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Durante semanas todos estuvimos hablando de esta historia. La historia hablaba, a su vez, de dos amigos. Si bien eran mayores, habían estudiado con nosotros. Empezaron violentando máquinas, luego vinieron pequeños atracos. Finalmente, estancos, farmacias, bancos. Atracar un banco es un oficio. No todo el mundo vale. Era, me dijo uno de ellos, lo mejor de todo. Atracar un banco tenía dos momentos mágicos y absolutamente eléctricos. Uno era encaramarte al mostrador y empezar a emitir gritos furiosos y divertidos. El otro era en el coche, cuando todo había acabado. Después de cada palo iban a las barracas que rodeaban la ciudad. A cambio de muy poco dinero, una vieja les protegía. Permanecían allá semanas, hasta que todo se tranquilizaba un poco. Solo un poco. La vieja les proveía de cierta seguridad. Y de comida, bebida, chicas. Con el tiempo, de heroína. Lo que aumentó la tarifa. Las semanas de refugio haciendo el amor, pasaron a ser semanas yaciendo junto a una chica, que también miraba a un punto lejano, en su interior. El opio nos vuelve dioses. Como humanos, eran unos salvajes temerarios, legendarios, pero como dioses, los dos amigos eran absolutamente benignos. Uno es su divinidad. La divinidad de aquellos dos era, en verdad, hermosa. Lo atestigua la única ocasión en la que el destino los separó.
Un día llegó el atraco en el que todo sale mal. Uno de ellos fue detenido. Se comió el marrón. No dijo nada. La condena fue dura. Al cabo, su amigo fue a visitarlo a la cárcel. Era una cárcel de provincias, pequeña, apestosa, de una dureza antigua. Habían escapado de sitios peores. Por ejemplo, de su infancia. Al amigo libre le impresionó ver a su amigo en aquel contexto. Tanto que dio por finalizada la visita. Volvió al coche, cogió la recortada y liberó a su amigo encarcelado. Por lo visto, resultó sencillo. Me lo imagino en la cárcel, encima de un mostrador, gritando cosas divertidas. Luego me los imagino a ambos, en la euforia del coche. Volvieron al oficio. Bancos, mostradores, gritos, coche, barracas, viejas, chicas, salvajes, dioses benignos. Pero duró poco. En breve los pillaron a ambos. La venganza fue terrible. Aparecieron en la prensa. Tenían los ojos y la boca borrados a golpes.
No sabíamos nada de política, pero aquellos amigos eran para nosotros presos políticos. Los políticos les habían dado su infancia, las barracas, los bancos, los mostradores, la heroína. Y, con ese material infame, fabricaron algo no previsto. Como los gusanos, que comen lo que se espera de ellos, pero que luego, de manera milagrosa e inesperada, convierten todo eso en seda. No sucede mucho. Por lo general, la mayoría de personas devuelven aquello que reciben, que nunca es seda, sino furia y desconfianza. Pero la seda existe. Y su brillo y suavidad. Cuando entro en un banco, siempre me imagino la felicidad de encaramarte en el mostrador. Si nos encaramáramos en el mostrador, todo cambiaría. Sería la explosión de belleza de la seda. La seda existe. Es volver a un sitio oscuro a rescatar a quién amas. Durante semanas todos estuvimos hablando de esta historia.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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