
Mirar a nuestros muertos, escuchar lo que cuentan sus huesos.
Y Owens, que ha pasado por Ruanda, Zimbabue, Sudáfrica, Perú, Bolivia, Chile, Israel o Egipto, se revuelve contra lo que ve en Guadalajara, no da crédito. Eso cuentan los huesos.
El Individuo 23
En la salita contigua, sobre los huesos pulcramente ordenados del Individuo 23, Tatiana Bleming conversa con lo que fue un hombre en la treintena. Con él no se ensañaron, pero le dieron dos tiros finales. Uno le reventó las cervicales 5 y 6, el otro le cruzó el cráneo. “Todo esto que estoy viendo me parece muy violento. Prácticamente todos los esqueletos que estamos sacando tienen heridas de bala. La mayoría, además, tiene otras fracturas, no podemos determinar si fueron justo antes de la muerte o todavía cuando estaban en la cárcel”.
Bleming lleva solo tres años hablando con huesos. “Como dice Larry, los huesos no mienten. Tú puedes enterrar a alguien con artefactos u objetos valiosos, y dar una imagen totalmente falsa. Es luego, al mirar a los huesos, cuando sabes sexo, edad, estatura, enfermedades, dieta, origen…”.
El Individuo 21
Junto a Tatiana, Adam pasa el dedo índice por uno de los extremos de la clavícula e indica que aún es rugoso. Después repasa el coxis, los dientes y las vértebras y concluye: “Estamos ante un veinteañero. Seguramente cumplidos los 25”.
“Veo muchas cosas a las que España debería mirar y no lo hace. Veo a un hombre… ¡Era un hombre!
Adam Burr es un veterano de sesenta y muchos con cara luminosa, que lleva más de 15 años tratando con huesos. “En cuanto al trauma”, explica con serenidad, “lo que normalmente hemos estado viendo son disparos a la cabeza. Uno o dos, en general. Pero este individuo es peculiar, porque no tiene ninguno. Entonces nos preguntamos ¿dónde puede estar la muerte? Cuando estuve ordenando las vértebras, de repente encontré que las cervicales 3 y 4, situadas en el cuello, estaban destrozadas. Y aquí está la mandíbula”.
El hombre muestra las dos partes en las que está dividida la mandíbula, las toma y las junta. Cuando casan, en el centro, justo en medio de la barbilla, aparece un agujero perfecto menor que una canica.
Entonces, agarra con la mano izquierda la mandíbula ya unida, se la sitúa frente a la cara como quien coge del mentón el rostro que va a besar, coloca la derecha en forma de pistola y, “pum”, dispara. “Fue un tiro en la cara, en la mandíbula, que entró por el mentón y salió por el cuello. El disparo entra limpio, de ahí este agujero, pero sale abriendo el destrozo. Es algo difícil de ver, pero aquí está y es lo que es. Y no hay ningún otro trauma en ningún otro sitio. O sea, que aquí tenemos a un joven al que alguien miró a los ojos y disparó a la cara”.
Si le preguntas qué ha visto en las exhumaciones del Cementerio de Guadalajara, responde: “He visto un montón de asesinatos. Es todo lo que puedo decir. Muchos asesinatos”. Es el único momento en el que una sombra cubre la luz de su cara.
El Individuo 24
“Este es el último individuo que salió de la Fosa 1”, relata Shelley Jones. “Los huesos están todavía húmedos de la tierra. Estamos intentando retirar el barro de manera que podamos limpiarlos”.
No es fácil en este caso ver alguna patología o herida. Los huesos están cubiertos de barro y rudimentariamente envueltos en papel de periódico. Tampoco es fácil limpiarlos. “Son demasiado frágiles, explica Jones, “algunos secan rápido, a las vértebras les cuesta más”.
La joven forense peina dos trenzas rubias. Saca la calavera de su papel de periódico y la agarra con las palmas de ambas manos como una madre levantaría a su bebé. Con los dedos, suavemente, va retirando el barro, que ya empieza a secarse. Dice que seguramente va a encontrar un agujero de entrada de bala en la base del cráneo, por donde va pasando los dos pulgares con mimo. Caen pedacitos de barro y de repente, ahí está.
Lleva guantes azules de látex. Introduce su dedo índice por el agujero de bala que acaba de aparecer. Tiene los dedos finos. Si el dedo índice fuera un poco más grueso, no cabría. Una vez encontrado el agujero de entrada, da la vuelta a la calavera y ahí, en el extremo opuesto, aparece el destrozo de salida de la bala.
Nada más cuenta, por ahora, el último hombre extraído de la fosa número 1, aquel que descansaba en el fondo mientras los restos del silencio agonizaban a los pies de Ascensión Mendieta, sentada en su banquetilla. Romper el silencio es reparar la segunda muerte, dar una vida a los asesinados.
René Pacheco
Un veinteañero a quien alguien disparó mirándole a los ojos, un hombretón cuyo cráneo ni la bala pudo destrozar, un torturado molido durante meses y vuelto a moler, el hombre joven que recibió un tiro en el cuello y otro en la cabeza, quién sabe si por falta de pericia del asesino o simplemente por saña.
Eso cuentan los huesos que no queremos oír.
René Pacheco es el arqueólogo de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) al frente de las exhumaciones en el Cementerio de Guadalajara. El primer hueso con el que dio fue una costilla de cabra de hace 1,8 millones años, en una cueva de Girona. Su primer contacto con la violencia de la memoria, dos personas enterradas en una viña al lado de una carretera de León. Corría noviembre de 2008, y desde entonces sigue. Resulta inevitable preguntarle si todavía, como aquel día, llora. “Uno no deja de llorar con este trabajo nunca. Es muy difícil ver a Ascensión aquí al lado y aguantar”.
Es consciente de la importancia del trabajo que realiza la ARMH en Guadalajara, en términos históricos, y de su proyección futura. Sin embargo, él también insiste en el hombre.
“Uno no deja de llorar con este trabajo nunca. Es muy difícil ver a Ascensión aquí al lado y aguantar”
“Esas personas, las que exhumamos, te están contando qué les pasó en el último momento de sus vidas. Pero también lo que fueron sus vidas en general: esfuerzos, dolores, enfermedades… Lo que hay que hacer es reconstruir sus vidas y mostrar que eran personas como nosotros. Como cuando hoy nos hemos levantado por la mañana… Sales y alguien puede cogerte en algún lugar, secuestrarte, torturarte, matarte… Es importante humanizar a las personas que estamos recuperando, demostrar que eran como cualquiera de nosotros”.
¿Por qué no lo hemos hecho? ¿Por qué no lo hacemos? ¿Por qué no hemos escuchado a los huesos?
“Los 40 años de Dictadura más los 40 de Democracia son 80 años que han pesado sobre la población en muchos sentidos. En el miedo continuado en la población que sí sufrió directamente las consecuencias de la Guerra y la posguerra, y también en el olvido generado a través de la educación, de la sociedad etcétera, el no querer hablar de esto. El miedo es una de nuestras principales dificultades cuando estamos trabajando. Hace que la gente no se atreva a hablar cuando llegas a un pueblo para preguntar dónde están las fosas, quiénes pueden estar en ellas y demás. El miedo te lo encuentras en los familiares, que muchas veces vienen a reclamar y te cuentan que no lo han hecho durante años porque tenían miedo, no solo de lo que dirían sus vecinos, sino de lo que dirían sus propios familiares. El miedo sobre todo de la población en general: ¿Qué pasa si estás abriendo fosas?”.
René Pacheco sabe de qué habla. Aún recuerda la primera vez que le dijo a su madre que iba a exhumar una fosa común de la Guerra Civil. “Lo primero que se le ocurrió decirme fue: ‘René, ¿y no te va a pasar nada?”.
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