En la casa de los mil ‘likes’
Un infiltrado en el decorado de Instagram de Nueva York
Zach Webb (The Baffler) 18/04/2018
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Los habitantes de la ciudad global están viviendo bajo el signo de eventos que invitan a la reflexión y a servicios estéticos, de casas en el Soho y NeueHouses, de “creativos”, de representaciones artísticas extrañas y semicorporativas. Si no vives en un lugar así (aunque te importe el arte), esto no te afecta, hasta que te des cuenta de que la inminente desaparición del Fondo Nacional para las Artes supondrá una drástica reducción de la financiación destinada al arte que se crea lejos de las grandes ciudades estadounidenses.
Si, por el contrario, sí eres un artista en dificultades en una de esas ciudades, esto ya te afecta: los primeros indicios de esta nueva clase creativa equivalen a violentas puñaladas de gentrificación mediante las que los marcatendencias adinerados destripan la labor de los esforzados residentes y de los legítimos artistas, y extraen sus indecorosas entrañas para luego reconvertir ese trabajo en espectáculos estériles que se venden en la dirección en que sople el viento y en locales clandestinos y callejones emergentes a los socialmente ascendentes.
Por supuesto, la hegemonía cultural que ejerce esta clase creativa sobre la ciudad está bien documentada (a vista de pájaro), aunque en raras ocasiones baja a pie de calle. Si bajáramos, encontraríamos –como demostró hace poco Iain Sinclair en Londres– que nuestras ciudades están desapareciendo, cada vez más, en un régimen donde el arte y el capital se mezclan con las redes sociales. Todo esto se superpone sobre la ciudad, al estilo de Pokémon-Go, para despojarla de su existencia física y permitir que el capital inmobiliario fluya tan libremente como un streamingen internet. Lo sólido se funde con la realidad aumentada.
En Nueva York, un extraño club solo para miembros está a la vanguardia de ese mundo aumentado. La Spring Street Social Society es, en una palabra, una “experiencia”, que es posible comprar, y después regurgitar a través de las redes sociales, para adquirir la vie bohème. Más concretamente, en palabras de sus fundadores, la Society es un grupo “que reúne colectivos de personas en lugares inesperados” para organizar “cenas con diversos platos, teatro de inmersión, salones culturales o cualquier otra cosa que soñemos”. Un local para promocionar de forma descarada edificios y bienes de lujo, que cobra por acceder a los restos disecados (y despolitizados) del teatro, las drag queens y el disco; los restos inservibles de la comunidad artística de la ciudad, tanto vieja como nueva.
La Spring Street Social Society ha difundido su ordenado círculo vicioso de gentrificación, de una manera u otra, desde el otoño de 2012, cuando Patrick “el hombre de moda” Janelle (o @aguynamedpatrick para sus casi 460.000 seguidores en Instagram) y Amy Virginia Buchanan comenzaron a coordinar una serie de espectáculos de variedades en el patio trasero de la casa que Janelle tenía en el Soho. En esos días de manualidades, bastaba con “luces colgantes del Home Depot” y “cervezas de dos dólares” para organizar funciones con “cantantes, drag queens, titiriteros, cuentacuentos y malabaristas”. Eso se trataba, en una audaz atribución de originalidad, de un “modelo para crear un nuevo tipo de reunión comunal”, de una “experiencia que tiene lugar durante un preciso instante y luego desaparece para siempre”. Eso si no lo grabas todo para publicarlo luego en Instagram.
Durante los años que siguieron, la Society ensanchó sus horizontes y pasó de las simples cervezas y el vodevil a incluir patrocinios de licores artesanales, menús con diversos platos y música disco decolorada. Este verano pasado, la Society consiguió colmar la gran y singular ambición de generaciones de artistas: abrir una boutique que pregona saleros de 150 dólares, cafeteras francesas de color rosa palo a 120 dólares, incienso a 55 dólares; vamos, lo básico.
Siguiendo las indicaciones, llegué a la esquina de las calles 109ª y 5ª a las siete en punto, y tras alejarme del parque por la parte norte de la calle, encontré una puerta marcada con la cabeza de una cabra. Solo entonces supe que había llegado al lugar donde se encuentra una de las últimas y alocadas empresas que ha acometido la Society: Cena secreta: el musical, una “obra en cinco platos” en la que prometían una profunda comunión “con los intérpretes, a través de un espectáculo extraordinario, entretenido (y quizá un poco emocional) sobre lo que significa ser creativo en Nueva York”. La entrada a este infierno bohemio salió por 200 dólares.
No había contraseña, solo una lista de invitados en un iPad. Me condujeron a una sala de espera con otras veinte personas aproximadamente, a lo que era un espacio apretado de yeso y cemento descubierto; una obra en construcción entregada por una noche a la pompa de los influencers, creativos, curiosos y acoplados de Nueva York. En una esquina bajo un foco había una animada decoración: un ramo de flores y ramas surgiendo de una papelera de metal rodeada por un montón de otoñales hojas muertas sin ningún orden aparente. La papelera ocupaba gran parte del suelo disponible y terminé aplastado contra el límite mutuamente acordado de este ilustre objeto artístico digno de Instagram. Un análisis más exhaustivo reveló que la mayoría de las flores eran falsas.
Finalmente, nos guiaron cual manada hacia un vestíbulo cavernoso con ventanas para que pudiéramos saborear unos cócteles. Algunos intrépidos pioneros sacaron sus móviles y comenzaron a capturar el retablo, pero un rápido vistazo a la oficiosa etiqueta oficial de Instagram para esa noche, #secretsupperthemusical, demostró ser un trabajo de aficionados. Queda mucho por aprender de la Society, que atesora más de veinticinco mil seguidores en Instagram.
Localizados: Janelle y Buchanan, vestidos Instagramáticamente, solicitaron la atención de los asistentes para proponer un brindis introductorio.
El currículo de Janelle es de esos que deslumbra. Cuando residía en Los Ángeles, Janelle “tenía un segundo trabajo representando obras de Shakespeare en diversos escenarios y aceptando pequeños papeles en taquillazos de Hollywood”; en Nueva York, trabajó como diseñador gráfico freelance para Bon Appétit. Ahora, sin embargo, además de sus labores en la Society, es un Instagramer profesional y genera ingresos guiando a su rebaño en la dirección de la buena vida: American Express, Maserati, Prada... Es tan bueno promocionando que ganó la primera edición del premio Instagramer del Año que entrega el Council of Fashion Designers of America y ahora genera, de media, más de 4.500 likes por publicación.
Buchanan, por su parte, es sobre todo una artista de teatro de vanguardia con varias obras a sus espaldas, que se describe a sí misma como una aficionada a la “arquitectura emocional” y a la “gestión cultural”, y que tiene formación académica como payaso.
En conjunto, los dos son especialistas en invocar una vida pretenciosa, que, si algún seguidor la consiguiera, sería como coordinar y producir un anuncio de forma continuada.
Sin embargo, su brindis de esa noche fue sorprendentemente liviano en cuanto a biografía personal.
Janelle aclaró que el espacio en el que todos nosotros, casi exclusivamente blancos, estábamos reunidos iba a ser el futuro hogar del Africa Center, del cual había un modelo a escala tras la barra del bar, que terminaba en la sexta planta más o menos sin indicación alguna de que, en realidad, ya existe un lujoso apartamento diseñado por A.M. Stern ubicado justo en lo más alto. Los apartamentos se terminaron hace años y cuentan con estudios de una habitación cuyo alquiler supera los 3.500 dólares al mes en un barrio donde el sueldo medio ronda los 30.000 dólares anuales; sin embargo, el Africa Center sigue sin estar acabado. No obstante, es una gran amabilidad por su parte acogernos a nosotros para disfrutar de una velada en un hermosísimo “espacio bruto e incompleto”, cuyo vacío poder relacionar con nuestro placer.
Y después: la copa en alto en nuestro honor, los invitados. De entre la multitud, cinco personas se subieron a unas sillas y, como hacen siempre los bohemios, comenzaron a cantar. Así es como conocimos a nuestros sustitutos, los Invitados. Estos actores vivirían la experiencia del Secret Supper en nuestro lugar.
La primera escena comenzó con la conclusión del primer plato (pedazos de pan agrio que pasaban de unos a otros), cuando nosotros, los invitados, habíamos comenzado a presentarnos superficialmente ante nuestros compañeros de mesa, empezando por nuestros trabajos: justicia, gestión de propiedades compartidas o capital privado. Entonces, se hizo un silencio en la habitación cuando los Invitados, distribuidos alrededor del perímetro de la habitación en plataformas elevadas, emprendieron una ronda de preguntas para romper el hielo: ¿cuándo fue la última vez que lloraste? Teniendo sexo, viendo La La Land, esta mañana, todas las mañanas…
Entonces, ¿dónde oíste hablar de la Society? En mi caso, fue el boca a boca. Había escuchado que el pasado verano la Society había celebrado una velada en la casa piloto del bloque de apartamentos diseñado por Zaha Hadid en Chelsea (que vende un ático de tres plantas por 50 millones de dólares) sobre el tema tan consciente y repetido de la “creatividad” en Nueva York, en particular sobre lo que los “artistas” presentes de Nueva York deben a los artistas pasados de Nueva York. Para darle un aura de salón cultural, invitaron a una escritora para que diera una charla.
Lo que pasó es que a su marido (también un artista de cierto renombre) no debió gustarle mucho la evidente supresión de las condiciones previas necesarias para dinamizar una cultura artística que supone celebrar la multiplicación de la gentrificación del espacio físico y estético en la futura segunda casa de un multimillonario, ni la expulsión de los artistas para hacer sitio a precios más altos e influenciadores. También puede que se hubiera tomado alguna copa de más. En cualquier caso, presuntamente lanzó algunos improperios contra la habitación llena de farsantes y luego, en un acto menor de represalia, el pintor de ochenta y dos años le metió un puñetazo en la cara a Janelle.
En lo que respecta a mis compañeros de mesa de Secret Supper, se habían enterado de la existencia de la Society a través de medios más mundanos: la noticia del espectáculo se había difundido (como parte del empuje de la Society por llegar a un público más amplio) más allá del círculo habitual de miembros y suscriptores de la lista de correo, al aparecer en todaytix.com, en Playbill y otros lugares. Esos eran los caminos a través de los cuales mis compañeros de mesa habían llegado hasta allí, en su búsqueda por disfrutar de un poco de Arte, o lo que anteriormente se llamaba cena teatro.
Para abreviar: la falta de acción del espectáculo, que se limitó a escenificar divertidas conversaciones burguesas, concluyó con una aceptable tarta tatín, y todo este tinglado nada más que para ofrecer un reflejo al público, que confirmaba sus sensibilidades en lugar de confrontarlas y que ofrecía una visión de la vida potenciada y consumible a la que podrían aspirar: sumergirse sin participar en una gilipollez despolitizada. Que es lo mismo que decir que traicionó el declarado propósito del espectáculo, que era retratar “lo que significa ser creativo en Nueva York”. Así y todo, cada vez estoy menos convencido de que ser hoy en día “creativo” en Nueva York no signifique otra cosa que comprar el acceso a examinar las débiles fantasías ideadas por gente como los diletantes de la Society.
Aun así, pequeños detalles de la noche sí llevaban el toque del diestro arte de Janelle y Buchanan, como por ejemplo el elitista orinal portátil estacionado en el exterior y equipado con una vela de Diptyque (34 dólares por 68 gramos), o el hecho de que los camareros interpretaran, tanto su trabajo normal y mal pagado del sector servicios, como unos discretos números de baile. La comida comunal del segundo plato (calabaza de otoño y setas con ajo negro) apareció al ritmo de una versión instrumental de la canción “Toxic” de Britney Spears.
Poco tiempo después, Buchanan entró con un ukelele y nos invitó a desternillarnos junto a ella: “Todos conocemos a alguien que canta por la noche la canción ‘Under the Boardwalk’ en el metro”. (Aclaró que si tal hombre existía de verdad no estaba esa noche con nosotros; presumiblemente como consecuencia del prohibitivo precio de la entrada). Entonces la banda se precipitó a cantar una sentida canción sobre la red de metro, claramente el gran igualador social de la ciudad, que realmente tuvo éxito a la hora de azuzar a todos para que alcanzaran un momentáneo y superficial sentido de comunión general y también con Nueva York. Así es como la Society cumplió con al menos uno de sus supuestos pilares: reunir a consumidores atomizados y solitarios para vivir un espectáculo frívolo y sin sentido.
Y después vino el aplauso: un merecido aplauso para los Invitados por haber hecho un gran trabajo con las malísimas cartas que les habían tocado. Luego aparecieron de nuevo Buchannan y Janelle para aplaudirnos, a los invitados, por habernos implicado y para hacernos saber que todo lo que habíamos visto esa noche (y más) podría convertirse en algo habitual en nuestras vidas, por un módico precio. Las plazas para hacerse miembro de la Society se ofertan durante un corto período cada enero.
Y justo cuando las solicitudes comenzaron a llover el pasado enero, una avalancha de likes dio la bienvenida al último triunfo de la Society: una síntesis total entre arte, medios sociales y capital inmobiliario, en la forma de una prestigiosa oficina de paredes blancas en Chinatown, a solo un corto paseo del legendario patio trasero de Soho donde comenzó toda esta pesadilla. En esta atalaya en bruto, hasta el momento inacabada, la Society podrá redoblar sus esfuerzos por hacer desaparecer la ciudad circundante bajo un cóctel homogéneo de cortados y espectáculo, y conseguirá destruir el arte mediante la reproducción de copias uniformes de “el hombre de moda” y su cuadrilla: higiénicas, caprichosas y ajenas.
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Zach Webb es escritor y asistente editorial de The Baffler.
Traducción de Álvaro San José.
Este artículo se publicó en The Baffler
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