Se ha escrito mucho sobre cómo el sistema capitalista sobrevive gracias a la apropiación del trabajo de cuidados de las mujeres y los recursos naturales. Por una parte, la economía clásica no ha dado nunca valor, ni económico ni social, a los cuidados. En consecuencia, en tanto en cuanto, los cuidados han sido tradicionalmente la responsabilidad y destino vital de las mujeres, las mujeres no han tenido valor por sí mismas fuera del rol de cuidadoras. Esta visión de la mujer es, sin duda, el origen de la desigualdad de género.

Por otra parte, el capitalismo es un depredador de recursos naturales (energía, agua, materiales, suelos…) Nuestro modelo de desarrollo ha dado la espalda a los equilibrios y límites físicos del planeta llevándonos a una crisis ecológica de la que nadie hable, pero que todo el mundo sufre (el efecto más conocido es sin duda el cambio climático). Cada vez hay más evidencias de la inviabilidad de mantener un sistema basado en el crecimiento ilimitado, tanto por cuestiones de seguridad en cuanto al nivel de colapso de algunos sistemas vitales, como por la desproporcionada y creciente desigualdad que genera entre personas y países.

Vemos, por tanto, que el feminismo y ecologismo social explican las causas de la desigualdad en el sistema capitalista y tratan, desde la reflexión, el activismo y la acción política, de corregir o atenuar los desmanes del sistema respecto a las mujeres y la naturaleza. El riesgo del pensamiento transformador compartimentado está ahí. Tanto el triunfo de las premisas feministas o ecologistas en solitario ni corregirán por completo la desigualdad, ni ofrecerán una alternativa a un sistema que hace aguas y que no puede ofrecer una vida digna a todas las personas del planeta.

Merece la pena hacer un poco de ciencia ficción e imaginar lo caricaturesco de un capitalismo feminista o una transición ecológica patriarcal. Imaginemos una sociedad (occidental por supuesto) en la que corresponsabilidad de los cuidados es un hecho, pero que no ha conseguido frenar las consecuencias del cambio climático (que además tienen un mayor impacto en las mujeres) ni ha conseguido restablecer el equilibrio de la economía y los flujos naturales, poniendo en riesgo la supervivencia, o al menos dificultándola para la gran mayoría del planeta.

Pensemos, igualmente, en una sociedad que ha asumido que justicia social y justicia ambiental van de la mano y que ha diseñado una transición ecológica a favor de la mayoría, solidaria, y que ha resultado en una consolidación de derechos y mejora generalizada de la calidad de vida. La economía se ha adaptado a los flujos naturales y se ha conseguido frenar las consecuencias más graves del cambio climático. Sin embargo, como no ha tenido en cuenta el feminismo, seguirá siendo una sociedad desigual puesto que la mitad de la población seguirá ocupándose mayoritariamente y sin ningún reconocimiento social y económico de los cuidados. Lo que supondrá perpetuar realidades como mayor la precariedad femenina o la presentación de las mujeres en ciertos espacios.

Sin ninguna duda, la economía feminista debe ir más allá de la economía de los cuidados. Poner la vida en el centro no significa única y exclusivamente la vida humana, si no la vida en sentido amplio. Cuando hablamos de vida y naturaleza hemos de referirnos también a los flujos de energía y materiales  (cuyo equilibrio se ha roto debido a la manera en que producimos y las cantidades que producimos), pero también a los ecosistemas y seres vivos (a los que estamos infringiendo daños irreversibles con nuestro modelo de desarrollo).  La sostenibilidad de la vida humana depende de la sostenibilidad social y ecológica, es decir, asumir que somos seres interdependientes (que necesitamos cuidados) pero también ecodependientes (que necesitamos del medio ambiente).

De la misma manera, el ecologismo social debe incorporar la visión de la economía feminista. No se puede solucionar la crisis ecológica sin afrontar la crisis de cuidados. Luchar contra la desigualdad, implica incluir el feminismo y conseguir que la mitad de la población deje de estar sometida y oprimida por las lógicas patriarcales por muy verdes y sostenibles que sean. Además, las políticas que se deriven de la transición ecológica deben tener en cuenta la perspectiva de género. Esto es, que no reproduzcan situaciones de desigualdad o contribuyan a consolidarlas, pero también que las oportunidades laborales y de desarrollo que se abran no dejen fuera a las mujeres.

La conclusión es que cualquier programa, movimiento o paradigma transformador del siglo XXI tiene que tener en cuenta tanto el feminismo como los límites del planeta. Ni la justicia social ni la igualdad de género pueden entenderse en un sistema que no aspire a recuperar el equilibrio con la con el medio ambiente. Es decir, no es posible derribar el patriarcado sin revertir la dominación sobre la naturaleza. De la misma manera, el ecologismo social fracasará en su objetivo de lograr la sostenibilidad social y ambiental, si las lógicas patriarcales siguen determinando la situación de la mujer en la sociedad.

Urge diseñar e implementar economías alternativas al capitalismo depredador de la vida. Tanto el feminismo como el ecologismo social deben aunar fuerzas para constituir una economía distributiva y regenerativa, que tenga en cuenta los trabajos de cuidados pero que esté incardinada en la naturaleza. Una economía que asegure la prosperidad de todas las personas dentro de los límites del planeta. También, y en igualdad de condiciones, la de las mujeres.

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Rosa Martínez es diputada de Unidos Podemos por Bizkaia.  Coordinadora de Ecopolítica.