Hace ya dos años se aprobó, en la Asamblea de Madrid, la ley de Identidad y Expresión de Género. El texto representaba un enorme avance –al menos sobre el papel– en lo que respecta a la situación de las personas trans en la comunidad. Y, sin embargo, poco a nada de lo que recogía esa normativa pionera –comparable sólo con la valenciana o andaluza– se ha materializado. ¿Qué pide el movimiento trans, dentro y más allá de esa ley? ¿Y por qué se ha producido este estancamiento?

Sobre todo 2015, pero también los años posteriores, representaron una ola de relevancia y exposición mediática para el colectivo trans. Sucedió en parte por cómo algunas figuras ya conocidas se expusieron y anunciaron ser trans –el caso de las hermanas Wachowski, directoras de cine, o de Caitlyn Jenner– y también por una acumulación de espacios en medios de primer orden que se decidían a hablar de lo trans. Durante un tiempo largo fue común ver, si no cada mes cada pocos meses, una nueva entrevista a alguna persona o a algún colectivo –existiera con anterioridad o estuviera recién formado– que se hacía eco de distintas reivindicaciones o exigía ciertos cambios.

Buena parte de esta difusión se realizó a través de la cuestión de las infancias trans. Podemos marcar un cierto punto de inflexión a partir de documentales como El sexo sentido que, por conservadores que pudieran ser en su fondo, permitían exponer la realidad trans al gran público. Así, nuevas asociaciones proclamaban nuevas luchas y nuevos frentes abiertos, aunque esas agrupaciones fuesen frecuentemente de padres y madres donde desgraciadamente, la voz cantante en ninguno de los casos la llevaban las personas trans en sí mismas. Las reclamaciones eran de una mejor atención, más deslocalizada y menos masificada a las personas trans; nuevos protocolos para que éstas fueran tratadas con el respeto necesario; una verdadera inclusión en los centros educativos y la capacidad de poder cambiar el nombre y mención de sexo en los documentos oficiales. Parte de estas se han conseguido, al menos a nivel autonómico, a falta de una nueva ley estatal trans que supere a la de 2007 –que todavía patoligiza, obligando a dos años de tratamiento médico antes de poder cambiar algo tan básico como el nombre–.

Pero tratar sólo las reinvindicaciones que implican a los menores trans sería quedarnos en un punto de vista demasiado estrecho. Tanto en Barcelona como en Madrid se organizan, desde hace casi diez años, manifestaciones y actividades durante el conocido como Octubre Trans. Con frecuencia, y sobre todo en el caso de Madrid, éstas han ido unidas a un movimiento global: el de Stop Trans Pathologization, que busca la retirada de los procesos de tránsito de los manuales diagnósticos de enfermedades mentales y una transformación profunda en cómo se ofrece asistencia sanitaria a estas personas. La Organización Mundial de la Salud quitó por fin, este mismo año, a los procesos de tránsito de su capítulo de trastornos en la Clasificación Internacional de Enfermedades. Fue un avance, pero todavía sigue considerándose una “incongruencia de género” dentro del listado de condiciones relativas a la salud sexual. Y entrará en vigor en 2022.

¿Por qué recula el movimiento si los avances –al menos desde lo institucional– parecen ahora ser tangibles? Lo trans ha entrado más bien en una fase de reflujo. Sin un nueva ola de personalidades mediáticas como la que se dio en 2015 y sin asociaciones bien organizadas que protejan sus derechos, el movimiento ha sido incapaz de dar una respuesta organizada y definida a acciones como las del colectivo ultracatólico Hazte Oír –y su famoso autobús–. No le falta precisamente complicación a la tarea de estructurar el movimiento trans: encaminar en una misma dirección a bloques tan distintos entre sí y con prioridades tan diferenciadas como lo son las mujeres trans, los hombres trans y las personas no binarias es una tarea a priori imposible. Todo esto sin entrar en cómo, históricamente, las manifestaciones sobre lo trans ni siquiera han estado mayoritariamente dirigidas por personas trans, sino por asambleas y colectivos transfeministas herederos, más que de una teoría de lo trans, de la teoría queer y de la agitación espontánea surgida a partir del 15M. Difícil manejar esta geometría variable.

El terreno en que se dan los debates sobre lo trans en la actualidad es farragoso y complejo. En la manifestación del Pride de Londres, en julio, un grupúsculo de mujeres en primera línea de la marcha arrastraba pancartas con proclamas tales como “una lesbiana es una hembra homosexual” o “el transactivismo borra a las lesbianas”, igualando a las mujeres trans con hombres y categorizando a los hombres trans como “lesbianas masculinas (butch) que no entran dentro de lo femenino y se ven presionadas (hasta creerse hombres trans)”. Respecto a los debates que se producen aquí, todavía se da ese mismo discurso según el cual  “los trans [sic] son hombres disfrazados”. Son las ínfulas de una rama muy concreta y transexcluyente del feminismo radical, disfrazado de supuesta vanguardia y paladín defensor del verdadero feminismo, que para atacar se sirve hasta de la noticia falsa y amarillista según la cual el movimiento trans pedía llamar “agujero delantero” a las vaginas.

Otro ámbito en el cual se refleja esta pérdida de fuerzas del movimiento es, precisamente, en la visibilidad y representación mediática. Laverne Cox, una actriz trans que saltó a la fama a través de Orange is the new black, y que es una de las pocas mujeres trans que abiertamente se declara como tal y que interpreta, ella misma, a personajes de mujeres trans. Siguieron más ejemplos: el de Daniela Vega en Una mujer fantástica y Abril Zamora, en lo nacional, en Vis a vis. Sin embargo, esta representación sigue estando encasillada, encorsetada dentro de una ficción para la cual la característica principal de los personajes trans es, precisamente, el hecho de ser trans. La película Una mujer fantástica gira alrededor de ello; en Vis a vis, el personaje existe –al menos por ahora– más como muestra secundaria de diversidad que como un ser humano complejo y profundo, y sus emociones y reacciones también se estructuran y basan en torno al hecho de ser trans.

Cuando un personaje trans tiene más profundidad emocional que la que le proporciona el hecho de serlo, curiosamente, se recurre al tropo del hombre en un vestido, a emplear actores masculinos más o menos conocidos: es el caso de Eddie Redmayne en La chica danesa y de Paco León en La casa de las flores, serie en la cual a la protagonista se le otorga el privilegio de poder expresarse más allá de “lo trans”: vive dramas en su matrimonio y experiencias más allá de los problemas que conlleva ser trans, precisamente por estar interpretado por un hombre cisgénero. Igual que sucede en Transparent, que estudia en profundidad la psicología de su protagonista… que, ¡sorpresa!, tampoco está interpretada por una mujer trans, sino por Jeffrey Tambor, actor rodeado de polémica después dal movimiento #MeToo por conductas inapropiadas durante los rodajes de la propia serie.

Todo deriva de un problema más bien de fondo: las dificultades en las que se ven muchas personas trans, particularmente mujeres ya en la treintena o mayores, para acceder a puestos de trabajo dignos y salir de situaciones de extrema precariedad. La crítica a que roles trans en cine o teatro los interpreten actores cis (y, para mayor ofensa, hombres cis interpretando a mujeres y perpetuando estereotipos) viene de una base material: lo imposible que resulta para la mayoría de mujeres trans en el mundo de la interpretación hacer papeles cis y cómo el nicho tan reducido que les queda se empequeñece todavía más ante estas decisiones de usar a hombres para estos papeles.

Quizás esta sea una de las causas del reflujo del movimiento trans: la forma que tomó el movimiento allá por 2015, donde menores trans y sus familias copaban casi exclusivamente la visibilidad del colectivo. Fue una táctica cortoplacista y estéril. Una vez se lograron avances en la legislación, todo el movimiento creado –y que había sido absorbido por la rápida fuerza y empuje que tenían las asociaciones de familias con menores trans– se desactivó, dejando un colectivo barrido que no había tenido en cuenta cada uno de los estratos generacionales que lo componían. Si toda la atención se centraba en los menores, ¿dónde quedaban las mujeres trans que, por su situación económica, se veían arrastradas a la calle o directamente a la prostitución? ¿Quién se haría cargo de ellas? ¿Y cómo plantearse ahora atajar los problemas en el mundo laboral de las personas trans más visibles si lo que se ha buscado ha sido, precisamente, una asimilación lo más profunda posible? (Asimilación como intento de que las personas trans se diluyan lo más posible en la masa general una vez ya tienen toda la documentación y no hay distinción administrativa respecto a alguien cis). El movimiento trans tiene que replantearse tácticas y estrategias, porque la ola de 2015 y sus eslóganes, su “el futuro es trans”, ya pasaron.

Quedan muchos debates y mucho por organizar. La presión no ha sido suficiente como para convertir las demandas del colectivo no sólo en legislación, sino también en medidas tangibles, materiales. Una enorme porción de la población trans –con frecuencia mayor y constituida por mujeres trans– sigue con cotas tremendas de precariedad y explotación. Los menores todavía no tienen derecho pleno a cambiar sus documentos y ser tratados como quieren, e inclusive, en el caso de las personas trans mayores de edad, se trata de un proceso burocrático, lento y enredado. Las ideas equivocadas sobre lo trans siguen estando al orden del día: los discursos de “nacer en el cuerpo equivocado”, la medicalización, los roles de género a los cuales las personas trans han de conformarse si quieren poder pasar por los trámites necesarios. Hemos progresado mucho desde 2015, pero transformado más bien poco.

Queda todo por hacer y el colectivo trans debe responsabilizarse –y concienciarse en cuanto a lo intergeneracional e interseccional de su lucha y la imposibilidad de separarla de un movimiento con tanto potencial agitador como el feminista– y entender que todo avance que no venga de las personas trans en sí mismas a largo plazo no será sino un parche con consecuencias perjudiciales para las personas trans en sí mismas. 

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@lysduval