Yo tenía 16 años cuando se produjeron las movilizaciones del 15M. Era muy joven como para haber vivido en mis carnes algunos de los lemas y consignas que se pintaban en pancartas y se gritaban en las asambleas, pero del famoso “sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo” la última parte la compartía con creces. En aquel mayo de 2011, se habló, se pensó, se compartió palabra y plaza, y el resultado fuimos una generación politizada, que ejercía una ciudadanía crítica y democrática. También hubo otro resultado: un pequeño partido que en 2014 irrumpió en el panorama institucional no poniendo en jaque, sino dando una patada y dejando del revés el tablero político español, pero esa es otra historia.

Pocas horas después de las elecciones andaluzas, muchas nos preguntamos dónde quedó aquel espíritu de las plazas madrileñas, catalanas, valencianas, sevillanas. ¿Nos hemos disuelto en el aire, hemos escondido la cabeza en la tierra o somos ya un capítulo más de los libros de texto de Historia? Ya no podremos levantar con orgullo la cabeza y decir que somos el único país europeo junto con Portugal que no tolera discursos de extrema derecha, porque han entrado en las instituciones con una fuerza y una altanería que algunas, entre las que por supuesto me incluyo, no vimos venir.

En mi opinión los orígenes de este viraje espectacular del electorado (andaluz por el momento) están más o menos claros. El desgarro sociológico que ha supuesto la crisis catalana lo pagaremos con creces durante años. No me entiendan mal, Cataluña como demos no es culpable de esto, de hecho, lo triste es que no hay culpables, pero sí responsables. Unos políticos que han jugado al intercambio de cromos con un pueblo entero, alentando y alimentando discursos de odio, un “a por ellos” estremecedor, un rencor y un revanchismo que han generado una ruptura y un auténtico duelo nacional (entiéndase lo nacional con el sujeto político que se desee, valen todos). Quienes defienden la idea de una España fuerte, unida, sin diversidad, han encontrado su espacio electoral en Vox. Pero tal vez a quienes defendemos una España unida en la diversidad de sus pueblos y ciudadanos, nos ha faltado ahínco y desvergüenza a la hora de explicar nuestro proyecto. No hemos sabido ilusionar y transmitir una imagen de progreso e inclusión suficientemente fuerte. Nos ha faltado sinvergonzonería porque todavía muchas llevamos a cuestas la idea del país que pudo haber sido y no fue. Y ese momento no lo sitúo en 1936, como gran parte de la izquierda española, sino en 1978, el año en el que nos jugábamos un pacto honrado con la memoria y un auténtico trasvase de poder en las instituciones desde los viejos cuadros franquistas a la ciudadanía que durante 40 años de silencio y dolor fue represaliada, reprimida y exiliada.

A mi generación nos han contado que fue una transición modélica, que no estaba el horno para bollos y que bastante bien salió para como estaba la cosa en aquel momento. Nos jactábamos de tener un sistema político sin extrema derecha a la vista. La semana que viene se cumplen 40 años de la entrada en vigor de nuestra Constitución, del mito fundacional sobre el que se estableció el nuevo pacto social en España, y es más que evidente que ha saltado por los aires, desde las garantías en materia de derechos sociales que se ofrecían, hasta los actores políticos con los que se contaba. Toma dos tazas de CT.

Y con todo esto, ¿qué hacemos? Pues mirar hacia delante, que no nos queda otra. Aprender de quien le está plantando cara al racismo, machismo, xenofobia y clasismo en todas partes del mundo: el movimiento feminista. El feminismo sigue siendo, a día de hoy, el único movimiento social de España capaz de poner en la agenda temas importantes, sacar a medio país a las calles y de ilusionar. La razón para mí está clara: el feminismo tiene proyecto, también debates internos sí, pero tiene un país en mente hacia el que encaminarnos y lo reforma todo, de lo privado a lo público, de las cocinas a la judicatura. Tenemos que movilizar a las mujeres, a las racializadas, al movimiento LGTB, a todo aquel que vea sus derechos, su futuro y sus cuerpos peligrar. Convencer de que nos jugamos nuestra vida y nuestro país y darle cuerpo a quienes vislumbran un futuro de inclusión y palabra frente a quienes quieren imponer el silencio y la exclusión.

No nos podemos permitir el lujo de buscar culpables a la entrada de estos discursos en el panorama político entre nuestras filas, porque ahí no se encuentran aquellos a quienes queremos señalar. Se encuentran en los cortijos, en las casas solariegas, en la seguridad y acomodo que ofrece no ser migrante, no tener un alquiler que pagar y no tener un útero sobre el que instaurar un Ministerio de la Familia.

Está muy bien eso de leernos y escribir en las redes sociales nuestra opinión sobre todo, pero quizás es más útil hablar con tu compañero de curro, con tu amiga de la facultad, desenterrar de las profundidades de tu agenda telefónica el número de aquel chaval con el que organizaste una vez una asamblea y pensar en común, tener una gran conversación que anticipe y defina los horizontes de la España que queremos que venga, que nosotras también queremos a España oiga, y tenemos un proyecto para ella.