En 2011 se encontró en Praga un enterramiento de hace 4.800 años con el testimonio, a día de hoy, más antiguo de la diversidad humana por identidad de género. En la tumba yacía un esqueleto de hombre enterrado con la postura y el ajuar de una mujer, demostrando que, ya entonces, personas nacidas con genitalidad masculina vivían como mujeres y su sociedad las aceptaba como tales. En realidad, la diversidad de género está presente en cualquier cultura, en cualquier época y en cualquier clase, afectando incluso a emperadores guerreros como Heliogábalo o Asurbanipal. Lo que varía es la respuesta social. Desde las sociedades que integraban a las personas que hoy llamamos transexuales hasta las culturas del tercer sexo, muchas sociedades nos permitieron a las mujeres transexuales tener un papel social como sacerdotisas, mujeres de familia, amantes de los poderosos o simples campesinas. Con las culturas patriarcales todo cambió. 

Desde el momento en que los varones asumieron la propiedad y el poder, se hizo necesario el control de la sexualidad de la mujer y su sometimiento a las necesidades de una normatividad sexual y familiar. La disidencia fue cada vez más castigada. Las mujeres no reproductivas fueron repudiadas, las rebeldes a las normas familiares, estigmatizadas o esclavizadas, y obviamente, los nacidos para ostentar el poder patriarcal que osaban desertar del género para declararse mujeres, fueron convertidas en juguetes sexuales, marginadas o sencillamente eliminadas. El patriarcado nos convirtió en un peligro social que debía ser erradicado. La historia de la violencia institucional contra las mujeres transexuales es antigua y se prolonga durante siglos; de ella también tenemos testimonios fehacientes, como la ejecución de Margarida Borras en la Valencia de 1460. De hecho, perdura hasta hoy mismo. 

Al igual que las demás mujeres, las mujeres trans no adquirimos derecho alguno con las proclamaciones de los derechos ciudadanos en las revoluciones liberales, pero a diferencia de la mayoría de las mujeres, nosotras no nos beneficiamos de las primeras luchas feministas del siglo XIX, ni de las declaraciones de los derechos humanos del siglo XX. La identidad de género no es proclamada como derecho en la declaración universal de los derechos humanos, en la carta europea de derechos fundamentales, ni en ninguna de las grandes declaraciones humanitarias. Mientras la mujer luchaba por el reconocimiento de su voto, de su libertad y de su derecho al trabajo, nosotras continuábamos sometidas al código penal, internadas en el psiquiátrico o sometidas a la marginación y la violencia. De hecho, el primer movimiento feminista nunca nos reconoció, pues pese a quejarse de la opresión patriarcal, utilizaba como referente la sexualidad maternizada y asumía, sin ser consciente de ello, la misma normatividad sexual. La diversidad sexual en general y la identidad de género femenina en particular todavía hoy provoca amplio rechazo social, incluso en algunas corrientes autodenominadas feministas. En 67 países aun permanecemos bajo la amenaza de prisión y en ocho Estados se nos puede condenar a muerte. Incluso en países que han asumido la igualdad como bandera, seguimos viviendo en condiciones de violencia estructural. 

El proyecto de monitorización de la violencia transrespect vs transfobia, pese a sus grandes lagunas en la recopilación de datos, manifiesta que pese a ser pocas (una de cada 40.000 personas es mujer trans), acumulamos un índice de asesinatos que si se diera en la población general supondría un escándalo. La mayoría quedan impunes. Mayor es, por supuesto, el número de agresiones. 

Pero si hemos de centrar el problema, es necesario hablar de la violencia institucional que sufrimos. En muchos Estados no se nos reconoce el derecho legal a nuestra identidad. En otros, las condiciones del cambio legal implican la esterilización forzosa, el divorcio forzoso de nuestras parejas o la exclusión del derecho de familia. Incluso en países abanderados de los derechos LGBTI, el cambio de sexo implica declararse trastornada mental o el sometimiento a diagnósticos y tratamientos médicos que pueden no ser deseados. Es cierto que los tribunales de DDHH ahora prohíben la discriminación por identidad de género, pero nunca han reconocido explícitamente nuestro derecho a ser, y por ello, los menores transexuales son ignorados en su identidad, obligándoles a una adolescencia atormentada en la que no son raros los suicidios. Nuestra tasa de suicidios triplica/cuadruplica la general. La mayoría de las mujeres transexuales no tienen pareja, menos aún familia propia, la mayoría carecen de trabajo regular, y por encima de los 40 años, la mayoría son o han sido trabajadoras sexuales. Sólo en unos pocos Estados se nos ofrece asistencia médica completa. Con independencia de que el feminismo o el movimiento LGBTI consigan éxitos en la lucha contra la discriminación, no se pone el foco en el auténtico problema: la normatividad sexual impuesta por las sociedades patriarcales. Podemos aprobar leyes que promuevan la igualdad, pero es difícil obtener un cambio social sin cambiar nuestro patrón de pensamiento, crear nuevos referentes y evidenciar la violencia oculta en el rechazo a la diversidad.

El feminismo histórico puso de manifiesto la violencia social del patriarcado. El feminismo de última generación ha evidenciado la necesidad de redefinir el género, incorporar las feminidades marginales, denunciar la exclusión social y económica como otra forma de violencia y deja claro que ésta es una lucha cultural y transversal a muchos movimientos sociales. La batalla está en curso, querida lectora, querido lector, te esperamos en la lucha para que todos los seres humanos sean libres e iguales en dignidad y en derecho. 

--------------------

Marina Echebarría Sáenz es licenciada y doctora en Derecho, catedrática de la Universidad de Valladolid y activista transgénero.