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TRIBUNA

Distancias

La multiplicación y la velocidad sólo son posibles a través de formatos tecnológicos cinemáticos o pantállicos incompatibles con la distancia hasta ahora llamada 'literaria'

Santiago Alba Rico 21/09/2018

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En un artículo juvenil publicado en 1916 en El grito del pueblo, Antonio Gramsci denunciaba las matanzas de armenios en Turquía y se dolía de la dificultad de los hombres para sentir como propio el dolor ajeno: “Es siempre la misma historia. Para que un hecho nos interese, nos toque, es necesario que se torne parte de nuestra vida interior, es necesario que no se origine lejos de nosotros, que sea de personas que conocemos, de personas que pertenezcan al círculo de nuestro espacio humano”. Muchos siglos antes el filósofo Aristóteles había demostrado en su Retórica que la compasión, en efecto, es una cuestión de distancia o, si se quiere, de media distancia: el dolor de los que están demasiado cerca nos resulta “horroroso”, el de los que están demasiado lejos indiferente.

¿Qué está cerca? ¿Qué está lejos? La distancia, es verdad, nunca se ha definido en términos estrictamente espaciales. En el siglo IV antes de C., el propio Aristóteles, por ejemplo, juzgaba sin duda al esclavo de la casa de al lado mucho más lejano que al griego de Mitilene o de Éfeso; y a principios del siglo XX, para Gramsci -obviamente- estaba más cerca un comunista polaco que un fascista de Roma. Pero podemos decir que tanto para Aristóteles como para Gramsci -por no mencionar a un indígena baruya o un aldeano decimonónico- el propio cuerpo fungía como centro radial a partir del cual se medían las distancias; y que el espacio era todavía decisivo: allí donde alcanzaba mi mirada alcanzaba mi mundo político y moral; lo que ocurría detrás de las montañas, lejos de mis ojos, me interpelaba con fuerza amortiguada o casi nula. Eso ha cambiado. Entre las cosas que podemos medir con el cuerpo, que son cada vez menos, ya no se encuentra tampoco la distancia. Hoy ese criterio espacial (cuestionado, en el universo pre-letrado y letrado, sólo por los parentescos y los nacionalismos) ha quedado completamente volteado y hasta inhabilitado por unas tecnologías que alargan la mirada y permiten ver -y en tiempo real- lo que está sucediendo más allá de las montañas. 

Ahora vemos de cerca las cosas que están lejos. No. Ahora vemos de cerca lo lejos que están las cosas. Las pantallas no nos acercan las criaturas distantes; nos acercan la distancia misma, que permanece siempre distante delante de nuestros ojos. A los analfabetos la escritura les aterra, pues les parece recoger, en manos ajenas, las cifras inmediatas de su destino. A los primeros espectadores las imágenes cinematográficas no les aterraban menos: la pantalla no era una frontera artificial sino una puerta ancha por la que el tren en marcha iba a entrar en la sala a atropellarlos. Luego los letrados, envenenados por el alfabeto, se dejan estructurar la mente por la escritura, desde la cual abordan y juzgan el mundo. Lo mismo ocurre con los cinemáticos o eidocinéticos, a los que la pantalla, aceptada ya como un artificio liminal -como un muro protector-, aherroja la mirada a modo de instrumento natural de clasificación mundana. Si la mente del letrado es un papel con nombres, la mente del cinemático es una pantalla poblada de imágenes en movimiento. La mente del letrado escribe y cree controlar así tanto los objetos como la experiencia que lo vincula con ellos. La mente del cinemático contempla flujos de imágenes incontrolables. Después de tres mil años nunca hemos llegado a ser -y desde luego no todos- suficientemente letrados; en apenas un siglo -cine, televisión, redes- la humanidad entera es ya cinemática.

Una cabeza vacía de pensamiento no es una cabeza vacía: es una cabeza llena de imágenes. Esto se sabe desde Platón y ha sido, en distintos momentos de la historia, la gran preocupación del cristianismo. Pensemos en San Ignacio de Loyola y la refinada explosión barroca. Lo decisivo hoy, sin embargo, es la interiorización de la gramática -no la narrativa- cinematográfica: mientras que el letrado escribía en su mente desde dentro y con sus propias fuerzas, el cinemático recibe desde el exterior imágenes que -ahora lo sabe- no lo van a atropellar. Interiorizar la gramática cinematográfica quiere decir precisamente eso: todo lo que vivo, en realidad lo imagino y lo imagino mediante la sintaxis y con las categorías heredadas de la pantalla. Aclaro que cuando hablo de imaginar e imaginación no me refiero a esa facultad neolítica, opuesta a la fantasía, de la que me he ocupado muchas veces y que nos permite ponernos en el pellejo del otro y representarnos como propio su dolor -o su placer- sino a la capacidad de almacenar en la mente imágenes manufacturadas en el exterior.

El letrado representa el mundo; el cinemático, sí, lo imagina. ¿Qué quiere decir distancia para un no-letrado? ¿A qué distancia está un cinemático de su propia mente? Nada está más cerca, sin duda, pues su mente está en su cabeza y, a través del sistema nervioso, conforma su cuerpo y riega sus pasiones; pero si su mente es ahora una pantalla -y no un papel o un lienzo- esa proximidad absoluta es por eso mismo una lejanía: la inmediatez de una lejanía; la lejanía incluso de su propio cuerpo, la distancia más grande y la más próxima. La obsesión por fotografiar o grabar cada acontecimiento y cada experiencia, por ínfima o infinitesimal que sea; la obsesión por fotografiarnos o grabarnos incluso durante el acto sexual -el más corporal y menos subrogable de los actos- expresa esta voluntad de alejamiento vivificador. Lo próximo, lo contiguo, lo cercano nos incomoda o nos deja fríos. Sólo la distancia inmediata nos emociona. Si el letrado trata de acercarse el mundo mediante la representación, como única vía posible a una vida inexacta que al final se le escapa, el cinemático trata de alejar el mundo de sí mismo mediante la imaginación, como único paradójico acceso a una experiencia realmente cercana y vivida. Como único acceso también a la experiencia de uno mismo, experiencia que ya sólo puede ser narcisista, como lo revela el selfi ininterrumpido, compulsivo, del cinemático solitario que, en los ratos muertos, en la mesa del restaurante o esperando el autobús, se mete a sí mismo en una pantalla para no perderse. O -si se prefiere- para perderse en la distancia, el único lugar ya cercano, y emocionante, para todos.

Ahora bien: es la pérdida del mundo lo que emociona al cinemático; el hecho de que el mundo esté ahí (el hay que registra la existencia ante los ojos) como perdido y distante. ¿Qué hay? Distancia. ¿Qué hay? Distancia a mi lado; distancia encima de mí; distancia en mi interior, distancia contra mí. Todo ocurre ahora allí; porque ocurre, me interesa y emociona; porque ocurre allí, no me compromete ni política ni moralmente. No me emociona menos la muerte de 25 niños en el Yemen que mi fiesta de cumpleaños en mi cámara de vídeo. Tampoco me interpela más. Los dos acontecimientos me emocionan intensamente, totalmente. Ninguno de los dos transforma mi vida. La distancia me emociona y excita pero no se deja intervenir ni cambiar. Por eso acabo renunciando también a cambiar mi propio mundo, atrapado ahora en la mente pantállica y, en consecuencia, tan lejano e inmodificable como la guerra del Yemen. Todo -incluso mis orgamos- ocurre más allá de las montañas, inmediatamente visible, inmediatamente definitivo, claro y fatal como un destino.

El internacionalismo fue probablemente un fenómeno histórico, muy provisional, de letrados recientes que creían el mundo completamente sumido en su representación y que, de ese modo, se representaban muy cercanas las cosas lejanas: en el paso del analfabetismo al paradigma letrado debe haber un momento en el que -descubrimiento fabuloso de las cifras comunes- prójimos te parecen todos los hombres, aunque vivan en China o en Australia. Luego las letras también se fosilizan en leyes muertas y en nombres cerrados y duros como moluscos. En todo caso no es la nostalgia de un letrado la que me lleva a señalar algo evidente: que es más fácil compartir las representaciones que las imágenes. De hecho sólo es posible representar si la mente está ya inscrita en un mundo común -que es el de las letras, pero también el de sus distancias-, de manera que la discusión misma revela la existencia de esa mente interpersonal compartida: la Crítica del juicio de Kant explica muy bien esta felicidad social de la disputa a muerte en torno a un objeto estético. El espacio público ilustrado es sin duda la condición y la máxima expresión del paradigma letrado y sus potencialidades democráticas. Frente a las representaciones, que cierran una especie de contrato social finito y universal entre mentes diferenciadas, las imágenes infinitas encierran las mentes individuales en su propia ebullición: incluso cuando son las mismas, cada uno tiene las suyas y de ellas ni siquiera vale la pena discutir.


Si el letrado trata de acercarse el mundo mediante la representación, como única vía posible a una vida inexacta que al final se le escapa, el cinemático trata de alejar el mundo de sí mismo mediante la imaginación, como único paradójico acceso a una experiencia realmente cercana

La cuestión es que la multiplicación de las imágenes no sólo ha rebasado sino que ha hecho rebosar el paradigma letrado. Ahora incluso las letras están en una pantalla; se mueven; pasan; remedan la inmediatez fugitiva de las imágenes. Por lo tanto ya no se pueden leer. Lo que, mientras duró el paradigma letrado, llamábamos lectura ya no existe. No es verdad que se lea menos que hace treinta años (Cicerón ya se quejaba en el año 45 a.C. de lo poco que leían los jóvenes romanos); probablemente se lee más. Lo que ha cambiado es la experiencia de la lectura. Así que, cuando se habla de leer más o de leer menos es muy importante entender qué significa leer -o qué significaba para el paradigma letrado, hoy tan residual o minoritario como el uso de máquinas de escribir o el consumo de fajas y corsés.

Veamos. Mientras el paradigma letrado fue dominante, leer no podía ser una operación solitaria. En el acto mismo de abrir un libro en la soledad orgullosa del propio cuarto, el lector inscribía su mente en un espacio público común. Encerrarse entre las páginas de un libro era abrirse al recinto de una comunidad de afinidad y discusión. Cada lector era el primero en leer a Hölderlin, a Kafka o a Dostievski y, al discutir en confidencia amorosa con los autores, se sumaba a una tradición, a un culto general y a un debate a cielo abierto que eran, a su vez, la matriz de nuevas lecturas y nuevos libros. Bajo el paradigma letrado, el placer de la lectura era inseparable, como en el amor, de la necesidad de hablar, de convencer, de decir la última palabra, de iniciar al otro, de ampliar el círculo. Si durante algunos siglos -pocos- la lectura ha sido educativa; si la literatura ha formado sentimental e intelectualmente a varias generaciones de humanos ha sido justamente porque es la única experiencia mental en la que la soledad y la comunidad coinciden. Uno puede disfrutar en soledad comiendo o masturbándose o haciendo puzzles; y uno puede disfrutar de la experiencia colectiva de una misa, un concierto o una orgía. Ahora bien, sólo en la lectura lo más privado es inmediatamente público y lo público -la discusión mental, tabernaria o académica- tiene inmediatas consecuencias privadas. El fin del paradigma letrado -y el triunfo de las pantallas- implica precisamente la separación de esas dos esferas -soledad y comunidad-: cada vez estamos más solos  y cada vez estamos más acompañados, pero sin que haya ninguna relación o sutura entre las dos situaciones. Cuando estamos solos -con nuestras imágenes- estamos literalmente fuera del mundo; cuando estamos con otros, estamos literalmente fuera de nosotros mismos. Esta separación o ruptura hace muy difícil la educación común; y también la experiencia idiosincrásica diferenciada. La fusión letrada, en cambio, convertía la literatura en algo más decisivo que la mera adquisición de conocimientos o el deleite de un pasatiempo. La literatura era una forma de vida y, como sugiere Germán Labrador para la generación a la que pertenezco, una enfermedad crónica a veces mortal. El viejo Rousseau, con su humor atrabiliario habitual, se lamentaba de haber aprendido a leer y escribir, pues había perdido así el contacto fresco y transparente de las cosas, pero -añadía- “ahora que sé leer y escribir todos mis placeres proceden de la lectura y de la escritura”. Lo que quería decir el ginebrino es que con la lectura se cruza un umbral sin retorno desde el que es fácil sentir nostalgia del nóumeno de la hierba primera y del rocío matinal, pero en el que se comparte, sin coger un avión ni salir de casa, un mundo viejo, abierto y colectivo en el que incluso sentirse solo -como Rousseau a veces, o misántropo, como Cioran- produce un enorme placer comunitario. Ese mundo y ese placer han dejado de existir. 

Cada generación europea se ha formado con una guerra, una revolución y una antología poética. La guerra sigue siendo posible; las revoluciones y las antologías poéticas no. Hoy se lee y se escribe más que nunca, pero eso, por paradójico que parezca, erosiona -y no protege- el paradigma letrado, que era lento como el papel y limitado como una pradera. La multiplicación y velocidad de las letras impiden la estabilidad generacional asociada antaño a escuelas y corrientes; la multiplicación y la velocidad excluyen la transmisión del saber a través del magisterio de esos autores comunes que llamábamos clásicos; la multiplicación y la velocidad debilitan también el diálogo entre el cine y la literatura, que han compartido y en parte comparten aún una narrativa letrada; la multiplicación y la velocidad, en fin, sólo son posibles a través de formatos tecnológicos cinemáticos o pantállicos incompatibles con la distancia hasta ahora llamada literaria. El paradigma letrado producía diarios y cartas, productos elaborados con conciencia un poco solemne para que formaran parte de la obra del autor -junto a sus novelas, sus ensayos y sus poemas-; producía también borradores a través de los que se podía seguir todo el proceso creativo de un autor muerto. Hoy ese material diacrónico reflexivo y cerrado ha sido sustituido -cancelado para siempre- por las letras vivas, saltarinas como pulgas, espontáneas como estornudos, inabarcables como células o bacterias, de los nuevos formatos tecnológicos. El e-mail, que aún permitía la represión letrada, era una especie en transición, a caballo entre los dos paradigmas, pero el WhatsApp, el Telegram, el Twitter, etc. son ya formatos tiránicamente post-letrados. ¿Nos imaginamos a los críticos del futuro reconstruyendo una obra sin borradores? ¿Nos imaginamos a esos críticos -o a los historiadores- reconstruyendo la vida de un autor o el pulso entero de una época a través de la polvareda infinita de los mensajes en la red, de los rastros sin límite de los grupos de WhatsApp y de las discusiones de Twitter? Puede que esos rastros sean más frescos e inmediatos, más directamente psíquicos y epocales, pero son tan inasibles en su exceso que ninguna vida será suficiente para esa tarea y hará falta un algoritmo informático que seleccione claves de lectura y temas parciales, reintroduciendo asimismo la distancia, pero no ya en el acto de crear sino en el de desechar. Los historiadores y críticos del futuro tendrán que afrontar demasiado material; abordar un océano de imágenes que tendrán que ser codificadas, no ya leídas. La crítica literaria quedará también así, como las propias obras, fuera del paradigma letrado.

Hoy hay dos tipos de lectores: unos pocos son aún letrados y están condenados por eso mismo a la infelicidad (como D. Quijote en su mundo sin caballeros); unos muchos son ya post-letrados que consumen libros (no necesariamente malos y a veces buenos o incluso muy buenos) como otros consumen pornografía o vídeos de gatos en YouTube, sin ningún horizonte formativo comunitario, sin ninguna ambición kantiana de discusión pública. Hay, en correspondencia, dos tipos de escritores: unos pocos letrados, que parasitan un mercado que ya no es el suyo (porque es sólo mercado y no espacio público ilustrado); y otros muchos cinemáticos (incluidos miles de usuarios de las redes) que escriben sin distancia ni representación, con falsa frescura epocal, no necesariamente mal, a veces muy bien, pero fuera ya del marco reflexivo praderil y compartido del paradigma letrado.  

¿Qué está lejos? ¿Qué está cerca? Con la lectura se cruza un umbral sin retorno; con la pantalla otro. El problema es que son poco conciliables; y que el paradigma ya dominante es menos compatible con la razón, la memoria y la imaginación; y por lo tanto con la democracia. No se trata de lamentar una pérdida, aunque sí de recordar que lo es -una perdida- mientras nos preguntamos qué podemos hacer, en favor del ser humano, dentro del nuevo paradigma. Esa pérdida es una tragedia para mí y aún más para mis hijos, a los que he educado mal y vivirán más tiempo, y para algunos pocos jóvenes letrados que se están quedando sin mundo o con un mundo muy reducido, como el de los filatélicos o los numismáticos. Tampoco se trata de idealizar a los letrados. Rousseau abandonó a sus hijos, Goebbels leía dos libros al día y fueron letrados los que inventaron y fabricaron la bomba atómica. Pero los cinemáticos son más peligrosos, porque dependen menos de sí mismos en un mundo crecientemente complejo, sin praderas ni anclas, en el que todos los vectores de cambio han escapado de nuestras manos: algoritmos financieros, tecnología armamentística, consumo e industria ecocidas volteados al abismo. En este mundo aún mestizo o de transición, con veinticinco siglos de glorias y miserias letradas, da miedo sobre todo pensar en lo que pueden hacer los cinemáticos con los inventos históricos de los letrados. 

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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7 comentario(s)

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  1. cayetano

    Indiciando lo hablado: https://elpais.com/elpais/2018/09/26/ciencia/1537960453_593059.html

    Hace 6 años

  2. cayetano

    Éste artículo enriquece a quién se atreve a nadar sus razonamientos, sea a favor o contracorriente, impide hacerse el muerto. Leerlo requiere e incita a nadar mentalmente, como uno de los ejercicios más completos del pensamiento. En los metros que he alcanzado dentro de este mar, se ven zozobras y también naufragios, esperanzas y miedos que alientan a seguir braceando. Vemos zozobras que le recorren del principio al fin, como la del joven Gramsci. También naufragios como el del mundo letrado que incorpora sus restos, mientras se pierde, al cinemático o pantállico en transición. Vemos miedo ante ésta transición, y esperanza amarga, por frágil para cambiar los designios o signos del Futuro. Y todo lo vemos reflexionando sobre la distancia, la racional y emocional, inducida por nuestro cuerpo y exocuerpo, eso que llamamos cuerpo social, también por sus nuevos artilugios que le caracterizan. Relación entre cuerpo y exocuerpo que provocan cambios radicales cual metamorfismo geológico, expresiones de intensidad y/o cantidad que transforma la cualidad, de relación inseparable entre forma y contenido. En este mar, la distancia es un@ mism@, por sustituir o fundirse la imagen pantállica y la mente propia, de forma que emoción, valores, principios, y distancia, pasan a estar mediadas por la pantalla. En manera que siendo nuestra propia mente, está aún más distante o ajena, es la enajenación, extrañamiento de nuestra mente en el “Mundo Feliz” o el “Ojo del Gran Hermano”. Así empieza por la multiplicación y velocidad de los formatos pantállicos, que acompañados de la digitalización portátil de los TICs son una extensión más del nuevo ciborgs, que ya no interpreta sino que ve directamente una imagen del mundo, que pasa a ser prolongación de la pantalla, más social y aislado que nunca. Este mar, de corrientes difíciles, si lo adentras, no permite impasibilidad, hacerse el muerto; y coincidas o no en argumentos, razones, reflexiones, te lleva al propio ejercicio de comprender el desacuerdo. Y aun en lo discorde, la mayor de las veces ofrece perspectivas diferentes que enriquecen el acervo y aportan nuevas miradas. Empecemos en la multiplicación y velocidad, son dos fenómenos más cotidianos de lo que pensamos y no sólo desde la perspectiva representativa-imagen, o letrada-pantállica. La velocidad es parte de nuestra cotidianidad y cultura en los países “OCDE”, en menor medida en cuanto la tecnología deja de ser parte del conocimiento ordinario y cotidiano. La velocidad del cambio que nos rodea en lo cotidiano, obliga a todos al estrés de adaptarse a los cambios, sean electrodomésticos, procesos de trabajo, medios de diversión, y adquisición del conocimiento. Esta sociedad de ritmo maratoniano hasta el agotamiento, no sólo abarca la vida laboral, también la doméstica e incluso la “recreativa”; aparentemente hemos conseguido liberar tiempo y sin embargo estamos más esclavizados que nunca. Y es la adaptación al cambio de vértigo en todos los ámbitos de la vida, que nos trae la renovación competitiva y requiere de la continua actualización en consumo y/o uso, producción, intercambio, “diversión” y “relaciones personales”. Algunos autores defienden que la plasticidad del cerebro ha desarrollado y soportado los cambios históricos, a base no de cambios fisiológicos internos, sino por reconfiguración de sus conexiones y funciones cerebrales. Y es un razonamiento plausible, no necesariamente cierto, ¿os imagináis a un neolítico o siervo de la gleba “viviendo” entre nosotros? De ser cierta esta hipótesis, la aceleración adaptativa a la velocidad, junto a la velocidad pantállica, serían el caldo social a una reconfiguración lingüístico-pantállica del propio cerebro, por mor de la educación social. Respecto a la educación institucional, cabría caer en la cuenta de que la vertiginosidad del oceánico y basto conocimiento, acompañado de que éste y su formación puedan estar a un click, nos sitúa no en la sociedad del conocimiento, sino de la competencia. Para Chomsky en sentido lingüístico, pero extrapolable, “La competencia es la capacidad de creación y producción autónoma, de conocer, actuar y transformar la realidad que nos rodea, ya sea personal, social, natural o simbólica, a través de un proceso de intercambio y comunicación con los demás y con los contenidos de la cultura” Ya ha entrado en la sociedad del conocimiento su descendencia, la competencia. Ella es quien permite usar, a legos o iletrados en ingeniería y otras artes, los Fablab para construir ingenios de tecnología muy avanzada, fantasiosa para el común que es equivalencia de ellos mismos. Pero la medida de la distancia sigue siendo el hombre o mujer, sólo que su cuerpo y exocuerpo no son los mismos, han cambiado por acción de las herramientas y su entorno social. Contexto en que el control de las pantallas, sus producciones y emociones, dan entrada directa de las imágenes representativas de múltiples alternativas, pero todas ellas estereotipadas, a tod@s cuant@s no cuestionan y se limitan a vivir (que en estabilidad -estanqueidad- social son mayoría, pero no siempre). Entrada directa que funde desde la distancia, mentalidad social dominante, en la diversidad de estereotipos integrados y ya convencionales, con la mente propia de cada un@. Y ello gracias a que nuestro cerebro es fundamentalmente visual, tan visual que al imaginar lo inexistente visualiza, tiene visiones, de manera que en este sentido, la socialización pantállica dejá menos espacio a la representación propia, creativa y crítica. Tod@s nos dejamos envenenar la mente por las mentalidades culturales de nuestro contexto, seamos iletrad@s, letrad@s o pantállic@s. Pero el medio de reproducción o producción de las mentalidades culturales y las nuestras propias, cambian en su radicalidad la cualidad del veneno. Es difícil escaparse de sí mismo elevándose por encima de su humanidad pretendiendo la objetividad, y no caer en la arrogancia de la divinidad narcisista. Pero es cierto, que el mismo término “elevación”, es valoración intencional del desgajamiento que podría entrañar humildad respecto al resto de la creación (ante la que nos creemos y actuamos como dioses); y al tiempo recordatorio de que estamos tuertos porque Todo está en Todo, al ser medido por el mismo rasero, nosotr@s. Tuertos respecto a la interpretación de la realidad y sus ideaciones, sean en las Ciencias Naturales y “Exactas”, y directamente desnortad@s no ya respecto de patrones sociales, sino de los supuestos valores éticos que entendemos como directores o guías. Pensar que nuestras acciones sociales colectivas o individuales, están dirigidas por valores universales, absolutos, inmutables, por encima de nuestra naturaleza animal y construcciones sociales, es ocupar otra vez el rol de Dios, replicando las ideaciones que sobre sus figuras hemos creado desde las tres culturas (orientales y animistas aparte). Es esa construcción social de los valores morales la que nos mueve a ser compasivos o no, a mirar para otro lado, o dejar de ver viendo (cuando el paisaje crea contradicciones), como siempre. La diferencia es que como dices, la pantalla nos selecciona la mirada del mundo, y su imagen al tiempo adormece la creación, que nos da elaborada (en sus variopintos estereotipos convencionales). Lo pantállico facilita el extrañamiento, enajenarnos, adormecernos para continuar “cómodos” sin cuestionar, mientras nuestra comodidad no sea cuestionada. El único patrón que nos puede servir para valores y ética no es natural, ni universal, ni absoluto, ni eterno, sino utilitarista, por ende realmente es moral, aquél que nos ayude al mejor y más vivir (pero acaso el mejor y más vivir no cambia en el tiempo y espacio, por cierto qué fue primero el tiempo y espacio, o sólo el espacio que en movimiento dio tiempo) considerado históricamente. Esa realidad animal y social histórica establece la distancia y compasión. Pero volviendo al tema del extrañamiento de nuestra propia mente, enajenada por la sociedad pantállica. Lo próximo, a falta de distribuir socialmente, es mucho más potente (¡uf! que repelús). Pues si nuestra mente es fundamentalmente visual, no deja de tener diferentes sentidos que determinan la cercanía, el dolor emocional y físico… Donde nos encontramos ahora mismo, es en la transmisión de las percepciones completas en todos sus sentidos, se trata no ya de ver imágenes y pantallas, sino de artilugios más complejos que participan de otros sentidos, y más carga intensiva en los ya usados. Por ejemplo, el tren o lo que… si saldrían de la pantalla incorporándose a nuestro entorno clonado, y por ende incidiendo directamente sobre la emoción y consciencia sin ejercicio mental propio, atrofiándonos que no otra cosa es dejar de ser, como enajenación social y aceptada por tod@s. La comunicación pantállica y por venir, significa que las gentes estarán más adocenadas. Si fuera una solución sin continuidad, ceteris paribus, probablemente llegaría al control del “Mundo Feliz”. Pero la interacción, contradicciones sistémicas, sus luchas sociales, borran el rastro químico que sigue la fila, y alumbra la esperanza. Esta misma comunicación social en redes puede ser viral aun con invisibilización de los medios generalistas, sean proactivos multiplicando su efecto o invisibilizadores (que dependiendo del contexto, los últimos podrían tener efectos más disruptivos, con independencia de los resultados, miremos a las primaveras árabes). Y foto, video, producción audiovisual, hoy más que nunca están al alcance fuera de los circuitos de la Academia, tal como ocurrió cuando la imprenta dio acceso y entrada a los enciclopedistas, la ilustración…, a más amplias capas sociales. Pero imaginar esos nuevos formatos en equivalencia temporal al significado de la Ilustración, o el marxismo, por muy letrado que se sea, como dices, requiera haber nacido en el nuevo paradigma. Gentes que hayan nacido con las TICs, en una sociedad ultraveloz adaptativamente y en transmisión de información, conocimiento y manejo, con herramientas físicas y “lingüísticas” (creativas y transmisoras) de la competencia (competente chomskiana tan castellana), esperemos que pronto aparezcan dichos cuerpos alternativos. Con Fukuyama se decía que era más fácil pensar el fin del Mundo, que del Capitalismo. Ahora pensamos que el capitalismo de hoy no permitirá mañana, aunque no sepamos como sortear al fin. Esperemos que la esperanza se habrá camino para una relación respetuosa intrahomine y con la madre Tierra, diosa de toda fecundidad. Un cordial saludo.

    Hace 6 años

  3. Angel

    ¿Cómo seguir entonces confundiendo gigantes y molinos sin recibir el ostracismo de los mercaderes? ¿Letra es siempre herida y rasguño.?

    Hace 6 años

  4. Norman Bálsamo

    Como disfruté tanto al leer este artículo, decidí compartirlo en ni Facebook (ayer sábado 22 de septiembre de 2018). Automáticamente pensé que ninguno de mis contactos lo leería, o quizá alguno sí, alguno de los pocos con los que aún compartimos charlas profundas fuera del ámbito virtual. El artículo, según los estándares actuales, es muy largo y requiere / provoca que reflexionemos, cuestiones que escapan a la liviandad de una selfie, un vídeo de perritos o gatitos haciendo chorradas, o una opinión política que genere exaltación e insultos. La prueba del éxito de compartirlo, de equivocarme en mi presagio, serían los “likes” o, milagrosamente , algún comentario. Un día más tarde no hay vestigios de ninguno de los dos, así que me quedo aislado y solo tras una pantalla que tiene vida por si misma y es a la vez ajena a la de todos los “avatares” que participan en ella. No obstante, mantengo la esperanza de llevar esta charla frente a una mesa sólida, donde las palabras estén compuestas de aliento y latidos y no de ceros y unos.

    Hace 6 años

  5. Godfor Saken

    "Post Cinematic Affect", by Steven Shaviro. This book ponders the fate of the movies in a world of digital media, globalization, and massive financial flows: http://www.zero-books.net/books/post-cinematic-affect

    Hace 6 años

  6. Godfor Saken

    La frase "¿Nos imaginamos a esos críticos -o a los historiadores- reconstruyendo la vida de un autor o el pulso entero de una época a través de la polvareda infinita de los mensajes en la red, de los rastros sin límite de los grupos de WhatsApp y de las discusiones de Twitter?" me ha hecho recordar este capítulo del libro “Sum. Cuarenta historias desde la otra vida”, de David Eagleman: “El conmutador de la muerte”. No existe la otra vida y, sin embargo, una versión de nosotros sigue viviendo. A principios de la era de los ordenadores, cuando la gente se moría se llevaba consigo sus contraseñas personales y nadie podía acceder a sus ficheros. En momentos en los que era vital penetrar en ellos podían producirse atascos en las compañías. Fue entonces cuando los programadores informáticos inventaron los conmutadores de la muerte. Con uno de esos conmutadores el ordenador te pide la contraseña una vez a la semana para asegurarse de que sigues vivo. Cuando dejas de responder durante un tiempo determinado, el ordenador deduce que estás muerto y tu contraseña es enviada por correo electrónico automáticamente a tu asistente. Los individuos empezaron a utilizar conmutadores de la muerte para revelar a sus herederos los números de las cuentas bancarias que tenían en Suiza, para tener la última palabra en una discusión y para confesar secretos de los que no habían hablado nunca en vida. Enseguida se hizo patente que los conmutadores de la muerte constituían una buena oportunidad para despedirse electrónicamente. En vez de repartir las contraseñas, la gente comenzó a programar sus ordenadores para enviar a sus amigos correos electrónicos anunciándoles su muerte. «Parece que estoy muerto», empezaría. «Aprovecho para decirte unas cuantas cosas que siempre quise expresar...». Poco después, las personas se dieron cuenta de que podían programar los mensajes para que se enviaran en una determinada fecha: «Feliz ochenta y siete cumpleaños. Hace veintidós años que fallecí. Espero que todo te vaya de maravilla». Con el tiempo, la gente comenzó a llevar el uso de los conmutadores mucho más lejos. En vez de confesar su muerte a través de los correos electrónicos, fingían no estar muertos. Por medio de algoritmos de autorrespuesta que analizaban de manera ingeniosa los mensajes entrantes, un conmutador podía generar excusas para rechazar invitaciones, felicitar a las personas por algún acontecimiento agradable y afirmar que tenías muchas ganas de volver a ver a alguien. Hoy, construir un conmutador de la muerte para fingir que no estás muerto se ha convertido en una forma de arte. Se programan para enviar algún fax que otro, hacer transferencias bancarias o comprar online la última novela que ha salido al mercado. Los más sofisticados rememoran aventuras compartidas, intercambian bromas y recuerdos de alguna feliz escapada, fanfarronean sobre pasadas hazañas y reúnen años de experiencia. En este sentido, los conmutadores de la muerte se han convertido en verdaderas bromas sobre la mortalidad. Los humanos han descubierto que no pueden detener a la Muerte, pero, al menos, pueden escupirle en la bebida. Todo esto empezó como una animada revolución contra el silencio de la tumba. Sin embargo, el problema para los vivos es nuestra creciente dificultad para determinar quién está vivo y quién no. Los ordenadores operan de día y de noche enviando los actos sociales de los muertos: saludos, condolencias, invitaciones, coqueteos, excusas, charlas sin importancia, bromas personales, códigos, en definitiva, existentes entre personas que se conocen bien. Ahora queda claro hacia dónde va esta sociedad. La mayoría de las personas están muertas, y nosotros somos algunas de las pocas que quedan. Cuando también nosotros muramos y se pongan en funcionamiento nuestros conmutadores, no quedará nada más que una sofisticada red de transacciones y nadie que las lea: una sociedad de correos electrónicos moviéndose a toda velocidad a través de silenciosos satélites que orbitan alrededor de un planeta igualmente silencioso. Así que no existe una vida después de la muerte como tal, sino que esta nueva vida tiene lugar dentro de lo que existe entre nosotros. Cuando una civilización alienígena descubra la Tierra, comprenderán de inmediato lo que hacían los humanos, porque lo que quedará será el registro de sus relaciones interpersonales: quién amaba a quién, quién competía, quién engañaba, quiénes se reían en sus viajes y en las cenas durante las vacaciones. Los lazos personales con jefes, hermanos y parejas están grabados en los comunicados electrónicos. Los conmutadores de la muerte simulan tan bien la sociedad que la red social se puede reconstruir por completo sin problema. Los recuerdos del planeta sobreviven en forma de ceros y unos. Esta situación nos permite revivir indefinidamente bromas compartidas, poner remedio a las consecuencias de aquella palabra amable que no dijimos y recordar historias sobre deliciosas experiencias terrenales que ya no podremos sentir. Recuerdos que ahora tienen una vida propia; nadie se olvida de ellos ni se cansa de relatarlos. Estamos bastante satisfechos con el arreglo, porque revivir nuestros días gloriosos es, quizá, lo que hubiera ocurrido en la otra vida en cualquier caso.

    Hace 6 años

  7. Godfor Saken

    Cinema has changed us all: The birth of alienation: https://www.independent.co.uk/arts-entertainment/books/features/cinema-has-changed-us-all-the-birth-of-alienation-8190723.html

    Hace 6 años

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