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Rajoy huyó finalmente de su escaño, a ver la final de la Champions otra vez por Youtube, jugar al mus con los bedeles o buscar casa en Santa Pola, y su segunda de abordo, doña Soraya Sáez de Santamaría, acabó poniendo el bolso en ese asiento del hemiciclo, o sea el que corresponde al presidente del gobierno español. Durante un rato, según aquella estampa, y como algunos apuntaron ya, nos gobernaba un bolso. Supuestamente el de la vicepresidenta. ¿Qué llevas en el bolso?, preguntaban en cierto anuncio de hace tiempo. ¿Qué había en ese bolso de doña S.S.? Todo lo que usted quiera imaginarse. Lo que cualquier mujer contemporánea lleve, por ejemplo, y quizás también algún papel listo para la trituradora. Un bolso siempre es un enigma pero en este caso el objeto parecía sugerir infinitas posibilidades ocultas, como de cuadro renacentista flamenco (de Flandes, no del otro). Aquel bolso hablaba, como la sonrisa imposible de la Gioconda. Casi que se reía. Un bolso normal, cualquiera, como el de tu tía-abuela Mari Cruz ahí encima del sofá cuando se levanta para ir al aseo, que colocado sin embargo en el solemne trono parecía sugerir algo mucho más allá. Quizás pasó Rajoy también por el aseo, antes de culminar su deserción en el momento en que se urdía su expulsión de ese escaño presidencial. Por eso la imagen del bolso ahí encima podía dar lugar a equívoco: podía ser de Soraya, pero también podía ser de él, que se lo hubiera olvidado él al escapar. En ese caso, el bolso hubiera sido entonces una suerte de estruendoso símbolo callado, el elefante blanco en la habitación, o ese jarrón chino al que –te advierten en una fiesta– no debes acercarte nunca, porque se rompe (que es justo con lo que comparaba Felipe González a los ex presidentes, con jarrones chinos que nadie sabe dónde poner).
el bolso hubiera sido entonces una suerte de estruendoso símbolo callado, el elefante blanco en la habitación
Ese bolso, al que nadie habría osado acercarse aun abandonado por el (ex) presidente, ese bolso negro como la caja negra de un avión, como la bolsa negra que guarda la bomba de las películas a la que hay que cortar el cable rojo o azul –qué casualidad–, sudando sangre, para que no estalle, no sólo gobernó interinamente el país durante unos minutos el otro día, sino en realidad durante los últimos siete años. Ese objeto mudo en el escaño, ese enigma, esa instalación (algún listo la hubiera colocado en ARCO por el equivalente a lo que trincó toda la Gürtel), esa bolsa impenetrable, fuera o no fuera de Rajoy, era Mariano Rajoy. Lo que quedaba de él, que es lo mismo que decir lo que hubo siempre.
Yo también dejé una bolsa, una vez, abandonada en una huida. Una bolsa de deportes, llena de libros y papeles, que nunca recuperé, debajo de cierta cama, de cierta casa, cuando me fui del país (la Austeridad casi había nacido). Escribí un poema después sobre el episodio, y lo recordé a cuenta de todo esto. Me imaginaba ahora, en ese poema, no a la mujer que lo protagonizaba entonces, sino a Soraya Sáez de Santamaría. Soraya levantándose de su escaño, ante el silencio tenso y funeral del hemiciclo, y tomando el bolso, el legado de Rajoy: un sepulcro ya, una tumba sin nadie. Una cajita de muertos tan vacía ya, tan vacía, que no llorarías, Soraya (no llorarías), al abrazarla finalmente para enterrarla sin dolor allá donde se entierran los secretos más oscuros.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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