Del mal se ha hablado mucho; lo que no podemos asegurar es que se haya dicho algo.

No podemos saber a ciencia cierta si lo que se ha dicho hasta ahora sobre él se aproxima en puridad a dibujar su rostro, a pautar sus entrañas como un mapa, a revelar sus ojos. Porque lo único que podamos decir, quizá, es que está ahí. Existe.   

Cuando llegaron a la alambrada no nos saludaron ni sonrieron. Parecían oprimidos, más que por la compasión, por una cohibición desconcertada... [Era] el remordimiento que produce la existencia misma de esos crímenes, que hayan sido introducidos de manera irrevocable en el mundo de las cosas que existen.

Es un extracto de unas páginas de Primo Levi, superviviente del campo de concentración de Auschwitz y uno de los intelectuales que con mayor coraje y lucidez se han acercado a insinuar las posibilidades del monstruo –porque cómo explicar la esencia profunda de ese monstruo–.

Quien esté interesado tiene una oportunidad, al menos, de adentrarse en su estómago, en la misma ciudad de Madrid. Adentrarse, porque a la estancia en que pueden encontrarse esas palabras de Levi, y muchas otras cosas, hay literalmente que descender. Están recogidas en algo que suele llamarse exposición, en el Centro de Exposiciones Arte Canal. Y puede que la palabra sea en este caso involuntariamente (aterradoramente) exacta: al no poder explicarse, ciertas cosas, sólo queda exponerlas; mostrar los despojos que dejó tras de sí el leviatán. Se llama Austchwitz. No hace mucho. No muy lejos, y recoge en un espacio generoso, que conviene recorrer con todo el tiempo por delante, unas cuantas palabras, unas cuantas imágenes, unos cuantos objetos del campo de exterminio más célebre de nuestra –la llaman algunos– civilización.    

Quizás el mal no pueda explicarse pero el deber de los responsables de la muestra era intentarlo. Es lo que se advierte casi desde el comienzo de la magnífica narración en audio, con la que podría recorrerse todo ese laberinto sin interrupciones. ¿Cómo pudo suceder? Es una pregunta que puede y no puede responderse, que admitiría respuestas infinitas, pero cuya respuesta más honesta sea tal vez el silencio. (“Nunca es realmente educativo empezar por las grandes preguntas”, nos dirá días después el director, Luis Ferreiro. “Porque al final se tiende a simplificar. Lo importante es conocer el proceso [del desastre] paso a paso”).

A ello se dedican, con pedagogía tan eficaz como contundente. La voz va contándonos ese cuento de terror mientras avanzamos, conociendo los antecedentes históricos y las fuerzas soterradas, como reptiles, que fueron convergiendo hasta celebrar la gran pira de la barbarie en la que fueron sacrificados, sólo en ese lugar, más de 1.100.00 seres humanos. Pero las palabras, lamentablemente, no llegarán a auscultar las entrañas de la bestia. La ventaja, en este caso, es que esa placenta puede sentirse casi de manera física. La instalación es tan astuta, tan eficaz en lo que pretende, tan sin estridencias efectistas pero también sin concesiones, tan exacta, que por momentos el visitante puede sentir que va sonámbulo; paseándose, tranquilo pero alerta, por las vísceras de algo que estuviera aún vivo y respirase.

Hay postes y alambradas originales del campo de concentración. Si uno se queda ahí parado, delante de esa mole siniestra, tan quieta que pareciera inofensiva, puede escuchar por entre el silencio un idioma que sólo se entiende con la sangre: helándola.

La razón, en este caso, iba por otro camino. Debía ponerse en otro lugar, para cumplir otra clase de funciones.

Por ejemplo –se cuenta en la muestra–: “A principios del siglo XX eran muchos los europeos y norteamericanos que pensaban que el progreso humano dependía de la eugenesia y que sólo debía permitirse la reproducción entre gentes sanas. Los nazis convirtieron este convencimiento en política estatal. En 1933 aprobaron una ley que confería a los médicos el poder de esterilizar a los pacientes sin su consentimiento...”: 300.000 víctimas.

Por ejemplo: “Hitler decidió que la sociedad no debía ocuparse de “bocas inútiles” (denominación que se daba por ejemplo a los discapacitados)... El programa Aktion T-4 consistía en seis centros de “eutanasia” cuyos pacientes morían a manos del personal sanitario”: Se calcula que 200.000 personas.

“También se buscaba la eficiencia en las cámaras de gas”, cuenta Ferreiro; para ahorrar en tiempo y material de destrucción. La Eficiencia. La Técnica. La Modernidad: “Alemania era uno de los países más tecnológicamente avanzados y cultos. Pero qué clase de cultura o educación es ésa en que no hay unos valores morales que impidan el exterminio de una parte de la población. Desde luego era una sociedad instruida, pero no sé si una sociedad culta. Es una reflexión sobre la educación. La importancia de educar en valores. No sólo crear arquitectos o abogados sino gentes con valores cívicos que, cuando vengan mal dadas, digamos: ‘No. Hay ciertos puntos básicos que no estamos dispuestos a tolerar’”.

Porque, sino puede explicarse el mal, es porque tampoco podemos desentrañar del todo los callejones de la condición humana –allá donde se incuban las serpientes.

Por ejemplo:

Lo que empaña la imagen de la Viena que pensaba conocer no es la brutalidad de los nazis austríacos, sino la masa desalmada, sonriente y de sobrio atuendo, que reñía por acercarse al edificante espectáculo que ofrecía un cirujano judío de rostro ceniciento caído al suelo, a cuatro pies, al que golpeaba media docena de vándalos de escasa edad con brazaletes de la cruz gamada y fustas como perros. Los vieneses –no los nazis de uniforme ni una turba enfurecida, sino el hombrecillo vienés y su esposa– se limitaban a contemplar con una sonrisa de aprobación aquel divertimento espléndido. (George Gedye, periodista británico, en 1939.)

Ferreiro: “El antisemitismo tiene razones profundas, distintas en cada país, y necesitó de la complicidad silenciosa de los vecinos, la ciudadanía... Los nazis perdieron, pero sí consiguieron cambiar completamente la fisionomía de Europa oriental, que contaba entonces con un 50% de población judía... La gente debe comprender que estuvimos a un paso del no retorno”. De la extinción casi absoluta de una raza. También de la devastación de otras, como la romaní.

En la misma entrada, o pórtico, de la muestra, la frase que nos recibe –como aquella advertencia del Averno en la Divina Comedia sobre abandonar toda esperanza– es aquella famosa según la cual los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Pero lo cierto es que la memoria del horror no fue nunca garantía de nada para su regreso: “Cuando se introduce en el mundo de las posibilidades un hecho”, concluye el director, las posibilidades de que vuelva a ocurrir crecen exponencialmente”. La muestra se llama No hace mucho. No muy lejos. Es decir: no ocurrió hace siglos, sino antes de ayer; no a mucha distancia, sino ahí mismo. Aquí.

A mitad del recorrido hay una litera de madera de tres alturas, casi carcomida ya, como procedente de un naufragio, en una urna de cristal. Si uno se fija bien, saludará a sus fantasmas, ya dormiditos en sus camas para siempre.

A su lado hay unos zuecos. Unos zuecos de madera, que alguna vez usara alguien, que fueron de alguien, no sabemos de quién –¿una chiquilla?–, nunca lo sabremos, en su camino lento hasta la muerte. Pero algo más allá hay urnas, enormes como tanques, hasta arriba de zapatos usados hasta el destrozo (¿de quiénes?), de otros que anduvieron también, hasta que no anduvieron ya más. También uniformes a rayas. Y maletas llenas de herrumbre. Y cestitos de anea. Y gafas. Gafas que se pondría alguien, para leer algo.

Quizá no pueda explicarse el mal: pero hierve, va hirviendo dentro, casi está a punto de prenderte en llamas, al salir de allí, al ganar la luz de la calle, el Madrid en verano del llamado siglo XXI, la civilización.

Emerge entonces a la memoria, como exhumada de las catacumbas, una frase del dramaturgo inglés, coetáneo de Shakespeare, Christopher Marlowe: “Pero si esto es el infierno, ¡y yo no estoy fuera de él!”.

También otra, de la poeta argentina Alejandra Pizarnik, aquella vez que trató de auscultar en la figura de una dama bellísima y diabólica –cierto vampiro europeo medieval– los vértices del mal que jamás podrá explicarse: “La libertad absoluta en la criatura humana es horrible”.

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 Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos. En el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid. Prorrogada hasta el próximo 7 de octubre. (Más de 350.000 visitantes desde el pasado diciembre.)