Los mayores luchaban contra algo que llamaban capitalismo. Cuando la policía les venía a buscar, se dejaban detener. Salían de casa serenos y en silencio, como si todo ello no fuera nada. Había en esa actitud algo teatral. Y, claro, una valentía inaudita, pero poco humana, que nunca sabías si tú la tendrías en esos trances. Yo, en todo caso, no quería esa valentía para mí, y me daban ganas de gritarles que aquello, en efecto, no era humano. Que lo iban a perder todo. Que ya lo habían perdido. Y que lo habían perdido todo a cambio de nada. Con el tiempo, me quité de en medio esa idea de compromiso feroz y abusivo contra uno mismo. En la juventud, ya no la tenía. Mi compromiso era pequeño y sencillo. Ahora es aún más leve y básico. No puede ser más básico. Consiste en que no penetre en tu casa y en tu vida la brutalidad del exterior. Que no entre la brutalidad del alquiler, las diferencias económicas, el poder, los gritos. Permitir así la enfermedad o la tristeza o la risa, corregir la debilidad, que los golpes de fuera no existan dentro. No es mucho. No es casi nada. Por eso no entiendo que cuando todo eso me viene a buscar, lo reciba sereno y en silencio, como si no fuera nada. No entiendo que en ese trance mi hijo me vea poseedor de una actitud teatral. Y que con su mirada me grite que eso es algo no humano, que crea que lo pierdo todo, todo, a cambio de nada, y que él nunca será así, que eso es un abuso contra uno mismo.