La inteligencia es la adaptación al medio. Esta definición permite integrar millones y millones de inteligencias. La de la hiedra, que jamás cae de la pared, y que trepa por ella con la velocidad del vegetal, a través de una voluntad que no deja de ser sabiduría. La del gusano, que teje con precisión la seda, hasta crear algo que, en cierta manera, sabía. La del simio, que sabe protegerse de la lluvia y del hambre con serenidad y herramientas. La inteligencia de las personas es exactamente así, como el resto de inteligencias animales. Nos permite calcular el siguiente paso, como a la hiedra, nos permite tejer proyectos, o prever la lluvia, evitar el hambre, en fin, con una infinita gama de herramientas. Sí, la inteligencia humana es un conjunto infinito de ecuaciones, que posibilitan la existencia del animal con mayor adaptación al medio. Pero también, esa misma inteligencia exitosa, ofrece la posibilidad de crear una decisión imposible en el resto de animales. La posibilidad de no adaptarse. La posibilidad de, a través de la inteligencia, y sin ningún otro argumento, recorrer el camino inverso al de los animales y decidir ser un inadaptado. Despreciar lo que aprecian el resto de las inteligencias. La felicidad de dejar de trepar, de calcular, de construir lo que te ordenan miles de generaciones anteriores, de prever, de protegerte. La plenitud de dejar de ser un animal. La felicidad extrema de despreciar el cuello ensangrentado de otros animales, los rugidos, el ansia. La libertad inapelable de huir de la selva. Y la tristeza tenue de descubrir, de pronto, que no eres más que un animal solitario, sin adaptación posible a ningún medio. Tu fragilidad. Tu humanidad.