El famoso Curso de literatura europea de Vladimir Nabokov comienza con un análisis de Mansfield Park (1813). Esta novela “no es una obra maestra intensa y vívida como lo son algunas de las que vamos a estudiar en este curso (…) Es la obra de una dama y el juego de una niña. Pero de este costurero sale una labor exquisita y artística, y esa niña posee una vena poética asombrosa y genial”.

¿Jane Austen novelista? No, una niña que hace costura. Genial, aunque sin obras maestras. La actitud paternalista del brillantísimo autor de Lolita con la única escritora elegida para formar parte de su canon literario le lleva a cometer algunos deslices opinativos, como asegurar que en ningún caso puede considerarse que Dickens fuera influido por Austen, para unos párrafos después afirmar: “De haber sido Dickens anterior a Austen, habríamos dicho que la familia Price es decididamente dickensiana”. Milagrosas propiedades temporales de la influencia cuando se tienen ciertos prejuicios.

El tono sobrado de Nabokov con su analizada le lleva a coquetear con expresiones de lo más chocantes: “Su delicada ironía, lo que suelo llamar hoyuelo especial (…) Un hoyuelo en la pálida y virginal mejilla de su autora”. Obviamente, no encontraremos esos hoyuelos ni mejillas virginales ni nada similar en Joyce, Flaubert, Dickens y los demás barbudos e hirsutos autores presentes en el estudio nabokoviano. Sin duda el ruso está convencido de que le hace un favor a la británica por el simple hecho de tenerla en consideración, pues comienza el siguiente capítulo, dedicado a Dickens, así: “En nuestras relaciones con Jane Austen, hemos tenido que hacer un esfuerzo a fin de reunirnos con las señoras en el salón. En el caso de Dickens, nos demoramos en la mesa con nuestro oporto dorado. (…) Hasta cierto punto, nos hemos divertido con sus trazos delicados, con su colección de cascarones envueltos en algodón. Pero era una diversión forzada (…) A mí, personalmente, no me gustan las artes menores ni la porcelana”.

Y continúa con un panegírico de la grandeza de Dickens frente a la “anticuada” y con “problemas de enfoque” Austen. Que una autoridad como Vlamidir Nabokov escriba, ya bien entrado el siglo XX, de forma tan despectiva sobre una de las autoras más influyentes de la Literatura, de vigencia indiscutible, que hable de “arte menor” de “las señoras en el salón”, puede darnos una idea general de las razones por las cuales la mujer creadora y su obra han sido arrinconadas durante siglos. Y una perspectiva certera de la realidad actual. (Por cierto, Vladimir: aunque la Austen se defiende sola, otro señor muy machote y bigotudo como Rudyard Kipling no hubiera dudado en defender el valor literario de su admiradísima Jane con una soberana paliza, de esas con las que dirimen sus asuntos los grandes autores).

A pesar de los avisos sobre el feminismo hegemónico que nos invade agitando sus pancartas desde los medios de comunicación –profundamente comprometidos e igualitarios, como todo el mundo sabe–, una televisión pública anunciaba el estreno de la versión teatral de Jane Eyre (Charlotte Brönte, 1847) tildándola de “historia de superación femenina que, curiosamente, su autora publicó con un pseudónimo” (todo sic). El ejemplo de ignorancia y jibarización de una obra maestra de la Literatura Universal –nadie diría que Moby Dick (Melville, 1851) es una “historia de superación masculina”– se queda corto frente a esta maravilla viral: el extraño caso del Monstruo escritor.

Para más abundamiento, acudan a Joanna Russ y su Cómo acabar con la escritura de las mujeres (Editorial Dos Bigotes y Barret).

Y de mujeres invisibles que escriben a mujeres invisibles que leen: el perfil del lector en España es una mujer de entre 45 y 54 años con estudios universitarios; una brecha de 21 puntos a favor de las mujeres (73,1% frente a 51,8%). Además, el 64,9 % de las mujeres lee libros por placer, una actividad practicada solo por el 54,4 % de los hombres. (Barómetro de hábitos de lectura y compra de libros del Ministerio de Cultura, 2018).

Marisa Tonezzer (Provincia de Río Negro, 1959) con 32 años de experiencia como editora en Argentina y España conoce bien a las lectoras. “Las mujeres compramos y leemos más libros. Nos interesa la ficción y el género. Cuando se trata de thriller, todo bien, pero la novela romántica sigue lastrada por un tufo de cursilería. Editores y libreros saben que el amor vende, pero los críticos literarios siguen ignorando un género que, inexplicablemente, consideran menor. Mientras, muchas señoras que leen novelas románticas también disfrutan leyendo novelas “serias”: fans de Auster, Knausgard y Lessing leen novela romántica sin que se les caigan los anillos”.

Es una verdad universalmente reconocida que la piel tersa de una mujer da mejor en cámara, aunque la arruga masculina sea tolerada. A pesar de que solo uno de cada tres papeles son para intérpretes femeninas y a partir de los 45 años la estadística se desploma, ahí están Meryl Streep, Isabelle Huppert, Helen Mirren, Diane Keaton, Maggie Smith, Susan Sarandon, Tilda Swinton, Judi Dench, Julianne Moore, Emma Thompson, Monica Bellucci, Kristin Scott Thomas, Brenda Blethyn… Estrellonas que se resisten a hacerse invisibles.  Y aquí, nuestras Carmen Maura, Marisa Paredes, Carmen Machi, Ana Wagener, Elvira Mínguez, Gracia Olayo… Por no hablar de las divas teatrales, de Concha Velasco a Amparo Larrañaga. Todas ganchos para el público.

La productora de Centuria Films, Belén Bernuy (Madrid, 1967), también opina: “Por supuesto que el público femenino gasta más en cine y cultura en general. Son las que están manteniendo a la industria. Y además arrastran al público masculino. Puede que en España no se hagan muchas películas dirigidas a ellas por prejuicios, lo cierto es que las mujeres de más de 50 son -somos- invisibles en general. Pero hacer cine para el público femenino de todas las edades siempre resulta rentable, y que haya más mujeres productoras, guionistas y directoras sería de gran ayuda para que el cine español fuera más rico en sus historias y maneras de contar”.

Algo pasa cuando las pantallas se llenan de artistas y filósofas –de Emily Dickinson a Hanna Arendt– o de historias de mujeres egipcias, iraníes o israelíes que abordan conflictos actuales con una perspectiva feminista. Tienen su público. Pero los llamados “prescriptores culturales”, señores sin hoyuelos y barbados como Nabokov, desprecian a este público: para gran parte de los productores, editores, críticos, investigadores y ciertos inefables columnistas, estas señoras consumidoras de cultura son invisibles, siguen encerradas en un salón que imaginan con mesa camilla de faldas de cretona, ajenas a ese Santo Grial cultural que guardan celosamente. Un premio vetado también a las creadoras hijas o nietas de las anteriores, las de la brecha salarial y el techo de cristal; las pocas que logren sacar adelante sus obras serán tachadas de hacer, en palabras navokobianas, arte “menor”: pequeño, barato, cursi, sentimental, privativo, reduccionista, doméstico. No universal.

Mientras, y aunque no lo crean, esas “señoras mayores” enganchadas a Breaking Bad o El cuento de la criada y que hacen maratones de Juego de tronos salen de los salones. Muchas de ellas jubiladas que costean las consecuencias de la precariedad que ha golpeado a los hijos y nietos (¿algún día habrá estadísticas que cuantifiquen el daño que la crisis y la explotación laboral han hecho en el derecho a la cultura de la ciudadanía?) logran disfrutar de la vida como no lo hicieron cuando eran más jóvenes: salen, viajan, tienen internet. Además de manifestarse por unas pensiones dignas y en el día 8 de marzo, compran libros, van al teatro, no se pierden un concierto ni la presentación de una novela, asisten a recitales de poesía, a conferencias y debates. Hacen cola en la Feria del Libro, en cualquier festival de cine, a las puertas de los museos. Ellas han sostenido la endeble y golpeada industria cultural de este país. Solo por eso, merecen algo más de consideración y de respeto. Gracias, señoras.