Recuerdos de Auschwitz
La autora, cuya madre fue internada en Auschwitz siendo aún muy joven, enfrenta muchos años después los recuerdos de esa experiencia, a cuyo relato se había resistido
Raquel Kleimann 19/11/2018
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La incesante avalancha de lo que se ha dado en llamar “literatura del Holocausto” podría estar produciendo cierto hartazgo sobre el tema. Pero se trata de un hartazgo que repercute únicamente en la literatura de ficción, probablemente porque ninguna ficción es capaz de ir más allá de donde llega el testimonio del horror. Lo decía meses atrás Javier Rodríguez Marcos al preguntarse por qué naufraga la última novela de Martin Amis, La Zona de Interés (Anagrama): “Por lo mismo que naufraga casi toda ficción novelesca sobre el Holocausto: los testimonios de los que lo vivieron tienen tanto voltaje literario que poco le queda que añadir a la imaginación destilada en palabras”. Por numerosos que sean, esos testimonios siguen siendo insuficientes para dar cuenta de un horror que seguramente nunca se alcanzará a abarcar ni a comprender del todo. Siempre quedará todo por decir de lo que es en sí mismo indecible: de ahí que cada palabra arrancada a ese abismo de crueldad y sufrimiento constituya una forma de desagravio.
Iboy (Ibi) Bernath nació el 3 de abril de 1924 en Transilvania, hoy Rumanía , en la localidad de Gherla (en húngaro Szamosivár). Su padre murió cuando ella tenía seis años. Era la pequeña de siete hermanos, de los que la mayor se llamaba Helen. De origen judío, Iboy fue deportada a Auschwitz el 3 de abril de 1944, el mismo día que cumplía veinte años, y fue liberada por los aliados exactamente un año después, el 3 de abril de 1945. Su madre, su hermana Helen y sus sobrinos fueron exterminados en el campo. De regreso en su país, Iboy vivió la dictadura comunista rumana hasta el 15 de febrero de 1960, fecha en la que emigró a Israel, donde vivió el resto de su vida. Residía en Beer Sheva, en el desierto del Neguev. Murió con 87 años. Tuvo una vida plena, tres maridos, dos hijos. Uno de ellos, la psicoanalista y ensayista Raquel Kleimann, autora de un importante ensayo sobre las complejas relaciones de Elias Canetti con el psicoanálisis (Elias Canetti: luces y sombras, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005), recogió, poco antes de morir su madre, sus recuerdos de Auschwitz. Reparaba así su propia resistencia a saber nada de lo que ocurrió allí. Lo que sigue son las notas que recogió los dos días en que, más de sesenta años después de aquella experiencia, prestó por fin oídos a su relato. Son notas nada más, sin elaborar, que tratan de atrapar en su inmediatez unos recuerdos ya borrosos, en los que perdura sin embargo el eco de lo vivido.
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Recuerdo que cuando yo era pequeña mi madre me contaba historias de Auschwitz y yo no las quería escuchar, me tapaba los oídos. Excepto en esto, fui por lo general una niña complaciente. Con más de sesenta años, leyendo a Philip Roth, éste me puso en la pista de Primo Levi y sus escritos sobre Auschwitz. No tardé nada en leer sus libros, engullirlos, y con el ansia de sesenta años de espera sentí que había llegado el momento de escuchar a mi madre.
En nuestras conversaciones telefónicas diarias –ella en Israel, yo en Madrid– le fui comentando los textos de Primo Levi, cotejando algunos datos con ella. Pero ahora era ella quien no tenía ganas de contar. “Ya te lo contaré cuando vengas”, me dijo.
Tiempo después, al día siguiente de mi llegada a Beer Sheva, donde vivía mi madre, me senté a su lado en el sofá con el cuaderno en la mano. “¡Qué pena que no hayas traído una grabadora!” Pero yo me fiaba más de mis notas. Había llegado el momento, pensé.
Beer Sheva, 21 de octubre de 2010
Le pregunto en húngaro: ¿Cómo empezó? Y ella me dice: “Az ugj kezdódót hogj ó meg útót és én visza útótem”. ¡Increíble! Empezaba su relato con humor: “La cosa empezó así: él me pegó y yo le devolví el golpe”. Así empiezan todos los relatos de peleas infantiles. Mi madre quería desdramatizar y de paso replicar, pensé, al primero y más común de los reproches a los deportados: el haberse dejado llevar como reses al matadero.
–Fue el 3 de abril de 1944...
Mi madre no parece notar ni dar importancia al hecho de que ese era el día de su vigésimo cumpleaños.
–Vinieron los paramilitares a decirnos que no podíamos salir de casa. Luego vinieron los soldados húngaros y dijeron que hiciéramos las maletas, que nos íbamos a la fábrica de ladrillos. Hicimos las maletas, metimos ropa de cama y más cosas en unos hatillos, los cargamos en un carro tirado por un caballo y nosotros lo seguimos a pie, un kilómetro y medio o así. Mi madre, mi hermana Helen, sus dos hijos –Szuri, de diez años, y Nashi, de trece– y yo. Szuri era una belleza, tenía el pelo rubio largo, los ojos negros como el carbón, las pestañas largas y oscuras, la tez blanca. Preciosa. Le preguntaba a Babi, nuestra inquilina, en yiddish: “¿Ich bin shein” (‘¿Soy guapa?’) y la goya (‘gentil’), que no tenía hijos y que la adoraba, le contestaba: “¡Mucho!”. El niño era delgadito y de poca estatura. Eran huérfanos de padre y se habían venido a vivir con nosotros hacía un año o así. En el terreno de la fábrica de ladrillos nos sentamos en el suelo y comimos lo que había...
El discurso de mi madre se vuelve de pronto borroso, las frases inexactas, sin apenas preposiciones.
–Estuvimos allí una semana. Las condiciones eran pésimas… Había un tejado (sapron), pero aquello estaba al aire libre. Después de una semana cargaron las cosas en el carro y nos fuimos al tren en vagones de animales, unas sesenta o setenta personas en cada uno de los vagones. Sólo cabíamos sentados. Toda la gente del pueblo vino a la estación a despedirnos: se quedaban mirando y riéndose delante del vagón. Mi mejor amiga, Sari, que vivía a cinco casas de la nuestra, estaba en primera fila riéndose. Nuestra inquilina, la que quería a Szurika, le trajo pan, pero no le dejaron dárselo. Teníamos cebollas, un poco de pan seco, sin agua. Cinco días y cinco noches hasta Silesia. En el rincón, al final del vagón, había un orinal...
En este punto le pregunto a mi madre si sabían algo.
–No, sólo sabíamos que estaban reuniendo a todos. Pero no, espera. No fue así. Primero nos llevaron a Kolozsvár (Cluj), una semana.
Pregunto si allí también había una fábrica de ladrillos, como en Gherla (Szamosivár), de donde habían partido. Me dice que sí. Luego fueron de nuevo en tren hasta Ober Silesia (Polonia). Tenían hambre. Los niños. Sólo había pan seco.
–Yo no comí, se lo cedí a los niños. Cuando llegamos vi un territorio enorme, completamente llano. Sólo se veían las vallas de alambres, y mujeres rapadas. Pensamos: seguro, piojosas. A nosotras no nos raparán, nosotras somos limpias. A la hora ya estábamos rapadas. A unos cincuenta metros estaba un soldado guapo indicando con el dedo quién iba a la derecha y quién a la izquierda...
Supe luego que se trataba de Mengele, pero ella no me dice el nombre. Días más tarde, y contestando a mi pregunta, me lo confirma:
–Sí, era él. Era guapo, y con un movimiento de dedo decidía quien vivía y quién moría.
Lo dice sin emoción.
–Yo fui con mi madre pero me apartaron de ella. Fui hacia ella otra vez y me volvieron a empujar, y cuando quise volver con ella por tercera vez la había perdido entre la multitud. Cogí a los niños de la mano pero también me separaron de ellos. Había mucha gente, una multitud.
Días más tarde, rectifica:
–Cogí a uno de los niños de la mano. No, no recuerdo a cuál de ellos. Luego me separaron. Nos raparon. No se podía rechistar. En el baño sólo nos dejaron conservar los zapatos. Nos dieron unos harapos. Una especie de vestido. Nos llevaron en filas de cinco y nos metieron en el Lager C, en la barraca 8 (era la barraca de los niños y jóvenes). Había unos mil en cada barraca. En literas de a cinco. Para darse la vuelta había que avisar a todas y ponerse de acuerdo.
Pregunto y me contesta:
–Sin manta, sin colchón, en tres niveles. Seis literas a cada lado, un total de doce.
Me da estos detalles contestando a preguntas mías. No la interrumpo, aun cuando noto algunas contradicciones.
–Una semana allí. Después nos llevaron a Cracovia a ducharnos...
¿A qué distancia? No lo entiendo: a qué viene irse tan lejos para ducharse. Pero no interrumpo.
–A la vuelta cada una cargaba encima tres edredones. Pesaban mucho, estábamos muy debilitadas. Allí me dieron un vestido roto con piojos. Uno me picó y a la media hora ya tenía fiebre alta. Cogí el tifus exantemático...
Se trata de una enfermedad aguda y grave caracterizada por fiebre alta prolongada, cefalea refractaria y exantema maculo-papular... Para pasar los edredones de Polonia a Alemania se los repartieron, seguro que los habían requisado a los judíos. ¿Sería esta la razón del viaje y de la ducha en Cracovia? Llama la atención cómo ahora, igual que entonces, acepta sin preguntar la ausencia de intenciones, de lógica o de razones para lo que allí estaba pasando. El único fin era sobrevivir a aquel enorme sinsentido.
–Tenía fiebre, pero cuando intentaba ponerme de cuclillas para descansar un poco enseguida un perro, un pastor alemán, se me arrojaba encima. Mi amiga Rozsi se ofreció a ayudarme con los edredones pero no la dejé. Era más débil que yo.
Le pregunto si era buena persona.
–Yo sí que lo era con ella –me contesta–. A estas alturas, aparte de la fiebre, me salieron unas ronchas rojas y marrones del tifus. No podía andar. La Lager Alteste, la encargada del Lager, una polaca, una mujer dura, le advirtió a Rozsi: si tu hermana (me tomaba por su hermana) no sale al Tzel Appel [‘el recuento’] se la llevarán. Se refería al crematorio. Dejó que me tumbara en el centro de la barraca sin salir. Una vez me caí, no llegué a desmayarme, sólo vi círculos negros. Cada día a las tres de la madrugada nos sacaban en filas con el frío, y de día hacía mucho calor.
Hago un inciso. Le cuento que en Israel, en la mili, en el tironut (‘el campamento’), nos hacían lo mismo. Nos despertaban a las tres de la mañana y nos mandaban a formar en cinco minutos fuera, y si alguien llegaba tarde nos lo volvían a hacer varias veces. Educadamente me dice: “¿Si?”. Y sigue. Me explica que en alemán Tzel -Tzailen es ‘contar’; Appel es ‘recuento’. Tardaban tres horas o más si las cuentas no encajaban. Tenían que saber si alguna se había fugado. Si las pillaban, las apaleaban, las colgaban o les pegaban un tiro en la cabeza. Lo dice con tranquilidad, sin emoción.
–Empecé a adelgazar pero no me abandonaba, me duchaba. Me pillaron para cargar muertos en el carro y me negué. Me pegaron una buena paliza y lo tuve que hacer –se ríe–, cargar después de ser apaleada. Enfrente estaban los checos. Un día trajeron unos coches. Eran camiones. Los metieron a todos dentro y los gasearon allí mismo, hombres y mujeres juntos. Trajeron dentistas para sacarles los dientes de oro. Lo vi y lo oí todo.
¿Qué pensaste?, le pregunto, por decir algo
–Nada. Allí no pensabas.
Con ello me confirma la conclusión de Primo Levi: que la primera regla de la supervivencia era no pensar, para no volverse loco. Al rato añade:
–Hoy ellos, mañana yo.
Luego sí pensaba.
–Decían que el jabón se hacía con los muertos, con su grasa, así que lo evitábamos. Me frotaba con tierra y me limpiaba así. No teníamos toallas, nos secábamos así, al aire.
Son muchas anécdotas, se queda en blanco.
–Tres meses estuve en Auschwitz. Con grandes dudas, debido a mi delgadez, me eligieron para determinados trabajos, pero ese día no pudimos salir. Había llegado un transporte de muertos que tenía prioridad.
En los hechos que siguen me parece que ella no termina de percatarse con claridad de la naturaleza de los trabajos para los que fue seleccionada. Sé por Primo Levi que ser seleccionada para tales trabajos conllevaba mucho peligro, pero ella lo cuenta sin emoción y como sin darse por enterada del peligro tan grave que había atravesado.
–Estaba muy delgada, pero siempre he tenido un culo grande y eso creo que me salvó. Un SS alemán me pegó con un palo en el culo. Aunque estaba delgadísima, conservaba cierta musculatura debido a mi trabajo duro de casa. Nunca se sabe lo que te va a venir bien, lo que te puede salvar. Desde entonces no soporto que me den golpes en el culo, ni en broma. Me seleccionaron de nuevo para aquel trabajo pero tampoco me llevaron esta vez y en vez de eso nos quitaron toda la ropa y nos metieron en el Lager de los gitanos. Allí había edredones raídos y me picaban los brazos mucho, era horrible. Rúhes lettem –se ríe–, me volví sarnosa.
Esta risa me produce una gran pena.
–Vi una fila de gente. Repartían crema para la sarna. Me puse en la cola. Íbamos desnudas.
Le pregunto y me contesta que no había hombres en el Lager, salvo los alemanes.
–A los dos días nos llevaron delante del crematorio, que estaba tapado con mantas para que no lo viéramos...
Me explica que había muchos muertos procedentes del famoso motín del ghetto de Varsovia.
–Nos cerraron en un baño toda la noche. El día siguiente iban a matarnos. Entonces vino el Lager Elteste y nos dijo que nos dispersáramos (széjel szorodjunk) entre los demás barracones. “Dispersaos”, dijo. Entré en la barraca 28, no había literas, sólo edredones en el suelo. Al día siguiente hubo otra selección y me seleccionaron. Me llevaron al Lager D, me dieron un número, el 3323.
El número significaba continuidad, vida por el momento. Soy consciente de que me acaba de relatar el capítulo más peligroso, que en realidad estaba programada para la cámara de gas y se salvó. Aquel mes de julio de 1944 mi madre volvió a nacer.
–Me llevaron de nuevo a los trenes. Tres o cuatro días y noches de viaje por el interior de Alemania, hasta Boitzenburg, Elba, a una fábrica de armamento y de aviones y también de barcos de mercancías. Nos metieron en un campo de concentración de unas cuatrocientas personas. Unas barracas más decentes, con camas de hierro normales, con mantas y almohadas. Nos llevaron a trabajar. ¡Qué frío, Dios mío! El Elba estaba helado. Me asignaron a un trabajador de la fábrica, un civil, trabajaba en aviones. Agust Luck, se llamaba. Vivía en Bohlen, al otro lado del Elba. Los alemanes les habían dicho que nosotras éramos putas y que nos habían recogido de la calle.
Le pregunto acerca del idioma, si hablar el alemán suponía una gran ventaja, y me dice que ella lo que hablaba era el yiddish, y sí, era una ayuda.
–Le pregunté a Luck: ¿Cómo puedes tragarte esta mentira? Y le señalé a una madre con sus cuatro hijas: ¿Te parecen que son putas?, le dije. Nadie sabía lo que estaba pasando....
Los recuerdos de mi madre la devuelven a Auschwitz.
–Una vez iba a las letrinas andando por la acera. Un alemán me pegó y me dijo que debía andar por la calle. Al volver lo hice, fui por el centro. Vino otro alemán y me pegó en el culo con un bastón (o fusta) por andar por el medio de la calle y no por la acera...
Se acumulan los recuerdos, que se agolpan desordenadamente en su memoria:
–Pasó allí, en Auschwitz, en un recuento. Nos tuvieron horas hasta que encontraron a una madre y a una hija que querían reunirse. La encontraron finalmente en otro Lager y las colgaron a las dos... Solíamos robar el pan... En Alemania, en la fábrica, me tuvieron que arrancar dos muelas y lo hicieron sin anestesia. Sin piedad.
Parece como si me estuviera telegrafiando anécdotas aisladas. Una lista de horrores.
–Todavía no me había restablecido de la sarna. Una SS jorobada me llevó a un médico privado en Boitzenburg, un pueblo en la montaña, a unos dos kilómetros del campo de concentración. Era un médico mayor. Me curó. Curioso, mi amiga Rozsi, que era más débil que yo, no cogió la sarna, ¿cómo es posible?
Le digo que ella estaba debilitada por el tifus.
–Estaba Lina, otra SS. A ésta la queríamos matar, pero llegado el momento de la liberación desapareció. No puedo olvidar el camino al médico. Me sentía libre por primera vez desde que me deportaron. Iba por la calle, entre personas. El médico era humano. Nos miró, a mi guardiana y a mi, y meneó la cabeza de un lado a otro como preguntándose con qué derecho me llevaba ella a mí. Una contrahecha llevando a una joven como yo de heftling (‘prisionera’)... La comida era escasa y mala, un caldo aguado con repollo. Fui a robar zanahorias, pero nos pillaron. Lo reconocí. ¿Has robado? Sí. ¿Por qué lo has hecho? Por hambre. Sólo recibí tres azotes. Por reconocerlo. Otros recibieron veinticinco. Repartí las zanahorias con unas desgraciadas húngaras, unas chicas de buena familia que no eran capaces de luchar y sobrevivir sin ayuda. La mayor se llamaba Irén, la mediana Klári y la pequeña Lulu. Lulu tenía joroba y para ocultarla le hicieron un apaño, sacrificaron una manta y le rellenaron con ella la ropa para disimular la joroba. No sé cómo la seleccionaron para trabajos, quizás levantando la mano no se le notaría tanto… Recuerdo que en el vagón camino de Alemania escupí y sin querer la saliva le cayó en el zapato. Me disculpé mucho: “Perdona, no me encuentro bien”. Nos hicimos muy amigas. ¡Cómo la protegían las dos hermanas! Yo en efecto no me encontraba bien. Seguramente el tifus lo pillé allí, se tarda una semana en incubarlo, no unas horas...
Tengo la sensación de que mi madre no tuvo la oportunidad de pensar realmente en todo aquello. No pudo hacerlo sola. Uno no puede recordar estas cosas sin ayuda, sin una presencia acogedora, sin un hombro amigo. El mío lo buscó cuando yo sólo tenía unos cinco años y no la podía ayudar. Pero ella lo necesitaría con urgencia, por eso acudió a mí, le debí de parecer inteligente y comprensiva. Y lo era, pero no tanto.
–Una vez que nos seleccionaron, nos llevaron a un sitio raro, había unas hendiduras en la pared, como unas criptas. Una noche dormimos allí, esa noche fue horrible. Todos tenían diarrea había una letrina para cien personas, era de cemento, con agujeros, te podías sentar, allí encontré un zapato que me habían robado en la ducha días antes. Cuando encontré a la ladrona en la letrina (la identifiqué por el otro zapato) la pegué con furia. ¡Toma, desgraciada, por haber robado sólo uno! Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, me avergoncé y me detuve. Cogí mi zapato y me fui. Siempre me salvé por los pelos...
Le digo que por hoy ya está bien, que descansemos ahora.
–¡Qué lejos me has llevado! –me responde.
Luego jugamos al Rummy, pero ella tiene la cabeza en otra parte y la gano con facilidad.
22 de octubre de 2010 Beer Sheva
El día siguiente mi madre intenta retomar el hilo.
–Nos levantábamos a las cinco de la mañana. Tzel Appel, luego sucedáneo de café, y para comer una sopa de repollo, una especie de caldo que tenía unas migajas de patata también. Nos dieron un plato y una cuchara. En la fábrica estábamos desde las siete de la mañana hasta la tarde, no sé hasta qué hora. Estaba a dos kilómetros del campo de concentración, en la colina. Bonito sitio, desde allí se divisaba el Elba. Se veían a lo lejos los barcos de mercancía. Allí nos lavábamos con agua helada (fuera había un depósito), padecí mucho de frío allí. Terrible. La gente se juntaba para calentarse. Yo me junté con Rozsi pero su aliento era muy desagradable. Los domingos se limpiaba la barraca. En marzo, hacia el final, empezaron los bombardeos. Intentaban dar con la fábrica. Nos llevaron al bosque a vaciar un contenedor de remolacha (cukor répa) y empezaron a bombardearnos; los alemanes tenían miedo, pero nosotras nos alegramos. Me dieron un abrigo negro con una manga que era de otro abrigo; para ellos era como una señal para reconocernos, para que no nos pudiéramos escapar. En el abrigo estaba cosido mi número y una estrella amarrilla. Nos reunieron a finales de marzo y caminamos de quince a veinte kilómetros al día. Dormíamos en hangares, naves en el campo. Éramos unos cuatrocientos, el Vermacht, un oficial mayor y unas SS. El Vermacht cargó con la pequeña de trece años de esa madre que tenía cuatro hijas. Estaba muy débil. Ella (mi madre) no sospechaba, o no lo decía, pero yo sí: que el Vermacht quería congraciarse con las prisioneras hacia el final de la guerra y cara a los liberadores. Las SS tenían tatuajes de SS debajo de la axila. No sé lo que llegamos a caminar. Nos llevaron a través de los bosques para evitar los bombardeos. Bebíamos agua de fuentes donde yacían cadáveres de animales. Yo siempre he bebido poca agua. Un proyectil me pasó por encima de la cabeza –y con los dedos me muestra la poca distancia con la que casi le rozó– y un trozo de metralla (zsilánk) cayó a mis pies. Me la quise llevar de recuerdo y me quemó la mano. No sé si anduvimos cinco días, el sexto llegamos a Vieneustadt; nos encerraron en una nave y los jefes alemanes se alojaron en casas de alemanes. Era un pueblo grande y bonito. Sobre cinco de la mañana abrieron la puerta y en una nave de frente alguien tocaba el violín, Los pescadores de perlas...
Llora. Por primera y única vez.
–El Vermacht mayor y otros dijeron que ya estábamos libres y las SS (incluida la que quisimos matar) han desaparecido. Era un chico alto, un checo el que tocaba. Estaba entre los refugiados.
Yo siempre había sabido que ¨la canción¨ de mi madre era Los pescadores de perlas, pero nunca he sabido por qué.
–Nos liberaron los americanos. Nos trataron bien, nos dieron chocolate. Nos llevaron a una casa alemana. No podíamos creer que éramos libres, mirábamos hacía atrás por si la SS venía tras de nosotras.
Era el 3 de abril de 1945. El día de su cumpleaños, el día en que todo empezó, y en que todo terminó. Parecen filigranas del destino.
–Hacía un día bonito; aún hacía frío, como invierno. Me encontré unas botas, unos pantalones cortos. Una de las húngaras, Anci (ésta ni sabía que era judía, en realidad era sólo medio judía), era ligera de cascos. Otra se puso un abrigo de SS que se encontró por allí; otra, una bata.
Se ríe al recordarlas.
–Eran hermanas. Querían pescar a un hombre (agálni). Vivíamos ahora en un gran chalet. Los demás se escaparon. Los que comieron mucho se murieron de tifus. Como yo siempre he sido muy moderada con la comida, me salvé. Les enterraron en la plaza. Luego creo que se llevaron los cadáveres de allí. Nos dijeron que nos fuéramos porque allí había soldados rusos. Había un inglés a quien yo le gustaba mucho. Estaba guapa delgada, con el pelo corto, con esos shorts, las botas, el abrigo... me quiso llevar con él. Pero yo quería volver a casa.
Aquí empezó una discusión inútil por mi parte, arguyendo que nada bueno le esperaba allí.
–Llegamos a Berlín. La ciudad estaba completamente quemada, los cadáveres olían mal. Fuimos en un carro y andando. Nos encontramos a unos soldados rumanos recién liberados. Los alistaron a luchar contra los nazis. Se portaron bien con nosotras, nos cuidaron. Los americanos nos pasaron la frontera en coche. Después de Noestadt ya eran los rusos. Violaron a quienes pudieron. Íbamos en grupos. Entramos en una casa, había soldados rumanos, y de noche entraron dos soldados rusos, mongoles, estaban de guardia, vinieron, me desperté y vi una cabeza grande encima mío. Empecé a gritar, salté de la cama, le empujé, nos escapamos, fuimos a un altillo en un pajar (széna padlás) y allí nos escondimos. Abajo había carros de ucranianos en familias, eran grandes antisemitas y les chivaron a los mongoles el escondite de las judías. Vinieron a por nosotras y tuvimos que saltar desde arriba, y sentí como si algo se me hubiera roto en el vientre. Volvimos a la casa anterior, pero todos se habían ido. Nos escondimos allí en un armario hasta que amaneció. Entonces nos juntamos al grupo anterior de soldados rumanos, polacos, y nosotras, las heftlings y todos juntos seguimos caminando hasta Dresde. Allí había un lago enorme. Allí estaba el carro con nuestros cachivaches robados o “conseguidos” (csencselés). Dresde estaba iluminada, no como Berlín que estaba completamente destruida. Allí vinieron dos soldados rusos patrullando. Uno quiso violarme delante de todos pero grité y me resistí. Ellos corrían peligro si sus jefes se enteraban, así que, enfadado, me dijo yepfoimat rumanka y me salvé de nuevo. Al amanecer nos fuimos todos.
Intervine de nuevo: ¿A qué volvías?
–A ver si alguien había vuelto. En Praga me dieron un documento de identidad. Lo conservo aún. Te lo daré. Nos dieron algo de dinero. Estuvimos tres días en un sitio bonito, cerca del agua. De ahí nos fuimos en tren a Budapest. Los trenes estaban llenos y eran gratis. Llenos de soldados rusos. Me fui a visitar a mi tío Bernath, el hermano de mi padre; a Albert, el abuelo de Agi, la hija de mi prima... espera, sí, Lilike. Me contaron que cuando vinieron los rusos, cinco soldados metieron a su marido en una barril (butoi) y dos de ellos la violaron. En realidad querían a su hija Agi, pero ella se sacrificó en su lugar… Yo soy hábil (úgjes) y no me cogieron, aunque aquel salto que te he contado me costó el primer niño, se me inflamó el útero y me tuvieron que aplicar una cura de radiación eléctrica. Conseguí salvarme de las violaciones.
¡Qué alivio!, pienso. Cuando empezó a contarme sobre los rusos tuve miedo, y durante años tuve el convencimiento de que la habían violado además de todas las otras humillaciones que sufrió. Creo que esas humillaciones me hicieron ser la persona tan orgullosa que siempre fui, y por otra parte el hecho de no haber tenido la fuerza para escucharla me hizo sentirme injustificadamente débil. Intenté compensar estas flaquezas con muestras de valentía y de solidaridad, como aparecer periódicamente en su lugar de trabajo en Israel, donde limpiaba los suelos de un hospital, y mostrarme allí con ella en un alarde de orgullo y de vergüenza superada.
–Me encontré con un judío liberado en busca de su novia. Se había enterado de lo difícil que era el camino de vuelta y vino a Budapest en su busca. Nos fuimos con él a casa. Tardamos un día y medio en tren en un trayecto que en tiempos normales duraba ocho horas. Era un tren normal pero estaba lleno a tope, hasta en el tejado. Los soldados rusos violaban a las mujeres allí, y muchas se murieron así, tras ser liberadas, las tiraron del tren. Se oían los gritos de las pobres. Llegamos a Szamosivár (Gherla). La estación estaba llena. Los que llegaron antes venían todos los días a recibir el tren para ver quien había llegado. Yo empecé a caminar hacía mi casa. Pero estaba bombardeada, habían hecho explotar unos trenes y como nuestra casa estaba cerca de la vía se dañó. Pero no, no fui a casa primero. Antes me bajé en Nagjvárad, Oradea Mare (en Transilvania todas las localidades tenían dos nombres, en húngaro y en rumano). Allí fuimos al C.D. (se pronuncia en rumano Che De): ayuda a los liberados judíos. En el camino me encontré a Domi, un primo lejano. Tenía un tienda de telas y me dio una seda para un vestido y unos lei (dinero). Por él me enteré de que Yolán(su hermana mayor) ya había vuelto. Me llevó a su casa, allí me tomé con ellos un té, su mujer era buena persona. De ahí, al centro de ayuda a los judíos. Y de ahí me volví en el día al tren a seguir el camino. Seguimos Rozsi y yo hasta Kolozsvár. Allí había un chalet, lo sabíamos de oídas, donde recibían a los liberados (menekúltek: ‘salvados, escapados’). Había una cocina, nos dieron algo de dinero y un mercado de pulgas. Yo tenía una cestita donde tenía mi dinero y mis documentos y me la robaron. Y cuando vieron de quién procedía me lo devolvieron al C.D. Fui allí y me la dieron. En el mercadillo nos encontramos a una rubia vendiendo cosas. Me la había encontrado en Auschwitz hacia el final. Allí cantaba. Le respetaron el pelo. A ella le respetaron el pelo (estaría liada con los alemanes y llegó cuando estaba todo llegando al final), y era muy guapa y cantaba bien. Era artista. Había vuelto a casa. De allí volví a Szamosivár con Rozsi. En una hora. La estación estaba llena de gente. Todos preguntaban por todos. Yolán estaba en otra casa, no en la nuestra, en alquiler con Náshi, (su hermano querido). Terrible, una casa extraña, no encontrabas nada, había que empezar desde cero. Náshi me estuvo esperando. Quiso llevarme con él a Argentina. Me negué. No le quise exponer a los rusos. No quería que por mi culpa le pasara algo. Era de carácter atrevido y peleón, seguro que se hubiera expuesto a todo por mí. Se encontró en Alemania con Ella,(la que sería su mujer) que se quedó allí con su prima Fritzi.
Después de un silencio me dice:
–Hay que ver a dónde me has llevado. Tuve más suerte que sesos. Volví por Helen. Nunca hubiera estado tranquila… No me quise casar con un goy (‘gentil)’.
La actitud de mi madre fue muy diferente a la de mi tía Iren, que precisamente se casó con un goy después de convertirse ella también al cristianismo, y fue enterrada con una cruz a la cabecera de su tumba. Cuando expuse estos pensamientos a mi madre ella la entendió, de ninguna manera la juzgó. Iren había llegado refugiada a Suecia, allí la acogieron y allí se quedó. Quiso olvidarse de su judaísmo que tanto mal le había traído en la vida, dijo mi madre.
–Nos quedamos en la casa de alquiler. Era una habitación en subarriendo. Nuestra casa la estaban arreglando, faltaba ya poco. Había una euforia general por la liberación. Todos los días había bailes, fiestas. Yo estaba asombrada: ¿cómo podían bailar? No había mando, cada uno hacía lo que quería (claro, los padres no volvieron), todos querían pillar lo que podían de la vida.
Le pregunto: ¿Sabías que tu madre y los tuyos se habían muerto o aún esperabas?
–Yo ya no esperaba a nadie.
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Raquel Kleimann es doctora en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid y psicoanalista, miembro del Instituto de Psicoanálisis de la APM (Asociación Psicoanalítica de Madrid).
La incesante avalancha de lo que se ha dado en llamar “literatura del Holocausto” podría estar produciendo cierto hartazgo sobre el tema. Pero se trata de un hartazgo que repercute únicamente en la literatura de ficción, probablemente porque ninguna ficción es capaz de ir más allá de donde llega el testimonio del...
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