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Estos años en el Barrio

Este texto forma parte del libro ‘Teatro del Barrio, cinco años erre que erre’, que cuenta el recorrido de la cooperativa, al cumplir su primer lustro de vida este mes de diciembre de 2018

Alberto San Juan 5/12/2018

<p>Alberto San Juan, en la entrada del Teatro del Barrio. </p>

Alberto San Juan, en la entrada del Teatro del Barrio. 

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Al fin, me aparté. El proyecto (en lo creativo laboral) más importante en el que he participado en mi vida. Al menos, el proyecto en el que más he puesto. Desde el otoño de 2013 hasta (más o menos) el otoño de 2017, viví sumergido en el Teatro del Barrio. Una experiencia, en lo personal, tan fértil y, a la vez, casi desgarradora. Así de intensamente he vivido la contradicción entre mi fiera voluntad de dominio y la decisión de entregarme a la experimentación con la idea del gobierno colectivo. 

Odio la democracia. Odio las asambleas. Y creo, firmemente, que no existe otro camino para la humanidad. Democracia o autodestrucción. No hay más. Así lo veo. No creo en una legalidad para todos concebida por unos pocos. No creo en la existencia de una élite humana capacitada para guiar al total de de la especie en dirección a la alegría. Creo imprescindible dotarnos de mecanismos para hacer posible la participación del conjunto de la ciudadanía en la decisión y gestión de los asuntos comunes. Cuidaremos las plazas si son nuestras. De todas. Y es nuestro (es decir, de nadie en exclusiva) sólo aquello sobre lo que podemos decidir juntas. Todas. Y, como las plazas, los hospitales, los colegios, el suministro de agua, la calidad del aire. La existencia de formas asamblearias permanentes, la existencia de mecanismos de participación, no obliga a participar, sólo lo hace posible. Y la posibilidad de la participación nos aleja de la asfixiante realidad histórica que supone el poder de unos sobre otros: la no democracia.

Pero no puedo dejar de ser un niño, un bebé que todo lo reclama, de forma inmediata y total. ¡Qué anhelo de ser yo el gran dictador y el mundo, una pelota en mis manos! Hubiera querido ser un gigante con un látigo en el puño. Y además, que todas y todos, allí abajo, me amaran. Que todas y todos los grandes artistas que convoqué a la Misión  hubieran caído rendidos también a mis pies. Que las socias y socios hubieran sumado miles. El poder. Eso quería yo. Pero,… maldita democracia. El cuerpo colectivo, hecho de todas y todos, siempre levantándose y reclamando su soberanía sobre todos los reinos posibles.

¿Qué es democracia? ¿España hoy? No lo creo. Sería como llamar amor a la relación de dos seres que juntos se aburren y se maltratan. Pero quizá sea eso una forma de amor, y esto, España, una forma de democracia. Aburrida, maltratadora, pero una democracia. En ningún caso, la democracia. Busquemos pues –es una posibilidad–, formas democráticas más divertidas, más amables.

En lo personal, la cosa empezó en el otoño de 2012. Yo, instalado mentalmente en la clase media desahogada, en el confort y la seguridad material, desde siempre y para siempre, probé entonces el sabor de una cierta exclusión. No tenía trabajo ni perspectivas de tenerlo, pero sí muchas deudas. Y la capacidad de crédito de mi entorno cercano no era especialmente abundante. Me inventé un par de espectáculos en solitario. Uno de ellos funcionó. Salió además una telenovela. El fantasma de la precariedad, sin desaparecer, se calmó. O, más bien, tras comprobar que la suya no era una visita pasajera, sino mi nueva naturaleza social, ya para siempre cerca de la posibilidad de no tener (Y en realidad, desde siempre: el ascenso social de mis padres fue sólo una irregularidad que no alcanzó a sus hijos en la edad adulta: volvimos a la fragilidad material de los abuelos y de los abuelos de los abuelos), se convirtió en un compañero más o menos soportable. 

A la experiencia le acompañó una reflexión: asomarme al vacío no era una circunstancia personal, era un ejemplo más (uno bastante leve) de una sociedad entera que había despertado de un sueño en el que vivía en un mundo de derechos y libertades elementales garantizadas. Un resbalón individual dentro del naufragio colectivo en el que nos encontramos al despertar. Problemas colectivos para los que sólo colectivamente se puede hallar salida. 

Por aquel entonces, Alfonso Pindado, fundador de la sala Triángulo a finales de los 80, me propone alquilarme su teatro. Reaparece un viejo sueño: una casa para trabajar. Y más allá: una familia. Después de Animalario (mi verdadero hogar teatral, mis hermanas y hermanos de siempre y para siempre) andaba yo huérfano por el mundo. Hablé con una serie de artistas para construir juntas una casa de artistas. Todos me dijeron: no. Decidí entonces lanzarme solo. Y hacerlo con libertad. No sólo sería un teatro, sino un espacio para el intercambio y la construcción directamente política (¿qué es, si no, un teatro, en realidad?), conectado al momento histórico que vivimos desde el reventón último del sistema capitalista y las posibilidades de horror pero también de amor que desde entonces permanecen abiertas. Dos personas me mostraron su total disposición a lanzarse conmigo: Paloma Domínguez y Vanesa Espín.

Apareció entonces un tal Iñaki Alonso, de la mano de la señora Domínguez, y me habló de algo nuevo para mi: la economía social y solidaria y las cooperativas de consumo. Esa forma debía tener, en su opinión, la idea que yo le acababa de contar. (¿Por qué me pareció estupendo? ¿Tanto vino me dio?) 

Enseguida, en ese tiempo hermoso cuyo centro de gravedad fueron las plazas convertidas en asambleas, mucha gente acudió a la convocatoria (como mucha gente sigue acudiendo hoy a cualquier convocatoria para intentar cambiar las cosas, para intentar inaugurar un tiempo nuevo en el que las reglas de la convivencia sean fruto de una voluntad realmente colectiva). Gente que manejaba cámaras fotográficas, cámaras de video, taladros, cubos de pintura, gente que  había dedicado buena parte de su tiempo a investigar algo útil en profundidad y estaba dispuesta a compartir sus hallazgos o visiones, artistas de cualquier disciplina –muchas de ellas, veteranas y grandes artistas, tan generosas–, ciudadanas con hambre de comunidad, de participación, de libertad.

El Teatro del Barrio se convirtió así en una Asamblea. En un centro de investigación y exhibición de artes escénicas y a la vez, en un centro de experimentación de formas de gestión y propiedad colectivas. La forma asamblearia –he dicho y repito– no obliga a participar, pero garantiza que toda persona que quiera hacerlo, puede. También exige mucha mayor previsión y organización. Un grupo pequeño puede improvisar cada paso. Cuanto más grande se vuelve, más importante resulta –y más difícil– afianzar cada movimiento antes de realizar el siguiente. Por eso dudo cada vez más de las grandes organizaciones y creo en la necesidad de experimentar organizaciones en red de agrupaciones más reducidas y con mayor autonomía.

Y así pasaron cinco años. Y de quienes fuimos los diez primeros socios, el primer gobierno del teatro, ya no queda nadie al frente de ninguna responsabilidad, más allá de dos de las trece trabajadoras contratadas a día de hoy. El resto, seguimos siendo socios cooperativistas, diez más de entre los quinientos actuales,  y, eventualmente, colaboradores para alguna tarea específica, nada más. Esta era la idea: no vincular el proyecto a ninguna individualidad, no hacerlo depender de ningún nombre en concreto. Construir un lugar sin dueño, un espacio colectivo, cuyo motor fuera precisamente la lucha por la democracia, en este mundo donde la democracia –al menos, una amable, ampliamente participativa y sin maltrato instituido– sigue siendo un asunto pendiente.

Y esto sigue hoy revolviéndome la sangre: no mandar. Dejarse desbordar. Curiosamente, fui un ser extremadamente sumiso hasta más allá de los cuarenta años, y luego, un aspirante involuntario a dominador. ¡Qué difícil mirar y escuchar al prójimo de forma horizontal sin tratar de elevarse ni rebajarse! Qué difícil verlo, verse en él, y verlo en uno. Qué difícil crecer. Ser uno, una, en comunidad.   

Desde el principio, el mismo reto: equilibrar la participación y los mecanismos de gobierno colectivo con la calidad profesional, con la hermosa funcionalidad de las cosas. Y nunca se resolverá. Como nunca se resolverá de forma satisfactoria la tensión entre representación y participación. Como nunca triunfará de forma definitiva ninguna revolución. Es absurdo esperar alcanzar el Resultado. No hay resultado, sólo proceso. Pero es necesario, imprescindible, no abandonarlo, mantenerlo vivo. Y en ese proceso, en ese camino que comparten tantas multitudes de personas y colectivos a lo largo y ancho de este mundo, sigue, creo yo, y este es su sentido, el Teatro del Barrio: ¿cómo hacemos para convivir basándonos en el poder de unas con otras, sin dejar nadie afuera, sin resignarnos a las hambres innecesarias fabricadas por las personas en su historia milenaria de miedo y sangre, de amor infinito?

Gracias y besos y abrazos. Nos vemos en el Barrio.

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Alberto San Juan fue el responsable del planteamiento original de contenidos del TdB.

El Rey, la adaptación cinematográfica de la obra teatral homónima del Teatro del Barrio, se estrena el 5 de diciembre.  Cines GOLEM en Madrid, Pamplona y Bilbao. Cines BOLICHE en Barcelona.

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Alberto San Juan

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