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TRIBUNA

La triste historia del caracol y la gobernadora

Hoy no parece posible ni conocer ni cambiar el mundo, pero tampoco podemos refugiarnos en la virtud (o en la poesía) sin abandonarlo a su suerte y acelerar su destrucción

Santiago Alba Rico 17/10/2018

<p>Euglandina rosae. </p>

Euglandina rosae. 

WIKIPEDIA

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Partula tuvo un final desdichado. Era un caracol pequeño y gentil extendido por las islas del Pacífico central y muy apreciado en Tahití: se alimentaba sólo de líquenes y respetaba –y hasta ayudaba a mantener sanos– los cultivos y los huertos. Era el único rey caracol en la región. Hasta que la glotonería de la mujer del gobernador de la isla Reunión introdujo desde Madagascar la Achitina, una especie grande y apetitosa que en pocos años se multiplicó por todo el archipiélago. Al contrario que la amable Partula, Achitina era un caracol agresivo y voraz, y ello hasta tal punto que a mediados del siglo XX se había convertido en una problema grave para los agricultores de Tahití, que demandaron una solución al representante del gobierno. Tras algunos cuidadosos estudios, se decidió combatir homeopáticamente el mal; es decir, introduciendo una tercera especie caníbal, la Euglandina, a la que en 1977 se encomendó la tarea de acabar con la plaga de Achitinas. Fue un grave error: la Euglandina desdeñó a la Achitina, objeto de la glotonería de la gobernadora, y devoró en pocos años todos los ejemplares de Partulas de la isla. Hoy no queda ninguno. Su extinción inducida invalidó además el trabajo de cincuenta años del eminente científico Henry Edward Crampton, autor de la más importante, detallada y prometedora monografía sobre la especie.  

De esta historia –contada por el paleontólogo Stephen Jay Gould en uno de sus libros– se pueden extraer tres lecciones.

La primera sobre los peligros de creer que lo que le gusta comer a un gobernador sibarita puede gustar también a un caracol gigante.

La segunda sobre la contingencia y la fatalidad del bien: el inocente antojo de comer caracoles puede provocar efectos en cadena completamente imprevisibles y además irreversibles.

La tercera sobre el error y la benevolencia del mal: una decisión honrada y equivocada puede ser tan devastadora como un terremoto o una tiranía.

Dejemos de momento esta historia y sus lecciones y atendamos a otra reflexión del citado Jay Gould, esta vez sobre la “naturaleza humana”. Gould extrapola su teoría evolucionista sobre el “equilibrio puntuado” a las pautas de la antropología: lo normal en la historia natural es la estasis o estabilidad, aunque lo decisivo es el cambio, que es siempre rápido y disruptivo. La especie dura sin variaciones millones de años; la especiación se produce en unos pocos miles. Ahora bien, si la “naturaleza” de una especie se define en sus períodos de estabilidad, la “naturaleza humana” se expresará también más claramente en la duración social que en los sobresaltos históricos. “La historia está hecha de guerra, de codicia, de ansias de poder, de odio y de xenofobia” y por eso –dice Gould– a menudo tendemos a interpretar que el hombre es “naturalmente” agresivo y violento. Pero si lo que define la historia es el cambio y lo que define la “naturaleza” es la estabilidad, entonces la historia se define en contradicción con la naturaleza social del ser humano, compuesta de “millares de pequeños e insignificantes actos de amabilidad y consideración”. Tanto Carlos Fernández Liria como yo mismo hemos hablado a menudo de esta contradicción entre la “condición natural” y la “condición histórica” del hombre, conflicto resuelto en favor de la historia (es decir, contra la sociedad) en virtud de la “asimetría” eficiente entre la paz y la guerra, entre la bondad y la maldad, entre el amor y el odio. Como escribía tras el atentado en Barcelona de agosto de 2017, “lo contrario de una bomba” produce sólo efectos inconmensurables: no sabemos cuántos edificios sostiene el amor, cuántas muertes ahorra la cortesía, de cuántas depresiones salva un gesto banal de solidaridad vecinal, cuánta malevolencia desarma la belleza. Sabemos medir, en cambio, las heridas de un cuchillo y las ruinas de un bombardeo. “Una paliza racista puede dar al traste con años de paciente educación en la tolerancia y un asesinato convertir una ciudad amistosa en un nido de terror”, escribe Gould. O como dice un refrán popular egipcio: “lo que acumula en un año la hormiga lo destruye al pasar la pata de un camello”. La naturaleza humana es una hormiga; la historia humana, opuesta a ella, un camello. La tentación de la violencia es también el mejor argumento en su contra: es demasiado eficaz, demasiado decisiva, demasiado “transformadora”.

La historia, como historia del cambio rápido frente a la estabilidad “natural”, depósito de mil gestos afables y banales, es la lucha entre la audacia individual, benefactora o destructiva, y el conservadurismo social, donde se enquistan, en forma de costumbres e instituciones, buenas y malas historias. Es, en todo caso, el equilibrio pugnaz entre historia y sociedad, entre condición histórica y condición humana del hombre lo que ha marcado nuestra evolución como única especie “cultural” del reino animal. Este equilibrio y esta pugna –y la “puntuación” rapidísima que hoy la amenaza– están muy bien descritos por el historiador inglés Eric Hobsbawm en las siguientes líneas:

“Entre las cuestiones importantes que suscitan estas nuevas perspectivas”, dice, “la que nos lleva a la evolución histórica del hombre resulta esencial. Se trata del conflicto entre las fuerzas responsables de la transformación del homo sapiens, desde la humanidad del neolítico hasta la humanidad nuclear, por una parte, y por otra, las fuerzas que mantienen inmutables la reproducción y la estabilidad de las colectividades humanas o de los medios sociales, y que durante la mayor parte de la historia las han contrarrestado eficazmente. Esa cuestión teórica es central. El equilibrio de fuerzas se inclina de manera decisiva en una dirección. Y ese desequilibrio, que quizás supera la capacidad de comprensión de los seres humanos, supera por cierto la capacidad de control de las instituciones sociales y políticas humanas”.

La aceleración lamarckiana de la historia, que ha subsumido enteramente la vida social, hace inútiles nuestros instrumentos evolutivos de comprensión –de tipo binario– y al mismo tiempo deja fuera de juego a nuestras instituciones –y desde luego el control democrático de los cambios mismos. Pero hay una tercera consecuencia: como no hay ya estabilidad, no hay “naturaleza humana” y los gestos pequeños que antes identificábamos con ella –la normalidad bondadosa entre vecinos o familiares– tienen ahora efectos imprevisibles mucho más allá de nuestros cuerpos. La gobernadora de Reunión quería comer caracoles y destruyó Partula y de paso el trabajo de toda la vida de un talentoso científico. Este tipo de “largas distancias” se producen –se producían– por lo general en situaciones de excepción; es decir, en situaciones intensamente históricas. Las guerras, por ejemplo. Los alemanes que, durante la segunda guerra mundial, se refugiaban en su “naturaleza humana” -sus pequeñas solidaridades vecinales, objetivamente buenas- cerraban los ojos a los crímenes del nazismo y, de esa manera, colaboraban con ellos. Hoy pasa lo mismo, por ejemplo, con el consumo o con la tecnología en un mundo global y desigual. La “naturaleza humana” y sus pequeños gestos ha sido no sólo engullida sino instrumentalizada por la historia, cuya aceleración nos ha dejado sin estasis y, por lo tanto, sin “naturaleza”. En contra de lo que pensaba Jay Gould, allí donde todos los días y todos los minutos forman parte de la historia, la “naturaleza humana” –bondadosa, solidaria y repetitiva– también hace el mal. Hoy la estabilidad decide a favor de las fuerzas destructivas de la transformación (de la evolución lamarckiana de la historia) no menos que la violencia. Los hombres buenos que votan a Salvini, a Trump o a Bolsonaro en defensa de la “naturaleza humana” generan la misma destrucción e inestabilidad histórica que los radicales que apoyaban a Hitler o Mussolini en defensa de la aventura del ser, la “autenticidad” de la violencia y la gestación del “hombre nuevo”. Todos trabajamos ya -nos guste o no- dentro de la Historia.

De estas reflexiones se desprenden dos conclusiones relacionadas con el arranque del artículo: con la pobre Partula, la fatalidad del bien y la bondad del mal. La primera tiene que ver con el regreso del “pecado”, como en los primeros tiempos del cristianismo. El cristianismo, de hecho, surgió al mismo tiempo que otras corrientes similares –del neoplatonismo al gnosticismo y el maniqueismo–, todas las cuales recogían el sentimiento individual de una irredimible culpa cósmica. Se era culpable comiendo, tocando, pensando, tosiendo: existiendo. Está volviendo a pasar, esta vez bajo la presión de una economía epidémica conectada y sin fronteras y de unas tecnologías que, como escribía hace poco, acercan la distancia a la inmediatez más asfixiante mientras encierran al cuerpo, diminuto y antiguo, en un cajón estrecho y culpable. Soy responsable de todo; mis gestos más sencillos son pecaminosos: el de hacer la compra, el de comer carne, el de adquirir ropa barata, el de hablar en masculino, el de utilizar el móvil. Frente a esa agudísima conciencia cósmica impersonal, paralela a la opacidad de nuestra carne, ¿no tenemos ya derecho, como las sociedades antiguas, a sobrevivir y olvidar a los muertos, a mirar una flor, a disfrutar de un ron? Cuando prestamos un huevo a un vecino, ¿estamos ignorando a los inmigrantes, las víctimas de las guerras, nuestra contribución pecaminosa al cambio climático? Cuando nuestra amada(o) nos parece la más bella (o) de la tierra o nuestro equipo de fútbol el mejor del mundo, ¿estamos ya prevaricando, con efectos materiales mensurables, en contra de la verdad y la justicia? Ya no es el caso Navantia, donde el lazo histórico entre supervivencia en un lado del planeta y muerte en el otro se hace acusatoriamente evidente de un vistazo sino los gestos más pequeños y cotidianos, a los que una militancia neognóstica cargada de razón –pues la tiene– reprocha su carácter globalmente destructivo. El ecologismo, el feminismo, la defensa de los DDHH, salvación del mundo, dejan fuera, como culpables, los deseos de normalidad –el derecho a la normalidad– de millones de seres humanos que quieren seguir viviendo, igual que sus ancestros, como si no pasara nada. 

La otra conclusión tiene que ver, precisamente, con la dificultad para abordar mentalmente esta complejidad histórica –la victoria avasalladora de los vectores de cambio– así como para intervenir desde las cortas distancias, las únicas que nuestro cuerpo sigue reconociendo y en las que nos refugiamos frente al enredo global, rampante e irreprimible. Sin el cerebro –es de perogrullo– no podríamos sostenernos como especie, pero en realidad es contra él que hemos alcanzado todos nuestros logros específicos, desde los propios de la ciencia –como ya explicaba Gaston Bachelard– hasta los irrenunciables progresos de la ética y el derecho, como sabemos desde Aristóteles y Platón. Pensar contra el cerebro –contra su paupérrima binariedad y su doméstica escala antropométrica– es cada vez más difícil, de tal manera que nuestra máquinas acaban pensando por nosotros. Al mismo tiempo, obrar contra la culpa cósmica es casi imposible. No es extraño que, si la ecología, el feminismo y la izquierda en general “culpabilizan” los deseos de normalidad -señalan la “naturaleza humana” como responsable histórica del inminente apocalipsis- la gente sin fuerzas, llevada de su propia humanidad y de su propio cerebro, acabe negando esa relación, defendiendo las distancias cortas y votando a cualquiera que siga tratando la “naturaleza humana” como discernible aún de la historia y autorizando la ejecución sin pecado de los gestos pequeños asociados a la estabilidad “moral” de la especie. Eso es lo que hizo -por cierto- el Dios de la Iglesia en el siglo IV, una vez se aceptó la morosidad del fin de los tiempos y se depuraron los excesos “heréticos” de sensibilidad cósmica: perdonar los pecados pequeños. Por eso creo que no puede llamarse fascismo al nuevo destropopulismo, aunque sus causas y sus efectos se parezcan: porque no es ninguna ideología; es una inútil y peligrosa resistencia antropológica frente a los muy eficaces y muy peligrosos vectores de cambio –“inhumanos” y sin ningún contrapunto equilibrante– que han acabado por fundir historia, capitalismo y tecnología en un solo caudal fuera de control (incluso para los propios capitalistas y  los propios prometeos tecnológicos de Silicon Valley).

Hoy no parece posible ni conocer ni cambiar el mundo, pero tampoco podemos refugiarnos en la virtud (o en la poesía) sin abandonarlo a su suerte y acelerar su destrucción –o al menos complicar las lesiones. ¿Qué hacer entonces? Nunca como ahora se ha podido hacer tanto daño global en las distancias cortas, incluso a través del bien, pero es el único espacio donde se puede intervenir y, por eso mismo, el que no tenga una política para las cocinas y los bares –con todos los riesgos que ello acarrea– quedará fuera de la circulación. Ahora bien, el que no cultive una conciencia lúcida, realista y ética de las distancias largas y de sus abismos civilizacionales sólo podrá hacer daño en las distancias cortas. Habrá que unirse por dignidad, pues, al partido más radical; es decir, al menos radical, al más alejado de los dos extremos extremistas dominantes: el de los enunciadores de principios abstractos y el de los destructores de vínculos concretos. Habrá que unirse al partido de los parcheadores y remendones, el de los que frenan un desahucio, apoyan unos presupuestos decentes, dan de comer al hambriento y tiritas al llagado, sin hacerse ilusiones acerca de la Nueva Venida de Cristo ni renunciar, sin embargo, a la comunión universal de los heridos. Si entre decir las cosas y no decirlas hay todavía alguna diferencia, ya está dicho. Si no hay ninguna diferencia –pues la postverdad manda en los cuerpos– este texto se destruirá a sí mismo por un banal e impotente exceso de razón.

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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6 comentario(s)

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  1. cayetano

    A Cristina EDS, reflexión muy interesante. Compartiendo el espíritu de tú planteamiento, sin embargo entiendo que la evolución puede ser destructiva, sin ser involución o vuelta atrás. Y quizás el antropocentrismo debiera ser reconocimiento de nuestra humildad, como dices. Que hombre y mujer sean la única medida de todas las cosas, debiera ser razón suficiente para percatarnos de cuan mininos somos al medir, interpretar. Pues aun cuando cambiáramos de orientación reconociendo ser partes de un sistema abierto y vivo (no en equilibrio, en conflicto y evolución: donde la acción humana cambia funcionalidades -composición química del mar por ejp.- y redirige o acelera, aumentando el impacto catastrófico por impedir adaptarse), seguiríamos haciéndolo desde la evolución de nuestra propia medida. El reconocimiento de nuestro ser como parte de un todo vivo, un sistema que reducimos a Gaia, es camino; la voluntad de astralización ecuménica y sincronizadora del nos con la existencia universal, es fórmulación extrañante de nuestros intereses mediados por la cultura en el intento de acercarnos a los ecosistémicos y reconocernos en ellos; entiéndase ello no como viaje mágico extracorpóreo, sino con intención racional y científica, tal si fuera empatía con la otredad ecosistémica de la que somos un@ más. Pero desgraciadamente seguimos siendo tribales y territoriales, como dices. Además, nuestras ideas parten de intereses materiales, institucionales... y sus desarrollos culturales; por eso seguimos practicando canibalismo diferido y/o directo con otras tribus. Con un agravante, en nuestras tribus ya no nos conocemos entre nos, son demasiado grandes y los elementos simbólicos han sustituido al conocimiento directo en la argamasa de relación social. En realidad ahora tenemos la gran tribu conformada por diversas tribus, con similares reglas de relación a las usadas para otras grandes tribus. En cierta manera, la globalización nos ha colocado ante una Gran Tribu Mundial, con distintos rangos de relación depredatoria y colaborativa entre ellas, cuyo big bang omniconfigurante es el rol jugado dentro del circuito de valoración, más que las fronteras estatales, creencias religiosas o culturales…, sobre todo en la actual etapa de valor añadido vinculado al conocimiento y su comunicación. Ésta Gran Tribu o especie desgraciadamente está más conformada conceptualmente que realmente, respondiendo no a una comunidad o colectividad, sino a la suerte de compartir el probable humanicidio. La realidad es que mientras el sistema capitalista, en otro artículo de CTXT “EL Antropoceno cultural, más allá de la geología” se le llega a llamar capitaloceno (más adecuado que antropoceno), no sea sustituido por otro tipo de relación humana que no implique continuo crecimiento y competitividad como dinámicas dominantes, la territorialidad tribal no será sustituida y probablemente nos lleva al humanicidio vía ecosistémica o nuclear. Sea mediando anteriormente otras distopías más crueles a las actuales o no, cualquier relación fundada en la competitividad y crecimiento acelerado (a la forma capitalista) está llamada a la destrucción, con independencia de que su valor de relación social sea el trabajo (incluso el valor añadido trabajo más +conocimiento), versus crecimiento demográfico. De otra parte, si el medio determina la aceleración evolutiva, y nuestro medio cada día es más social (sin incluir ceteris paribus la variante climática…) con la aceleración cambiante como rasgo distintivo. Nuestra evolución sea genética o fenotípica ha de ser tremenda, aunque la brevedad de nuestras vidas no se percate. Hay quienes dicen respecto al cerebro o talento, que los cambios aun no siendo de coeficiente encefalográfico, pueden serlo por reconfiguración de las conexiones cerebrales, sus redes y sustancias. Compartiremos que un cerebro socializado en el Antiguo Régimen, cuasi contaría con las mismas dificultades de aprendizaje y relación que el de un niño salvaje. Un cordial saludo.

    Hace 5 años 11 meses

  2. Cristina EDS

    Es una bella metáfora, pero mi impresión es que sucede justo al revés. Nuestra biología primate, que es tribal y territorial, no ha hecho un recorrido parejo al avance tecnológico, y nos hemos convertido en un peligro para nosotros mismos y para nuestro mundo. Lo explica muy bien Bermúdez de Castro en su libro “La evolución del talento”. En la metáfora de Alba Rico se anhela “parar la evolución” porque se asocia esta a los violentos tiempos actuales, a las vidas desapacibles con ritmos vertiginosos y cambiantes. Pero pienso que eso no es producto de una evolución rápida, sino de la falta de ella. La metáfora, para mí, es que estamos en una estasis destructiva y necesitamos evolucionar. Y para esto, en lugar de exaltar tanto nuestra humanidad, quizá debamos situarnos: no estamos en la cúspide de la evolución, estamos integrados en una rama evolutiva con el mismo (o menor) grado de evolución que muchas bacterias. Somos una parte más de un sistema biológico dinámico y abierto, cuyo equilibrio estamos rompiendo. Y somos muy frágiles. Si conseguimos vernos bajo esa perspectiva, es cuando puede surgir un cambio de tendencia que ponga nuestros “valores” humanos a cuidar de nosotros y del equilibrio con el resto de la vida. Es precisamente olvidando nuestro antropocentrismo cuando nos damos una oportunidad a evolucionar hacia un sentido no tribal de comunidad.

    Hace 5 años 11 meses

  3. cayetano

    La segunda enseñanza es que existe el efecto mariposa; de la tercera decir que la negligencia no transfigura en benévolo al mal. De otra parte la especiación requiere dos elementos, la aleatoriedad de mutaciones, adaptativas a cambios ecosistémicos. Son los procesos de cambios ecosistémicos quienes determinan la proliferación adaptativa de las mutaciones aleatorias. Pretender un núcleo natural puro o inmutable del género Homo es tarea inútil. Lo que no niegan distintos rasgos naturales del género Homo a cada tiempo, dando singularidad a cada especie. De hecho, ahora mismo se plantea la evolución más como competencia social y sexual (la última esperemos que desaparezca por igualación), que por cambio del medio, partiendo de que somos la cúspide del nicho ecológico. Algo curioso, pues probablemente la aceleración del cambio climático por la acción humana, impida la adaptación evolutiva. Bueno, podríamos entender que la evolución hacia la extensión ha sido social, pues esta acción ha determinado si no el calentamiento, cuando menos su aceleración. Para estos antropólogos la evolución por vía social no se mide por sobresaltos. La historia no está hecha de hitos sean destructivos o constructivos, sino que es un proceso de cambio continúo en densidad y cantidad, forma y contenido, que aprehendemos y explicamos a través de cambios cualitativos, utilizando dichos hitos para situarlos en el Tiempo. Pero los cambios de valores, comportamientos, nicho ecosistémico antropomórfico,…, que determinan la evolución de la especie, desde esta perspectiva son histórico y naturales proactiva y sinérgicamente, sin existir antagonismo. La humanidad es un concepto histórico sobre el ser social del homo sapiens, pero dicha humanidad no es una comunidad. De ahí que la barbarie sea del otro, merecedor de un comportamiento bárbaro de nuestra parte. Pero los miembros de la comunidad no son caza, la caza está fuera de la tribu, tal ocurría con algunos grupos de antropófagos. De forma que con independencia de los tiempos, siempre ha existido la bondad y maldad dependiendo de para quién. Y los prejuicios, así como miedos sobre los desconocidos, los otros, quiebran fácilmente la confianza sobre el diferente. Creo que era Warren Buffet quien decía aquello de la confianza (en los negocios) tarda en construirse años, y se pierde en cinco minutos. Pero de todo ello no podemos contraponer Historia a Naturaleza, siempre que dicha naturaleza no sea deica o idealista, ni tan siquiera arguyendo una contradicción dialéctica inexistente de tesis y antítesis. El género Homo no manifiesta un estado de naturaleza propio o impropio, lo contrario pretendería en última instancia que el estado de naturaleza Homo se buscara en el ardipitecus. A partir de dicha elucubración, posteriormente se viene a entender por hacer razonable lo leído, una contraposición entre la Historia que sería voluntarismo, frente a la Naturaleza que sería el ethos social estático, conservador (como si la sociedad y su ethos no evolucionaria, por lo general antes que las instituciones jurídicas y políticas). La cita de Eric Hobsbawm no dice más que hay conflictos responsables del cambio y fuerzas que han mantenido la reproducción de comunidades humanas; y al parecer que el desequilibrio de hoy “supera la capacidad de comprensión de los seres humanos, supera por cierto la capacidad de control de las instituciones sociales y políticas humanas”. Eric Hobsbawn y el artículo, parece que hablan del planeta oculto que le mostraron l@s niñ@s yedahis en clase del maestro Joda a Obi Wan Kenobi, gracias a las fuerzas de la gravedad. Parece que Hobsabawn y el artículo en éste punto, llegan a percibir alguna especie de gravedad que no entienden y superan a las instituciones terrestres. Quizás yerre al interpretar dicho razonamiento, quizás por simpatía al tratarse de interrogantes propias. Pero hace tiempo intuyo que el planeta oculto por las fuerzas de la gravedad, es el fin del trabajo como valor de mediación e intercambio social. Qué efectivamente desde el Neolítico aquí supera todas las instituciones sociales, jurídicas, políticas, económicas, formales e informales conocidas por la humanidad. Pero que de superar el marco de la tensión intrahomine y con el medio natural, que nos separa del humanicidio, lo hará como siempre: como proceso histórico cargado de ethos, infraestructuras, medio natural, organizaciones institucionales e instituciones social-jurídicas y consuetudinarias previas en evolución. Algunos rasgos de dicha evolución se describen grosso modo en comentario al artículo sobre “la gestación del capitalismo en el siglo XXI”, aquí en CTXT, de Jacinto Vaello. Establecer un debate entorno a bondad y maldad social sólo pretende eludir el debate, al igual que la contraposición entre historia y naturaleza, el propio concepto de Una Naturaleza Humana. Franco, dicen que era bueno para su familia, pero eso no lo exime de criminal y haber significado un lastre para la Historia de España. La Historia de la Humanidad al menos desde el Neolítico, es depredación del medio natural y dominación intracomunitaria severa(cuanto más se alejaban del número de 250 miembros, límite del conocimiento mutuo de una colectividad). Más severa y cruel respecto de comunidades con las que se comparten menos rasgos e intereses, aunque estén a salto de charco. Pero ello no exime de responsabilidad a quienes se marchan al Parnaso, o a quiénes equiparando bondad y maldad o subsumiendo la primera en la segunda, pretenden no contaminarse al optar, no asumir responsabilidad moral que histórica no es ética, aunque persiga dicho objetivo. El fin no justifica los medios, para Maquiavelo más bien los medios permiten el fin. Respecto a la vuelta del Pecado, es lógico que la convulsión del proceso evolutivo, acelerado simpáticamente en todas sus dimensiones, al configurar una nueva cultura pueda ser sentido (más por quienes no somos jóvenes) como un fundamentalismo cultural. Y es lógico porque en realidad estamos asistiendo a cambios en la mentalidad general, que desprecia pautas culturales que todavía se mantienen. Precisamente son los nuevos valores que portan dicho cambio, como la igualdad de género, o la normalización de todas las orientaciones sexuales con igualdad de derechos…, en conflicto con la mentalidad añeja quiénes crean esa sensación de irrupción del pecado, cuando en realidad es una época de más libertad e igualdad civil en la mentalidad que portan los jóvenes y sectores más dinámicos de la sociedad. El artículo aparece como varias elucubraciones, que aferrándose al discurso de contraposición entre Historia y Naturaleza Humana, transmite una idea general de su naturaleza deificada y ahistórica. La verdad no sé si la interpretación racionalizadora y materialista, hecha en el comentario, guarda relación con el espíritu del artículo, y quizás haya sido un exceso de mi parte al hacérmelo inteligible, estando la ininteligibilidad en quien suscribe. Se antoja que la contraposición entre realidad histórica y Natural (deica) del género Homo, deviene en rechazo. Pero finalmente tras largas divagaciones y diversas conclusiones, se concluye que es necesario andar el camino de la lucha final, paso a paso sin dejar de mirar el horizonte. Y termina con la cita sobre la destrucción del texto si no ha dicho lo que ha dicho por exceso de razón. Pero un mensaje una vez recibido nunca se destruye con independencia del formato, cosa que sabiéndose, es un juego del emisor consigo mismo. Pero la destrucción lo sería por exceso de razón, y en este artículo es tal exceso de razones, ideaciones o elucubraciones, que parecieran justificaciones innecesarias y artificiosas, tal se sintiera culposo, por manifestar conclusión tan sencilla como la final.

    Hace 5 años 11 meses

  4. Ulisex Joyce

    ¡Madre mía! ...la de letras que ayudan a inventar cuentos intragables o lo que se ha de juntar (en plan juntacadáveres) para apoyar a PODEMOS y a los presupuestos de la familia (quise decir MAFFIA) psoeCÍAlista. Cuando la cuestión es mucho más simple: tanto el psoeCIAlismo como PODEMOS serán los cómplices de que regrese el monstruo del fascismo (aunque aquí se le nombre de otra manera: destropopulismo, ¡ahí es nada!). Pues han desperdiciado cuatro años (o más, según se cuente) para empezar a HACER OTRA POLÍTICA. Y ahora cualquiera sabe que están jugando de farol al póker de los Presupuestos. Pues ni el Parlamento de Madrid, ni el Senado ni la Cofradía mafiosa de la Unión Europea le van a dar el visto bueno. Por la sencilla razón de que en ninguna de esas Cámaras de los Loros pueden sacar ni tan siquiera una pírrica mayoría. Están jugando con fuego con tanto engaño. Y como el fascismo y el nazismo en su día en breve se alimentará de los desengañados de esta pseudoizquierda banal y huera.

    Hace 5 años 11 meses

  5. jose

    https://blogs.publico.es/puntoyseguido/5247/madeleine-albright-la-genocida-de-ruanda-e-irak-se-disfraza-de-antifascista/

    Hace 5 años 11 meses

  6. jose

    "Los hombres buenos que votan a Salvini, a Trump o a Bolsonaro en defensa de la “naturaleza humana” generan la misma destrucción e inestabilidad histórica que los radicales que apoyaban a Hitler o Mussolini". Por supuesto. ¡Faltaría más! Pero ¿cambiaría el asunto si hubiera ganado la Clinton? ¿Fue distinto con Obama? Disyuntivas muy interesadas que no abren ninguna perspectiva. "Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo". Y con interpretaciones poco brillantes y poco novedosas.

    Hace 5 años 11 meses

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