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Ciencia

El lado oscuro del Universo

No pasarán muchos años hasta que sepamos qué es realmente la materia oscura

Pablo García Abia 5/12/2018

<p>Una imagen del universo. </p>

Una imagen del universo. 

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Joven Ahlam –le dijo el maestro–, nada de lo que ves en el Universo es lo que parece. No son molinos de tierra y piedra, sino gigantes cuánticos de música celestial

El Maestro Kenobi apenas tenía una parte de razón cuando, en su modesta morada de Tatooine, explicaba a su joven aprendiz que una fuerza misteriosa mantenía unido todo el universo. Simple y seductora, como la magia embaucadora de las ferias, esta explicación no era capaz de arañar la infinita belleza de los oscuros mecanismos que mueven el cosmos.

Mucho más arriesgado fue Heráclito, El Oscuro de Éfeso, quien, 500 años antes del advenimiento del Gran Jedi judeocristiano, afirmó que la guerra, al tiempo armonía y contienda, era la madre de todas las cosas. ¿O quizá dijo padre? En todo no podía tener razón el jónico. Por mi atrevimiento, me disculpo.

Odio. Luz. Oscuridad. Amor. Euforia. Calor. Frío. Depresión. Son todas las fuerzas las que, en una lucha incesante por reafirmar su identidad, mantienen el Universo unido. Aunque sería más acertado decir en movimiento. Una danza cósmica, perfectamente orquestada, coreografiada. La luz baila con las ondas gravitacionales. Hordas de protones dibujan auroras boreales, y te las regalan. Estrellas de neutrones desbocadas paren pepitas de oro, plata y platino, en una pirueta suicida y prometeica.

Con la sosegada excitación que concede encontrarse, mente desnuda, frente a la puerta del conocimiento, es el momento de compartir contigo mi primer secreto. Sobre cómo extraer la belleza de toda esta poesía, versa la ciencia.

Una estrella. Símbolo universal de poder, fuerza, inmortalidad. Ella. Sola entre millones de estrellas. Sencilla. Humilde. En su interior lleva el dolor de todas las madres. Y la fuerza. Toda la fuerza. El peso de la responsabilidad de lo que lleva dentro, presión insoportable y duradera, se debe al campo gravitatorio.

– Ya estamos, ¿y qué es un campo?

– Me preguntas con rabia. Como si los físicos lo supiéramos. No te enfades. Obi-Wan tenía parte de razón, el campo lo inunda todo. Inunda, permea, whatever (algo así como lo que tú quieras). Pero no hay un campo. Hay muchos, ya iremos viendo. Pero no te enojes. De verdad, es bonito. Sí. Muy bonito.

Como te decía, el campo gravitatorio aplasta a la estrella. La comprime hasta el punto de exterminarla, de convertirla en un agujero. Un agujero sin luz, oscuro, negro. El campo es enorme porque la masa de la estrella, como el amor de la madre, es enorme. Más amor, más masa, más presión. 

– ¡Pero las estrellas brillan, lo puedo ver!

– Me interrumpes con ira. No te irrites. Sí, brillan. Porque en su interior la estrella tiene otra fuerza imbatible, la fuerza de la vida. 

– ¿Más campos, verdad?

– Sí, campos de vida.

La masa de las estrellas no es como la del pan. Está hecha de pequeñas notas musicales, literalmente. Unas notas se quieren más que otras. Algunas hasta se aman. Las de más allá se ignoran y las hay que hasta se odian. Esto es así porque las notas primordiales tienen su personalidad. Los físicos llamamos a las notas partículas y a sus manías cargas. Y, ahora sí, estas cargas son la esencia de los campos cuánticos (cuánticos, porque las notas van de una en una, tienen su rollo de ego). Estos campos son los gigantes de Don Miguel, que algunos necios tomaron por molinos.

Continúo. La vida de la estrella emerge de las interacciones (en el sentido, tú me caes bien, tú mal) entre las partículas. Por ejemplo, el protón (que es la nota musical que le queda al hidrógeno cuando le robas su electrón, otra nota musical) tiene una querencia –relativa, no vayas a creer– por pegarse a su primo, el neutrón. Para no perdernos vamos a inventarnos nombres para llamar a los grupos de notas musicales. Al protón y su primo les llamamos Deuterio. Otro nombre chulo es Olegario, pero como deuterio suena a dúo, nos quedamos con este. Si al deuterio le viene otro primo, digo neutrón, tenemos… ¡tritio! Los tríos nunca funcionan muy bien, por lo que el tritio tiende a disociarse. Pero, y aquí viene otro de esos secretos poéticos de la ciencia, si antes de que eso ocurra se encuentra con un deuterio, los dos forman una familia estable con dos protones y dos neutrones. A esta familia la llamamos Helio. Podríamos haberla llamado familia Skywalker, pero como el helio se produce en el Sol, nos quedamos con este nombre (algo que tiene mucho sentido en la lengua de Heráclito).

– Sobra un neutrón, maestro.

– Oh sí, ya, sobra uno. Un neutrón y mucha energía. Esta energía es la luz. Una luz que, con no poco esfuerzo, consigue atravesar la frenética danza cuántica de protones, neutrones, electrones y neutrinos (otras notas musicales, pero estas, esquivas) y, mucho tiempo después, abandonar la estrella para poder producir preciosas puestas de Sol y hacer que lloremos cuando estamos solas o enamoradas (que viene a ser lo mismo). 

– ¿Es esa luz la que hace que no muera la estrella?

– ¡Aprendiz lista! Esa luz, o dicho en pedante, la presión de la radiación, contrarresta el peso de la estrella. Del amor y del odio de los campos cuánticos, sale la fuerza para mantener la estrella en equilibrio.

Una estrella es un objeto complejo. Podría decir que, a pesar de la cantidad ingente de ellas (unas cien mil millones solo en nuestra galaxia), no es muy natural que estas se formen. Para que nazca una estrella tenemos que reunir en la misma fiesta, en un local bastante reducido, un número escandaloso de átomos de hidrógeno (una familia estable con un protón y un electrón bailando juntos). Este número, me da vergüenza decirlo, es unos mil nonillones (1000 000000 000000 000000 000000 000000 000000 000000 000000 000000 o 1057). ¿De dónde vienen todas estas notas musicales (o partículas) y por qué se reúnen en determinados sitios? Para entender esto tenemos que hablar de algo tan misterioso como los campos cuánticos: el lado oscuro del Universo. 

 Nada de lo que ves en el Universo es lo que parece. Esto ya lo he dicho. Lo singular es que el propio Universo no ha sido siempre como lo ves ahora. El Universo se expande de forma acelerada, hoy más rápido que ayer, más despacio que mañana. 

– La galaxia de Andrómeda se va a chocar con la nuestra, dices con cara de superioridad. 

– Así es, pero hablo del Universo a gran escala, no a la escala de nuestro jardín cósmico, sino a distancias de miles, millones de galaxias. Las galaxias remotas se alejan unas de otras, todas de todas. 

– ¡Eso no es posible!, interrumpes.

– No te enfades. Es difícil de entender, pero no imposible que ocurra. Es lógico que te cueste un poco al principio, nos han enseñado a creer cosas inverosímiles sin hacer el esfuerzo de entenderlas, como que el Universo tiene seis mil años de vida. Comprender que, en realidad, la vida del Universo empezó hace 13800 millones de años no suele ser inmediato. Las galaxias no se alejan unas de otras porque viajen en direcciones opuestas a las demás. En efecto, eso sería imposible. Lo que ocurre es que el espacio que hay entre ellas, eso que solemos llamar espacio vacío, no es tan vacío y puede aumentar o disminuir de tamaño. Esto no es caprichoso, el ritmo de crecimiento está dictado de forma muy precisa por la cantidad de partículas (notas musicales) y energía (luz y otras cosas) que contiene. 

– ¿Qué cosas?

– La energía del propio espacio vacío. Aunque parezca vacío, a decir verdad está… ¡caliente! Muy poco caliente, cierto, pero lo suficiente para aumentar de tamaño y que las galaxias, estáticas, se alejen entre sí.

El párrafo anterior hay que leerlo varias veces, sin duda. Sin duda y sin prejuicios. Porque, claro, –te preguntarás– si el Universo ha estado siempre expandiéndose, hace mucho tiempo tuvo que haber sido muy, muy, muy pequeño. Así es, tan pequeño y todo tan junto que la temperatura era enorme. Ríete del calentamiento global. Hablo de temperaturas tales que no había planetas ni estrellas, tampoco células, ni sólidos, ni líquidos. Ni siquiera átomos. Solo había partículas danzarinas, llenas de energía para ir de aquí para allá jugando y bailando con otras partículas. Algunas se aniquilaban y otras emergían, como si de una orgía cuántica se tratase. Aunque el caos parecía absoluto, había un orden detrás de todo ello. Y esta es otra píldora poética de la ciencia. Las partículas eufóricas luchaban por encontrar su espacio vital, separándose unas de otras, al tiempo que un intenso campo gravitatorio las hacía colapsar. Un guerra de fuerzas muy similar a la que da vida a las estrellas, creaba microestructuras casi 14.000 millones de años antes, en un Universo bien diferente. Estas microestructuras eran como pompas de jabón. En las fronteras de pompas adyacentes, finas películas oleosas, se apilaban las partículas. Con el dramático aumento de tamaño que sobrevino en los tiempos posteriores (recuerda que el Universo se ha estado expandiendo siempre porque el espacio ha aumentado de tamaño), esas pompas microscópicas adquirieron tamaños colosales. ¿Cómo de colosales? Del orden de cientos de millones de años luz (un año luz es la distancia que viaja la luz en un año, vamos, espeluznante). Las fronteras de las pompas, en las que ya se habían aglutinado casi la totalidad de las partículas, la densidad de estas era tal que, gracias a la atracción gravitatoria que sentían entre ellas, pudieron formar nubes de gas, que con el tiempo se condensaron dando lugar a las primeras galaxias y, con ellas, las primeras estrellas. La apabullante presión gravitatoria ejercida por las partículas fue la causante del festín cuántico, en el que protones y neutrones encontraron el entorno adecuado para encender, una vez más, el ya oscurecido Universo.

 

– ¡Espera, vas muy rápido!, recrimina el pequeño saltamontes a su maestro. 

– ¿De dónde salió esa fuerza gravitatoria que dio lugar a las burbujas primordiales?

– Esa es la fuerza del lado oscuro, joven padawan. La gravedad provino de la materia oscura. 

– ¿Materia oscura?

– Así es, ya en el Universo primigenio había un tipo de materia misteriosa, una materia que ni absorbe ni emite luz (no existe nada en el Universo tan transparente como ella), que no forma átomos ni cuerpos que se puedan observar ni tocar. Sorprende saber que su cantidad era, y sigue siendo, ingente, como cinco o seis veces mayor que la de partículas danzarinas, esas que a la postre sí formarían los átomos.

Precisamente esto caracteriza a esa materia oscura. Su imponente fuerza gravitatoria se deja percibir hoy día en todos los rincones del Universo. Hace que las estrellas orbiten en sus galaxias de una forma muy singular. Modifica las trayectorias de los rayos de luz que, desde tiempos remotos, viajan de galaxias lejanas hasta nuestros telescopios, produciendo imágenes desvirtuadas, filamentosas, como si miráramos borrachos por el culo de una botella. Y, más sorprendente, esa atracción gravitatoria ralentiza, junto con la gravedad de la materia convencional, la expansión acelerada del Universo. De hecho, gracias a todos estos efectos sabemos que esa misteriosa materia oscura existe y cuánta hay en el Universo.

– Admito que me has sorprendido, maestro. ¿Pero, QUÉ es la materia oscura?

– Es un qué en mayúsculas, de esos que ponen en jaque a la ciencia. Un qué que exige humildad. No lo sabemos. Podrían ser partículas elementales (otro tipo de nota musical) con una personalidad mucho más esquiva, una carga cuántica que les dificulta relacionarse con las demás partículas (incluida la luz) y con ellas mismas. O tal vez, grumos de energía del propio espacio, esa energía que hace que el Universo esté un poquito caliente y por eso se expanda. Estos grumos, insociables y oscuros, se llaman agujeros negros primordiales.

Como te digo, no sabemos qué es la materia oscura, pero gracias a las observaciones astrofísicas y cosmológicas (hechas con el telescopio Hubble o con Planck, pero no solo) y a los experimentos con partículas elementales (en el CERN o en el Gran Sasso, entre otros), tenemos tanta información sobre ella que estamos construyendo y operando instrumentos en la Tierra para intentar detectarla de forma directa: detectores de ondas gravitacionales (LIGO), detectores de partículas oscuras en laboratorios subterráneos (DarkSide) y otros en la Estación Espacial Internacional (AMS). No pasarán muchos años hasta que sepamos qué es realmente la materia oscura. Cómo lo vamos a hacer, requerirá otro encuentro, joven Ahlam.

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Dr. Pablo García Abia es físico de la Colaboración DarkSide. Científico Titular de la Unidad de Excelencia María de Maeztu CIEMAT-Física de Partículas.

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10 comentario(s)

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  1. cayetano

    Me ha encantado el estilo literario y pedagógico que mantiene la atención por descubrir el siguiente paso. No sé si como Jostein Gaardeer en Filosofía, ha escrito algún libro o novela divulgativa, pero debería si disfruta con ello, su pluma podría acercarnos los interrogantes del Universo. He echado un vistazo por la red y visto como le gusta la divulgación, dar conferencias en IES a la juventud, pero no he encontrado ningún libro divulgativo de usted. Respecto a la exposición parece como si la materia oscura se escapara a la comprensión de nuestros sentidos y sus consecuentes dimensiones, pero si vemos los rastros gravitacionales, sus distorsiones, probablemente no estemos lejos de alcanzar un grado de conocimiento mayor sobre el comportamiento y existencia de la misma, que nos abra más interrogantes sobre esa sopa imperceptible incluso a nuestros instrumentos. Descubrir como con el cancer, que lo que llamamos materia oscura no es más que eso, la nomenclatura con que denominamos nuestra ignorancia ( la mía absoluta), sobre entidades que adivinamos más numerosas y probablemente diversas que la realidad conocida. Aunque nuestra incapacidad sólo nos permita buscar Una Materia Oscura que nos abra la puerta a la mayor extensión del universo (probablemente una estupidez probable). Pensando sobre la cuestión y como un chispaso disperso, no sé por qué, en relación a la ciencia y su avance, me visito la idea de los movimientos de múltiples descubrimientos en paralelo y sobre distintas ciencias. Algo que también se traslada a la economía por aplicación, y que se ha llamado movimiento simpático entre creadores o interacciones que producen los cambios de paradigmas. Pero ¿qué provocan los cambios de paradigmas? ¿la acumulación de conocimiento convencional? ¿la acumulación de anomalías falsadoras? ¿los avances instrumentales? Sí, evidentemente los conocimientos compartidos por la sociedad científica son polvora que extiende y diversifican los cambios paradigmáticos. Pero, aunque sean genios visionarios, no dejan de depender de cambios culturales e infraestructurales civilizatorios que abren nuevos interrogantes o enfoques. El movimiento simpático que extiende y abre nuevos paradigmas, tiene que ver con el Todo que está en Todo, es decir, con nosotr@s mism@s, con el reflejo que proyecta cada civilización sobre nosotr@s, pues con cada acervo nunca podremos desprendernos de ser la medida de todas las cosas, aunque podamos avanzar mucho en la imparcialidad. Perdonad la disgresión que ha provocado la apasionante lectura del artículo, una obra maestra de divulgación. Gracias.

    Hace 5 años 11 meses

  2. Godfor Saken

    Del libro "Hacedor de Estrellas" (Star Maker, 1937) de Olaf Stapledon: Las estrellas pueden considerarse en verdad organismos vivos, pero —fisiológica y psicológicamente— de una especie muy peculiar. Las capas superiores y medias de una estrella madura están formadas, en apariencia, por corrientes entretejidas de gases incandescentes. Estos «tejidos» gaseosos viven y mantienen la conciencia estelar interceptando parte de la inmensa energía que brota del centro congestionado y furiosamente activo de la estrella. Las capas vitales interiores son en cambio algo así como un aparato digestivo que transmuta la radiación en materias necesarias a la vida de la estrella. La capa coordinadora que envuelve este área digestiva podría ser considerada el cerebro del astro. Las capas más exteriores, incluso la corona, responden a los más débiles estímulos del ambiente cósmico de la estrella, a la luz de las estrellas vecinas, a los rayos cósmicos, al impacto de los meteoros, a las tensiones creadas por la influencia gravitatoria de los planetas y los otros astros. Estas influencias no podrían, por supuesto, producir ninguna impresión clara si no interviniese un raro tejido de órganos sensorios gaseosos que miden la cualidad y dirección de las influencias transmitiendo la información a la capa «cerebral». La experiencia sensible de una estrella, aunque extraña a nosotros, nos pareció bastante inteligible. No nos fue extremadamente difícil compartir telepáticamente la percepción estelar de las nuevas titilaciones, los roces, las atracciones y las luces del ambiente galáctico. Era raro que aunque el propio cuerpo de la estrella resplandeciese extremadamente, esto no afectaba en absoluto sus propios órganos. La estrella sólo veía la luz débil de las otras estrellas. De este modo percibía las luminosas constelaciones del cielo, que no se aparecía como oscuridad absoluta, sino inundada por el color de los rayos cósmicos, inconcebible para nosotros los humanos. Los colores con que eran vistas las estrellas mismas dependían de la especie y la edad. Pero aunque la percepción de las estrellas fuese para nosotros bastante inteligible, nada entendimos en un principio de los móviles de la vida estelar. Tuvimos que acostumbrarnos a un modo enteramente nuevo de considerar los acontecimientos físicos. Pues la actividad motora normal de las estrellas no parecía ser otra cosa que los movimientos físicos normales estudiados por nuestros hombres de ciencia, movimientos que estaban relacionados con otras estrellas y con la totalidad de la Galaxia. Las estrellas han de tener en verdad una conciencia vaga de la influencia gravitatoria de toda la Galaxia, y más precisamente de la «atracción» de los astros vecinos, aunque estas influencias, por supuesto, son demasiado pequeñas para que puedan ser detectadas por instrumentos humanos. La estrella responde con movimientos voluntarios, que para los astrónomos de los minúsculos mundos inteligentes son puramente mecánicos, y siente, indiscutible y justamente, que este movimiento es la libre expresión de su propia naturaleza psicológica. Tal fue al menos la casi increíble conclusión a que nos llevaron las investigaciones realizadas por la sociedad galáctica. De modo que la experiencia normal de una estrella comprende la percepción de su ambiente cósmico junto con continuos cambios voluntarios en el interior de su propio cuerpo y en su posición cósmica en relación con otras estrellas. Estos cambios de posición son, por supuesto, movimientos de rotación y traslación. La vida motora de una estrella puede interpretarse, pues, como una sucesión de pasos de danza o una figura de patinaje, ejecutados con perfecta habilidad de acuerdo con el principio ideal que emerge en la conciencia de la estrella desde las profundidades de su naturaleza, y que se hace más claro a medida que el astro madura. Este principio ideal no puede ser concebido por el hombre, salvo cuando se manifiesta prácticamente en el conocido principio físico «del menor esfuerzo», o en el recorrido de una trayectoria que —dentro de las condiciones gravitatorias y otras parecidas— es la menos extravagante. La estrella misma aparentemente decide y ejecuta esta trayectoria ideal, en el campo electromagnético del cosmos, con la misma atención y delicadeza con que un motociclista se abre paso a través del tránsito en un camino serpeante, o con la misma economía de esfuerzos con que una intérprete de ballet realiza los más intrincados movimientos. Parece evidente que toda la existencia física de una estrella es experimentada por ella misma como una suprema felicidad, un estado de éxtasis, una persecución siempre triunfante de la belleza formal. Los mundos inteligentes sacaron estas conclusiones guiados por sus propias experiencias estéticas formales. En verdad, gracias a estas experiencias lograron establecer contactos por vez primera con las mentes de las estrellas. Pero la percepción de la verdad estética (¿o religiosa?) de ese misterioso canon, que las estrellas aceptaban tan seriamente, superaba la capacidad mental de los mundos inteligentes. Podría decirse que lo aceptaban como prueba de confianza. Indudablemente este canon estético simbolizaba de algún modo cierta intuición espiritual vedada a los mundos inteligentes. La vida de una estrella individual es no sólo una vida de movimiento físico. Es también indudablemente, en muchos sentidos, una vida cultural y espiritual. De alguna manera cada estrella descubre en la presencia de las otras estrellas seres conscientes. Este mutuo conocimiento es probablemente intuitivo y telepático, aunque debe de fundarse también en inferencias y observaciones. De la relación psicológica de unas estrellas con otras emerge todo un orden de experiencias sociales tan ajenas a los mundos inteligentes que casi nada puede decirse de él. Hay quizá alguna razón para creer que la libre conducta de una estrella está determinada no sólo por los austeros cánones de la danza sino también por un impulso social de cooperación. No hay duda de que la relación entre las estrellas es perfectamente social. Me recordaba la relación que une a los ejecutantes de una orquesta, pero una orquesta donde todos sus miembros están dedicados enteramente a la tarea común. Posiblemente, aunque no con certeza, cada estrella, al ejecutar su tema particular, es guiada no sólo por motivos estéticos o religiosos sino también por la voluntad de permitir que sus compañeras tengan todas las oportunidades legítimas de expresarse. De este modo la vida de cada estrella es experimentada no sólo como una perfecta ejecución de la belleza formal sino también como una perfecta expresión de amor. Sería, sin embargo, un error atribuir a las estrellas sentimientos de afecto y camaradería en un sentido humano. Quizá habría que limitarse a decir que sería probablemente más falso negar un afecto mutuo entre ellas que atribuirles realmente capacidad de amor. La investigación telepática vislumbró que la experiencia de las estrellas era en su totalidad de una textura muy distinta a la de los mundos inteligentes. Aun atribuirles pensamientos o deseos de cualquier especie sería quizá algo groseramente antropomórfico, pero es imposible hablar de sus experiencias en otros términos. La vida mental de una estrella es casi ciertamente un progreso que se inicia con una oscura mentalidad infantil y alcanza la discriminatoria conciencia de la madurez. Todas las estrellas, jóvenes o viejas, son mentalmente «angélicas», pues todas aspiran libre y gozosamente a la «buena voluntad», a la vía recta tal como a ellas se les revela. Pero las jóvenes estrellas tenues, aunque ejecuten perfectamente su parte en la danza galáctica, parecen de algún modo espiritualmente ingenuas o infantiles, en comparación con las más experimentadas. De modo que aunque no hay tal cosa como el pecado entre las estrellas (ninguna elección deliberada de una trayectoria conocida como errónea y que lleve a un fin conocido como impertinente) hay, sin embargo, ignorancia y, por consiguiente, desviación del camino que a las estrellas más maduras se les ha revelado como ideal. Pero estas aberraciones de las estrellas jóvenes son aparentemente aceptadas por las estrellas más despiertas como factor deseable en el desenvolvimiento de la danza galáctica. Desde el punto de vista de la ciencia natural, tal como es conocida en los mundos inteligentes, la conducta de una estrella joven es, por supuesto, la exacta expresión de su joven naturaleza, y la conducta de las estrellas mayores expresión a su vez de su naturaleza madura. Pero, sorprendentemente, la naturaleza física de una estrella en cualquier etapa de su desarrollo es en parte expresión de la influencia telepática de otras estrellas. Por supuesto, la ciencia física, de cualquier época, no puede detectar nunca este hecho. Los hombres de ciencia deducen las leyes físicas de la evolución estelar, de fenómenos que son en sí mismos expresión no sólo de influencias físicas normales sino también de insospechadas influencias psíquicas. En las edades más antiguas del cosmos la primera «generación» de estrellas tuvo que encontrar el camino que lleva de la infancia a la madurez sin ayuda exterior; pero las «generaciones» posteriores fueron guiadas de algún modo por la experiencia de sus mayores, de modo que pasaron más rápida y plenamente de la oscuridad a una lúcida conciencia de ellas mismas como espíritus, y así mismo al conocimiento del universo espiritual en que vivían. Casi con certeza, las últimas estrellas nacidas de la condensación de la nébula primera se desarrollaban (o desarrollarán) más rápidamente que sus predecesoras, y en las huestes estelares se creía que a su debido tiempo las estrellas más jóvenes superarían con creces, al llegar a la madurez, el alto nivel espiritual de las estrellas mayores. Hay buenas razones para suponer que los dos deseos supremos de toda estrella son el de ejecutar perfectamente su parte en la danza comunitaria, y el de alcanzar una verdadera comprensión de la naturaleza del cosmos. Este último deseo era el factor de la mentalidad estelar que mejor comprendían los mundos inteligentes. El clímax de la vida de una estrella ocurría luego de haber dejado atrás el largo período de juventud que los astrónomos humanos llaman «gigante roja». Al cerrarse este período se reduce rápidamente y pasa al estado enano en que se encuentra hoy nuestro sol. Este cataclismo físico parece estar acompañado por cambios mentales de largo alcance. Por lo tanto, aunque la estrella desempeña un papel menos evidente en los ritmos de danza de la Galaxia, tiene también quizá una conciencia más clara y penetrante. Se interesa menos en el ritual de la danza estelar que en su supuesta significación espiritual. Luego de esta larga fase de madurez física sobreviene otra crisis. La estrella se contrae otra vez y alcanza esa condición inconcebiblemente densa que nuestros astrónomos llaman «enana blanca». Su mentalidad en la crisis de que hemos hablado era casi impenetrable a la investigación de los mundos inteligentes. Pasaba, en apariencia, por una crisis de desesperación y de creación de nuevas esperanzas. De aquí en adelante la mente estelar parecía dominada por una creciente tensión de desconcertante y aun terrorífica negatividad, una lejanía helada, casi cínica, que, sospechábamos, no era más que el anverso de algún temible y oculto enajenamiento. Entre tanto la estrella continuaba desempeñando su parte en la danza, meticulosamente, aunque con otro ánimo. Los fervores estéticos de la juventud, la más serena, pero activa voluntad de la madurez, la devoción a la sabiduría había desaparecido. Quizá la estrella estuviese satisfecha entonces con la comprensión y serenidad que había alcanzado, y se complaciera simplemente en gozar de la contemplación del Universo. Quizá; pero los mundos inteligentes nunca pudieron saber si la madura mente estelar parecía incomprensible a causa de la superioridad de su desarrollo o por algún oscuro desorden del espíritu. Las estrellas permanecían en este estado de vejez durante un período muy largo, perdiendo gradualmente energía, y retirándose mentalmente a sí mismas hasta sumergirse en una suerte de impenetrable trance de senilidad. Al fin su luz se extinguía y sus tejidos se desintegraban. De aquí en adelante continuaban sus viajes por el espacio en un estado de inconsciencia que repugnaba a los astros todavía conscientes. Ésta, de modo aproximado, es la vida normal de una estrella común. Pero hay muchas variedades dentro del tipo general. Pues no todas las estrellas tienen el mismo tamaño, ni la misma composición, y probablemente se distinguen también por el impacto psicológico con que se manifiestan a las otras estrellas. Una de las más comunes, entre los tipos excéntricos, es la estrella doble, dos poderosos globos de fuego que avanzan en círculos por el espacio, en algunos casos tocándose casi. Como todas las relaciones estelares, ésta es también perfecta, angélica. Sin embargo, es imposible asegurar que la pareja experimente algo que pueda ser llamado un sentimiento de amor personal, o que se consideren más que compañeros dedicados a una tarea común. La investigación sugería evidentemente que los dos seres recorrían sus serpeantes caminos con algo así como mutua satisfacción, una satisfacción que nacía asimismo de una íntima colaboración con la Galaxia. ¿Pero amor? Es imposible decirlo. A su debido tiempo, con la pérdida del momentum, las dos estrellas se ponían realmente en contacto. Entonces, en algo que parecía una agonizante llamarada de alegría y dolor, se unían confundiéndose. Luego de un período de inconsciencia, la gran nueva estrella generaba nuevos tejidos, y ocupaba su puesto en la compañía angélica. Las raras cefeidas variables eran la especie estelar más desconcertante. Parecía que éstas y otras variables de vida mucho más larga pasaban alternadamente del quietismo al fervor, en armonía con su propio ritmo físico. No es posible decir más. Un acontecimiento que tiene en apariencia gran importancia psicológica, y que ocurre muy raramente, es el acercamiento mutuo de dos o tres estrellas, y la proyección consiguiente de filamentos estelares. En el momento mismo en que un filamento roza una estrella, y poco antes que se desintegre dando nacimiento a planetas, el astro experimenta probablemente un éxtasis físico intenso, pero humanamente ininteligible. Aparentemente las estrellas que han pasado por esta experiencia han alcanzado una comprensión particularmente vívida de la unidad del cuerpo y del espíritu. Las estrellas «vírgenes» sin embargo, aunque no han pasado por esta maravillosa ventura, parecen no tener deseos de infringir los sagrados cánones de la danza en busca de oportunidades para tales encuentros. Cada una de ellas está satisfecha con desempeñar su parte y observar el éxtasis de aquéllas a quienes el destino ha favorecido. Describir la mentalidad de las estrellas es, por supuesto, describir lo ininteligible por medio de metáforas humanas, inteligibles, pero falsas. Esta distorsión aparece como particularmente grave en la descripción de las dramáticas relaciones entre las estrellas y los mundos inteligentes, pues bajo la presión de estas relaciones las estrellas parecen haber experimentado por vez primera emociones que superficialmente al menos podrían llamarse emociones humanas. Mientras la comunidad estelar fue inmune a las interferencias de los mundos inteligentes, cada uno de sus miembros mostró una perfecta rectitud y expresó perfectamente su propia naturaleza y el espíritu común. Aun la senilidad y la muerte se aceptaban con calma, pues eran —universalmente— parte del tejido de la existencia, y lo que toda estrella deseaba no era la inmortalidad, ya para sí misma o la comunidad, sino el goce perfecto de su propia naturaleza. Pero cuando al fin los mundos inteligentes, los planetas, empezaron a interferir apreciablemente en el movimiento y en la energía estelares, algo nuevo e incomprensible entró presumiblemente en la experiencia de las estrellas. Las más afectadas se encontraron de pronto en un verdadero conflicto mental. Por alguna causa que ellas mismas no alcanzaban a percibir, no solamente erraban sino que también parecían desear el error. Aunque todavía veneraban la verdad, elegían el extravío. Dije que esta perturbación no tenía precedentes. Esto no es estrictamente cierto. Parecía que casi todas las estrellas habían experimentado alguna vez en sus vidas privadas una desviación no muy distinta. Sin embargo, y casi siempre, habían conseguido mantenerla en secreto, hasta que al fin se había hecho tan familiar que era ya tolerable, o la estrella lograba ahogar la fuente misma de la desviación. Era en realidad sorprendente que seres de naturaleza ajena e ininteligible —en tantos sentidos— pudieran ser en este aspecto sorprendentemente «humanos». En las capas exteriores de las estrellas jóvenes había casi siempre vida, no sólo vida normal, sino también vida parásita, organismos de fuego minúsculos e independientes, a veces no mayores que una nube en el aire terrestre, y otros tan grandes como la Tierra misma. Estas «salamandras» se alimentaban de la radiante energía de la estrella del mismo modo que los propios tejidos orgánicos del astro, o simplemente de los tejidos mismos. Aquí como en todas partes operaban las leyes de la evolución biológica, y con el tiempo aparecían razas de seres inteligentes parecidos a llamas. Aun cuando la vida salamandriana no alcanzaba este nivel, su efecto en los tejidos de la estrella se le aparecía a ésta como una enfermedad de la piel o de los órganos de los sentidos, o aun de los tejidos más profundos. La estrella experimentaba entonces emociones no muy distintas de las humanas, como miedo y vergüenza, y ansiosamente, y humanamente, ocultaba su secreto a las sondas telepáticas de sus semejantes. Las razas de las salamandras nunca lograron dominar sus mundos ardientes. Muchas de ellas sucumbieron, tarde o temprano, a algún desastre natural o a las actividades de eliminación o limpieza del poderoso huésped. Muchas otras sobrevivieron, pero en un estado relativamente inofensivo, perturbando a sus estrellas sólo como una débil irritación, y un leve matiz de insinceridad en sus relaciones con los otros astros. En la cultura pública de las estrellas la peste de las salamandras era completamente ignorada. Cada estrella creía ser la única enferma de toda la Galaxia. La peste tuvo, sin embargo, un efecto indirecto e importante en el pensamiento estelar: introdujo la idea de pureza. Todas las estrellas apreciaban aun más la perfección de la comunidad estelar a causa de su propia y secreta imperfección. Cuando los planetas inteligentes empezaron a trabajar seriamente en la energía estelar y en las órbitas estelares, el efecto en las estrellas no fue de vergüenza íntima sino algo así como un escándalo público. Era indudable para todos los observadores que la culpable había violado los cánones. Las primeras aberraciones fueron recibidas con asombro y horror. Entre las huestes de las estrellas vírgenes se murmuró que si el resultado de los tan apreciados contactos interestelares, de los que habían nacido los planetas naturales, era en última instancia esta vergonzosa irregularidad, entonces acaso la misma experiencia original había sido pecaminosa. Las otras estrellas protestaron diciendo que no eran ellas las culpables sino aquellas motículas que giraban alrededor. Sin embargo, secretamente, dudaban de sí mismas. ¿No habrían al fin y al cabo infringido el canon de la danza en aquel extático ir de estrella a estrella? Sospechaban, además, que en cuanto a las irregularidades que eran ahora motivo de escándalo, hubieran podido resistirse preservando sus verdaderas trayectorias. Mientras tanto el poder de los mundos inteligentes se acrecentaba. Los soles eran llevados de un lado a otro para que cumplieran los propósitos de sus parásitos. Desde el punto de vista de la población estelar estos astros no eran, por supuesto, otra cosa que peligrosos lunáticos. La crisis sobrevino, como ya he dicho, cuando los mundos proyectaron su primer mensajero hacia la galaxia más próxima. La inocente estrella, aterrorizada ante la locura de su propia conducta, tomó la única represalia que conocía. Pasó al estado de nova y estalló destruyendo exitosamente a sus planetas. De acuerdo con la ortodoxia estelar este acto era en sí un verdadero crimen, pues interfería impíamente con el orden divinamente señalado de la vida de una estrella. Pero cumplía con el fin deseado, y pronto fue imitado por otras estrellas desesperadas. Siguió entonces la edad de horror que ya he descrito desde el punto de vista de la sociedad de los mundos. No fue sin duda menos terrible para las estrellas, pues la situación de la sociedad estelar pronto se hizo desesperada. La perfección y beatitud de los antiguos días habían desaparecido. «La ciudad de Dios» era ahora una morada de odio, recriminaciones y desesperación. Multitudes de estrellas jóvenes se habían convertido en prematuras y amargadas enanas, y las maduras habían caído casi en la senilidad. Las formas de la danza eran un caos. Aunque la antigua pasión por los cánones de la danza continuaba viva, la concepción misma de los cánones se había oscurecido. La vida espiritual había sucumbido a la necesidad de la acción urgente. Se anhelaba aún el progreso del conocimiento interior, pero nadie veía ya claramente en sí mismo. Además, la primera e ingenua confianza, que compartían tanto las estrellas jóvenes como las maduras, la certidumbre de la perfección del cosmos y la rectitud del poder sustentador, había sido reemplazada por una desesperación estéril.

    Hace 5 años 11 meses

  3. Godfor Saken

    "Las estrellas", por Eliot Weinberger (del libro ‘Algo elemental’, An Elemental Thing): Las estrellas: ¿qué son? Son trozos de hielo que reflejan el sol; son luces que flotan en el agua más allá de la cúpula transparente; son clavos en el cielo; son agujeros en la cortina que hay entre nosotros y el mar de luz; son agujeros en la dura concha que nos protege del infierno que hay más allá; son las hijas del sol, son los mensajeros de los dioses; son condensaciones de aire en llamas que tienen forma de rueda y rugen a través del espacio que hay entre los radios; se sientan en sillitas; son casas esparcidas por el cielo; hacen recados a los amantes; son composiciones de átomos que caen por el vacío y se enredan entre sí; son las almas de los bebés muertos convertidas en flores del cielo; son aves cuyas plumas arden; fecundan a las madres de los grandes hombres; son brillantes concentraciones del aliento espiritual, hechas de los residuos sobrantes de la creación del sol y la luna; auguran la guerra, la muerte, el hambre, la peste, las buenas y malas cosechas, el nacimiento de los reyes; regulan los precios de la sal y el pescado; son las simientes de todas criaturas de la tierra; son el rebaño de la luna, dispersa por el cielo como ovejas en un prado, que ella lleva a pastar; son esferas de cristal cuyo movimiento crea la música en el cielo; ellas están fijas y nosotros nos movemos; nosotros estamos fijos y ellas se mueven; son los cazadores de focas extraviados; son la huellas de Vishnu, que da caza por el cielo; son las luces de los palacios donde viven los espíritus; son de distintos tamaños; son cirios fúnebres, y soñar con ellas es soñar con la muerte; son como todo lo material, de cuatro tipos de materia: protones, neutrones, electrones, neutrinos; son todas del mismo tamaño, pero algunas están más cerca de nosotros; son la interacción por medio de cuatro fuerzas: gravedad, electromagnetismo, fuerza nuclear fuerte y fuerza nuclear débil; son los únicos dioses, y entre ellos el sol es el primero; son los cazadores de avestruces, que están fuera toda la noche y al amanecer se apiñan cerca del sol para calentarse, y por eso son invisibles; el rocío y la escarcha desciende de las estrellas; los vientos, calientes y fríos, proceden de las estrellas; las estrellas descienden del cielo al regazo de una doncella; son las ascuas del fuego de la creación; nunca cambian; son las blancas tiendas donde vive el Pueblo de la Estrella; son los innumerables ojos de Varuna, que monta por el cielo a Makara, mitad ave y mitad cocodrilo, o mitad antílopoe y mitad pez; son lo que está en un estado de cambio continuo; se les debe ofrecer sacrificios para que traigan la lluvia; son las Nunca Desvanecidas, con forma de golondrina que se alimentan con el fruto del Árbol de la Inmortalidad, aquel que crece en la isla del Lago del Halcón Verde; brillan, refulgen, tililan, destellan; son deliciosas; son portadoras del mal; son los ojos de Thjasse que Thore arrojó al cielo; son las hormigas blancas del hormiguero levantado en torno al inmóvil Dhurva, que medita eternamente en la profundidad del bosque; son una especie de queso celeste batido hasta acerse luz; son, simplemente son; las estrellas son un enorme jardín, y si no vivimos lo suficiente para presenciar su germinación, su floración su follaje, su fecundidad, cómo envejecen, se marchitan y se corrompen; hay tantas especies que cada etapa está ante nuestros ojos; nosotros y todas las estrellas que vemos sólo somos el átomo en un conjunto infinito; un archipiélgo cósmico; el cielo es como una rueda de molino que gira, y las estrellas como hormigas que andan sobre ella en dirección contraria; el cielo es el dosel de un carruaje, con las estrellas colgando como abalorios suspendidas de un extremo al otro; el cielo es un orbe macizo y las estrellas la iluminación perpetua de los volcanes sobre él; el cielo es de lapislázuli puro, salpicado de pirita que son las estrellas; toda estrella tiene un nombre y un nombre secreto; la única palabra que oímos de ellas es su luz; el hombre nunca abarcará en sus concepciones la totalidad de las estrellas; bajo un cielo estrellado en una noche clara, el poder oculto del conocimento nos habla una lengua que no tiene nombre; la bondad y el amor manan de ellas; de no estar situados en una galaxia, no veríamos estrella alguna; si la gravedad no fuera tan débil, las estrellas serían más pequeñas, y si las estrellas fueran más pequeñas no arderían mucho tiempo, y si no ardiesen mucho tiempo no estaríamos aquí; no tienen elementos fortuitos o aleatorios, ni movimiento errático o inútil; el mal y el infortunio manan de ellas; su existencia es improbable; su infinitud nos induce a contarlas; su maravillosa regularidad está más allá de toda creencia y es una prueba de que en su seno reside la inteligencia divina; el silencio eterno de esos espacios infinitos es aterrador; cuanto más comprensible parece el universo, menos sentido parece tener; todas las estrellas se mueven y brillan para ser con mayor plenitud lo que son: la luz emite luz porque es su naturaleza; el conocimiento de las estrellas es fundamental para la comprensión de los poetas; si las estrellas no irradiaran luz, estallarían; después de la muerte las almas habitan en las estrellas: el resplandor de una nueva estrella podría indicar, por tanto, que el alma de un gan hombre o mujer ha llegado a su destino; "desastre" significa "infortunio astral"; la única explicación de por qué hay tantas estrellas que no podemos ver es que el Señor las creó para que otras criaturas, más alejadas, las admiren a una distancia más próxima; somos el centro del universo material, pero estamos en el perímetro del universo espiritual, condenados a ver de lejos el espectáculo de la danza celestial; a diferencia de los otros animales, el hombre fue creado para estar erguido y así poder contemplar las estrellas; el rey Arturo está allá arriba, a la espera de su regreso para gobernar de nuevo Inglaterra; allá está K'uei, el brillante erudito nacido con un rostro espantoso; allá arriba están el Pesebre, la Niebla, la Nubecilla, la Colmena; mira: la Torre de Babel y la Dicha de las Tiendas; allá arriba están los salteadores de caminos y las palomas que llevan ambrosía a los dioses, y los ginetes gemelos de la aurora; allá arriba, la hija del viento llora a su marido perdido en el mar; allá está el Río Fuerte y el Palacio de los Cinco Emperadores, el Criadero de los Perros Ladradores, el Camino de Paja, la Vía de las Aves, el Río Serpiente de Polvo Centelleante; allá arriba están las ninfas que lloran a su hermano Hyas, muerto por un jabalí, y cuyas lágrimas son estrellas fugaces; están las Siete Torres Portuguesas, el Mar Hirviente, el Lugar de la Reverencia; mira: las Avestruces amigas; Casiopea, reina de Etipoía, que se creía más hermosa que las Nereidas, está allá, así como su desventurada hija Andrómeda, y Perseo, que la rescató con la cabeza de Medusa colgada de su cinto, y el monstruo Cetus, al que dio muerte, y su cabalgadura, el caballo alado Pegaso; allá está el toro que ara el Surco de los Cielos; allá arriba está la Mano Teñida con Alheña, el Lago de Plenitud, el Puente Vacío, la X Egipcia; y una vez hubo una niña que se casó con un oso, y horrorizados su padre y hermanos mataron al oso, y ella se convirtió en oso y mató a sus padres y persiguió a sus hermanos a través de las montañas y a través de los arroyos, y los acorraló ante un árbol hasta que el más pequeño apuntó a lo alto con su arco mágico y cada hermano tomó una flecha y fue disparado al cielo, y se volvió estrella; allá arriba; allá arriba está la Carnicería, el Sillón, la Bandeja Rota, el Melón Podrido, la luz del Paraíso; Hans el cochero, que llevó a Jesús, está allá, y el león que descendió de la luna en forma de meteoro; allá arriba, una vez al año, diez mil urracas forman un puente para que la Tejedora pueda cruzar el Río de la Luz y reunirse con el Boyero; están las trenzas de la reina Berenice, que sacrificó su cabello para asegurar la protección de su esposo; allá arriba hay una nave que nunca llega a puerto seguro, y el Susurrador, el Sollozante, el Alumbrador de la Gran Ciudad, y mira: el General del Viento; el emperador Mu Wang y su auriga Tsao Fu, que fueron en busca de los melocotones del Paraíso de Poniente, están allá; la hermosa Calisto, condenada por los celos de Juno, y la diosa Marichi, que conduce su carro tirado por los jabalíes a través del cielo; allá está la Cabra de Mar, el Elefante Danés, el Largo y Azul Tiburón Devorador de las Nubes y la Serpiente de Hueso Blanco; allá arriba está Teodosio convertido en estrella y la cabeza de Juan Bautista convertida en estrella y el aliento de Li Po, una estrella a la que sus poemas hacen brillar más; están las Dos Puertas, una por las que las almas descienden cuando cuando están listas para entrar en los cuerpos humanos, y la otra por la que ascienden a la muerte; allá un puma salta sobre su presa, y un Dragón Amarillo sube las Escaleras del Cielo; allá arriba está la Mujer Letrada, la Doncella Glacial, las Hijas Húmedas y la Cabeza de la Mujer Encadenada; allá está el Camello Sediento, el Camello Esforzado en Busca de Pastos y el Camello que Pasta Libremente; allá está la Corona de Espinas o la Corona que Baco le dio a Ariadna como regalo de bodas; mira: el Ombligo del Caballo, el Hígado de León, los Cojones de Oso; allá está Rohni, la Gacela Bermeja, tan hermosa que la luna, aunque tenía veintisiete esposas, sólo la amó a ella; allá arriba el Proclamador de la invasión de la Frontera, el Niño de las Aguas, el Montón de Ladrillos, la Exaltación de los cadáveres Apilados, El Excesivamente Minúsculo, el Lago Seco, los Sacos de Carbón, los Tres Guardianes del Heredero Forzoso, la Torre de las Maravillas, la Silla Volcada; allá arriba hay una nube de polvo que levantó un búfalo, y el aliento vaporoso del elefante que yace en las agua que rodean la tierra y el agua fangosa removida por una tortuga que nada a través del cielo; allá arriba está el círculo roto que es un plato desportillado, o un bumerán, o la entrada a la cueva donde duerme el Gran Oso; allá arriba están los dos asnos cuyo rebuzno causó tal barullo que ahuyentó a los gigantes que fueron recompensados con un lugar en el cielo; allá está la Estrella de Mil Colores, la Mano de la Justicia, la Vía Simple y Uniforme; allá está el Doble Doble; allá el Hostal de Carretera; allá el Paraguas del Estado; allá la Cabaña del Pastor; allá el Buitre; mira: el Abanico para Aventar allá el Creciente Menguante; allá la Corte de Dios; allá el Fuego de la Codorniz; allá el Buque de San Pedro y la Estrella de Mar; allá: mira: arriba: las estrellas.

    Hace 5 años 11 meses

  4. Godfor Saken

    "¿Por qué la superficie del Sol observada por los astrónomos muestra una cantidad infinita de fenómenos regulares, aunque incomprensibles? ¿Por qué los remolinos magnéticos son tan sorprendentemente exactos? ¿Por qué existen los ciclos rítmicos en la actividad de una estrella, de la misma forma que existen los ciclos metabólicos en cada organismo vivo? El ser humano conoce el ritmo diurno y mensual; además, a lo largo de su vida, en su interior se enfrentan las fuerzas opuestas del crecimiento y la extinción. El ciclo del Sol es de once años; cada doscientos cincuenta mil años atraviesa una 'depresión', su climaterio, que causa en la Tierra las eras de hielo. El hombre nace, se desarrolla y muere, igual que una estrella. Podéis escucharlo, pero no creéis en ello. Y os entran ganas de reír. ¿Estáis deseando preguntarme, ya solo para burlaros, si quizás creo en la consciencia de las estrellas? ¿Acaso creo que ellas piensan?". Stanislaw Lem, 'La verdad'.

    Hace 5 años 11 meses

  5. Godfor Saken

    "LA NUEVA COSMOGONÍA", por Stanislaw Lem (de su libro ‘Vacío Perfecto’): (Texto del discurso pronunciado por el profesor Alfredo Testa durante la solemne entrega del premio Nobel, extraído del volumen conmemorativo 'From Einsteinian to Testan Universe'. Publicado con el acuerdo del editor, J. Wiley and Sons.) Majestad, señoras, señores. Deseo aprovechar las peculiares características del lugar en que nos encontramos para contarles las circunstancias que dieron origen a una imagen del Universo nueva, determinando, al mismo tiempo, la situación cósmica de la humanidad de un modo radicalmente distinto del histórico. El matiz de solemnidad de mis palabras no se refiere a mi propio trabajo, sino a la memoria de un hombre ya fallecido, a quien debemos esa renovación. Hablaré de él, porque ocurrió lo que más quise evitar: mi trabajo encubrió —en opinión de mis contemporáneos— la obra de Aristides Acheropoulos, hasta el punto de que el profesor Bernard Weydenthal, historiador de la ciencia, un especialista al parecer competente, escribió hace poco en su libro Die Welt als Spiel und Verschwörung que la publicación más importante de Acheropoulos, The New Cosmogony, no constituía una hipótesis científica, sino una fantasía medio literaria, en cuya veracidad no creía ni su propio autor. El profesor Arlan Stymington emitió una opinión parecida en The New Universe Theory, donde dice que sin los trabajos de Alfredo Testa la idea de Acheropoulos hubiera quedado en la esfera de las invenciones filosóficas sin consecuencias, de la clase, por ejemplo, del mundo leibnitziano de la armonía prestablecida, que nunca fue tomado en serio por las ciencias exactas. Según unos, tomé en serio lo que no era considerado serio por el propio creador de la idea; según otros, adapté a la disciplina de las ciencias naturales un pensamiento extraviado en las especulaciones de una filosofía extracientífica. Unos juicios tan erróneos exigen una explicación, que me propongo ofrecerles. Es cierto que Acheropoulos era un filósofo de la naturaleza, no un físico ni un cosmogonista, y que expuso sus ideas sin basarlas en las matemáticas. Es igualmente cierto que existen varios puntos de divergencia entre la imagen intuitiva de su cosmogonía y mi teoría formalizada. Pero es cierto, ante todo, que Acheropoulos podía prescindir totalmente de Testa, mientras que Testa se lo debe todo a Acheropoulos. Es una diferencia importante. Para explicarla, debo pedirles un poco de paciencia y atención. Cuando un puñado de astrónomos se ocupó, a mediados del siglo xx, del problema de las llamadas civilizaciones cósmicas, su interés quedaba totalmente al margen de la astronomía. La sabia corporación lo trataba como un hobby de un grupo de excéntricos, que existen incluso en el campo de la ciencia. Los astrónomos «serios» no oponían ninguna resistencia activa a la búsqueda de señales procedentes de tales civilizaciones, pero negaban la eventualidad de la influencia de estas últimas en el cosmos observado por nosotros. Tanto es así, que si un astrofísico se atrevía a manifestar que el espectro de la emisión de los pulsar, o la energética de los quasar, o bien ciertos fenómenos de los núcleos galácticos estaban relacionados con una actividad deliberada de los habitantes del Universo, ninguna de las grandes autoridades en la materia tomaba esta clase de afirmaciones por hipótesis científicas dignas de una investigación profundizada. La astrofísica y la cosmología permanecían sordas a esta problemática. Si cabe, la indiferencia de la física teórica era todavía mayor. Las ciencias se comportan conforme al esquema siguiente: si queremos conocer el funcionamiento de un reloj, no nos preguntamos si hay bacterias sobre sus engranajes y péndulos; el hecho de su presencia no tiene la menor importancia para la construcción y la cinética de su mecanismo. ¡Las bacterias no pueden influir en la marcha de un reloj! Asimismo se pensaba entonces que los seres racionales no podían inmiscuirse en el funcionamiento del mecanismo cósmico, en cuya investigación debía ignorarse por completo su eventual presencia. Aunque una lumbrera de la física de aquel tiempo hubiera aceptado la perspectiva de una gran revolución en la cosmología y la física relacionada con la existencia de seres racionales en el Cosmos, lo hubiese hecho bajo una condición: si descubrimos las civilizaciones cósmicas, si recibimos sus señales, adquiriendo, gracias a ello, nuevos conocimientos sobre las leyes de la Naturaleza, entonces —¡y sólo entonces!— podrían efectuarse serias transformaciones en el seno de la ciencia terrestre. Que la revolución astrofísica pudiera acontecer en ausencia de los contactos mencionados y, más aún que la falta de tales contactos, la total inexistencia de señales y muestras de la llamada «astroingeniería» diera origen a la mayor revolución en la física, cambiando radicalmente nuestras teorías sobre el Cosmos, esto no se le hubiera ocurrido ni en sueños a ninguna de las «autoridades» de la época. Sin embargo, Aristides Acheropoulos había publicado su Nueva Cosmogonía estando aún en vida varios de esos insignes personajes. Encontré su libro por casualidad cuando estaba preparando mi doctorado en la facultad de ciencias exactas de una universidad suiza, en la misma ciudad donde Albert Einstein había trabajado antaño como funcionario de una oficina de patentes, dedicando sus momentos de ocio a la creación de las bases de la teoría de la relatividad. Era un tomito delgado, traducido al inglés, muy mal por cierto, y formaba parte de una serie de ciencia ficción publicada por un editor especializado en esta clase de literatura. Como supe mucho más tarde, el texto original sufrió una mutilación, reduciéndose casi a la mitad. No sería extraño que las circunstancias de esta edición (en la que Acheropoulos no pudo influir) hubieran contribuido a la gestación de la idea según la cual Acheropoulos había escrito su Nueva Cosmogonía sin creer él mismo en las tesis contenidas en el libro. Me temo que ahora, en esta época de prisas y modas de un día, nadie que no sea historiador de ciencia y bibliógrafo echa una ojeada a la Nueva Cosmogonía. Las personas instruidas conocen el título de la obra y el apellido del autor: eso es todo. De este modo, se privan de una experiencia extraordinaria. Yo tengo grabado en la memoria no sólo el texto del libro, tal como lo leí hace veintiún años, sino todas las sensaciones que acompañaron su lectura. Fue una experiencia muy particular. Desde el momento en que aprehende las implicaciones de las ideas del autor, cuando en su mente se dibuja con claridad el concepto del Cosmos-Juego, el lector sufre la impresión de afrontar una revelación de sobrecogedora novedad y, al mismo tiempo, de leer un plagio, una nueva edición de mitos más antiguos, surgidos del fondo impenetrable de la historia humana y traducidos al lenguaje de las ciencias naturales. Esta impresión desagradable e incluso torturante procede —supongo— de nuestra costumbre de pensar que toda síntesis de la física con la voluntad es inadmisible —yo diría indecente— para la mente racional. Son una proyección de la voluntad todos los viejos mitos cosmogónicos que nos cuentan con seriedad solemne y candida franqueza (el paraíso perdido de la humanidad) cómo la Existencia surgió de la lucha de elementos demiúrgicos, revestidos por la leyenda de diversos cuerpos y formas, cómo el mundo nació del abrazo medio amoroso, medio hostil, de dioses-animales, dioses-espíritus o superhombres. Y la sospecha de que al autor le había servido de protomodelo aquel enfrentamiento, la proyección del antropomorfismo al terreno del enigma cósmico y de la identificación de la Física con los Deseos, esta sospecha —repito— es imposible de eliminar. Desde ese punto de vista, la Nueva Cosmogonía resulta ser una Cosmogonía indeciblemente Vieja, y el intento de exponerla en el lenguaje de la empiria se parece a un acto incestuoso, debido a una trivial incapacidad de mantener aislados conceptos y categorías que no tienen derecho a formar una unión homogénea. El libro fue leído en aquel entonces por un escaso número de pensadores relevantes, y ahora sé —porque lo he oído de boca de varios— que su contenido provocó en ellos sentimientos idénticos a los que acabo de referir: enojo, irritación y un desdeñoso encogerse de hombros que, según creo, les impidieron terminar la lectura. No debemos indignarnos demasiado con el apriorismo de esta actitud y con la inercia de los prejuicios, porque, realmente, el asunto linda a veces con una tontería por partida doble: por una parte, el autor nos presenta a unos dioses enmascarados, disfrazados de seres materiales, en los escuetos términos de una serie de afirmaciones concretas, y, por otra parte, atribuye a sus conflictos las leyes de la Naturaleza. Discurriendo así, nos lo roba todo: tanto la fe, comprendida como la cumbre ideal de la Trascendencia, como la Ciencia con su seriedad honesta, laica y objetiva. Finalmente, no nos queda nada: todos los conceptos iniciales nos muestran su total inutilidad para ambas visiones; tenemos la sensación de ser despojados de todo e iniciados en una problemática que no es ni religiosa ni científica. No encuentro palabras para describir la devastación causada por este libro en mi mente. Por cierto, el científico tiene el deber de ser el incrédulo Tomás de la ciencia. Puede poner en tela de juicio cada afirmación suya, pero ¡no todas a la vez! Acheropoulos fue muy eficaz, aunque no deliberadamente, en evitar el reconocimiento de su grandeza. Era hijo de una nación pequeña, ignorado por todo el mundo, desconocido como auténtico profesional de la física o la cosmología y, ¡colmo de los colmos!, no tenía predecesores, cosa inaudita en la historia, ya que cada pensador, cada revolucionario del espíritu posee unos maestros a quienes supera, pero, al mismo tiempo, se remite a ellos. Sin embargo, este griego vino solo: su vida entera atestigua esa soledad, atributo de todo lo precursor. No lo conocí personalmente y sé poca cosa de él; la manera de ganarse la vida le fue siempre indiferente; escribió la primera versión de su Nueva Cosmogonía a la edad de treinta y tres años, siendo ya doctor en filosofía, pero no pudo encontrar un editor; soportó estoicamente el fracaso de sus ideas, la derrota de sus ilusiones; al ver la inutilidad de sus intentos de publicar su obra, pronto los abandonó. Sucesivamente, trabajó como conserje de la misma universidad en la que había conseguido el grado de doctor en filosofía gracias a una brillante tesis sobre la cosmogonía comparada de los pueblos antiguos; estudió matemáticas por correspondencia, ganando su sustento como ayudante de panadero y como aguador; a nadie de los que trataba dijo nunca una palabra acerca de la Nueva Cosmogonía. Era cerrado y, al parecer, sin miramientos consigo mismo y con los demás. Esta falta de miramientos y la dureza con que proclamaba cosas altamente inconvenientes para la ciencia y para la fe, su omniherejía, la blasfemia universalizada en que incurría, fruto de su intrepidez intelectual, he aquí lo que debió alejar de él a todos los lectores. Supongo que aceptó la proposición del editor inglés como el náufrago en una isla deshabitada echa a las olas del mar una botella con noticias suyas; quiso dejar una huella de su pensamiento, porque estaba seguro de su veracidad. Pues bien, la Nueva Cosmogonía, aun mutilada horrorosamente por la mala traducción y los absurdos cortes, es una obra sobrecogedora. Acheropoulos aniquiló en ella todo lo que la ciencia y la fe habían creado durante siglos; hizo un desierto cubierto de escombros de los conceptos que había destruido para volver a empezar desde el principio, es decir, para volver a construir el Cosmos. La vista de ese horrible paisaje provoca una reacción de autodefensa: pensamos que el autor es un loco rematado, o un ignorante de tomo y lomo. Incluso sus títulos científicos despiertan desconfianza en cuanto a su autenticidad. Quien podía rechazarlo y liberarse de sus proposiciones, recobraba el equilibrio espiritual. Sin embargo, hubo una diferencia entre otros lectores y yo: no pude liberarme. Si no rechazamos el libro en bloque, desde la primera palabra hasta la última, estamos perdidos: seremos sus cautivos para siempre. Aquí, el término medio no cabe: si Acheropoulos no es un loco ni un ignorante, es un genio. ¡No es fácil ponerse de acuerdo con este diagnóstico! El texto parece deformarse y temblar bajo la vista del lector. Vemos que la matriz del enfrentamiento conflictivo —el Juego— constituye el esqueleto de toda fe religiosa, nunca desprovista por completo de elementos maniqueos. ¿Existe, acaso, una sola religión que no guarde una huella de ellos? Por mis aficiones y mi formación científica, soy matemático; me convertí en físico gracias a Acheropoulos. Estoy profundamente convencido de que toda mi vinculación con la física hubiera sido débil y accidental si no hubiese conocido su obra. El me convirtió; incluso puedo enseñarles las páginas de la Nueva Cosmogonía que lo hicieron. Se trata del párrafo diecisiete del sexto capítulo del libro, aquél donde se habla del asombro de los Newton, Einstein, Jeans, Eddington y demás ante el hecho de que las leyes de la Naturaleza fueran definibles por la matemática, que esa disciplina, engendrada puramente por el trabajo lógico del espíritu, pudiera arreglárselas con el Cosmos. Algunos de los grandes, como Eddington, como Jeans, creían que el mismo Creador era un matemático y que podíamos discernir en la obra de su creación huellas de esta característica suya. Acheropoulos afirma que la física teórica ya había dejado atrás la época de fascinaciones parecidas, porque se ha visto que los formalismos matemáticos o no hablaban bastante del mundo, o bien decían demasiadas cosas a la vez: la matemática constituye, pues, una explicación de la estructura del Universo que no da en el blanco, en el centro mismo del problema, sino que se queda siempre fuera de él, aunque sea por muy poco. Nosotros pensábamos que era un estado de cosas transitorio, pero he aquí lo que él nos dice: los físicos no han conseguido elaborar la teoría del campo unificado, no han sabido unificar los fenómenos del macro con los del microcosmos, pero ya llegará el momento. Un día se logrará hacer coincidir el mundo y la matemática, y no gracias a ulteriores reconstrucciones del aparato matemático, nada de eso. La coincidencia se producirá cuando el trabajo creador llegue a su término: su desarrollo todavía continúa. Las leyes de la Naturaleza no son todavía como «deben» ser; ya cambiarán, pero no gracias al perfeccionamiento de la Matemática, ¡sino a las adecuadas transformaciones del Universo! Señoras y señores, esta herejía, la mayor de las que conocía en mi vida, me subyugó. Pero escuchen lo que Acheropoulos sigue diciendo en el mismo capítulo: dice, ni más ni menos, que la física del Universo es el producto de su (del Cosmos) sociología... Ahora bien, para comprender un concepto tan horrendo, debemos retroceder a una serie de cuestiones básicas. La soledad del pensamiento de Acheropoulos no tiene igual en la historia de la razón. La idea de la Nueva Cosmogonía se aparta —en contra de las apariencias de plagio a las que antes me he referido— tanto de todo orden de la metafísica, como de toda disciplina de las ciencias naturales. Es el lector, su inercia mental, quien tiene la culpa de la impresión de estar ante un plagio, ya que creemos, por mero impulso, que todo el mundo material está sometido irrevocablemente a la siguiente dicotomía lógica: o ha sido creado por Alguien (y entonces, encontrándonos en el terreno de la fe, llamamos a este Alguien Absoluto, Dios, Causa Primera), o bien no ha sido creado por nadie, lo que viene a decir (si nos ocupamos del mundo como científicos), que nadie lo creó. Y Acheropoulos dice: Tertium dátur. El mundo no fue creado por Nadie, y, sin embargo, fue confeccionado; el Cosmos posee Autores. ¿Por qué Acheropoulos no tuvo ningún precursor? Su pensamiento de base es bastante sencillo y no es cierto que no se hubiera podido articular antes de la aparición de disciplinas tales como la teoría de juegos o el álgebra de estructuras conflictivas. Su idea fundamental podría haber sido formulada ya en la primera mitad del siglo XIX, y quien sabe si antes aún. ¿Por qué, pues, nadie lo hizo? En mi opinión, porque la ciencia, al sacudirse el yugo de la religión gracias a largos esfuerzos liberadores, adquirió una específica alergia conceptual. Antaño la Ciencia chocaba con la Fe, produciéndose unos resultados conocidos, frecuentemente desastrosos, de los que las Iglesias se avergüenzan un poco incluso hoy día, a pesar de que la ciencia les haya perdonado tácitamente la antigua persecución. Finalmente se llegó a un estado de prudente neutralidad entre la Ciencia y la Fe. Ambas procuran no molestarse mutuamente. Como resultado de esta coexistencia, bastante delicada, bastante tensa, surgió la ceguera de la ciencia, evidenciada en el hecho de evitar el nacimiento de la idea base de la Nueva Cosmogonía. Dicha idea se relaciona estrechamente con el concepto de Intencionalidad, la piedra fundamental e imprescindible de la fe en un Dios personalizado. Según la religión, Dios creó el mundo a través de un acto deliberado de voluntad, es decir, intencional. Automáticamente, este concepto fue considerado por la Ciencia como sospechoso e incluso prohibido. Lo convirtió en una especie de tabú. En su terreno, nadie se atrevía siquiera a mencionarlo, por temor de incurrir en el pecado mortal de un desviacionismo irracionalista. Este temor selló las bocas y los cerebros de los científicos. Si me lo permiten, volveremos ahora otra vez al pasado. A finales de los años setenta del siglo xx, el enigma del Silentium Universi empezó a adquirir cierto relieve, incluso entre las masas. Los primeros intentos de recibir señales cósmicas (los trabajos de Drake en Green Bank) fueron seguidos por otras pruebas, efectuadas simultáneamente en la Unión Soviética y Estados Unidos. No obstante, el Universo, auscultado con los aparatos electromagnéticos más sutiles, guardaba un silencio obstinado, perturbado tan sólo por los susurros y chasquidos de las descargas de energía estelar. El Cosmos manifestaba su falta de vida en todas las simas. La ausencia de señales de los «Otros» y de las huellas de su «astroingeniería», se convirtieron en la pesadumbre de la ciencia. La biología había descubierto unas condiciones naturales favorables al nacimiento de la vida a partir de la materia muerta. Incluso se llegó a producir la biogénesis en laboratorio. La astronomía reveló la frecuencia del fenómeno de planetogénesis: numerosas estrellas poseen —como se demostró de manera irrefutable— familias planetarias. Como vemos, las ciencias convergían en la afirmación unísona de que la vida nacía en el curso de transformaciones cósmicas naturales, que su evolución debía de constituir un fenómeno normal y corriente en el Universo; asimismo, la coronación del árbol evolutivo por la índole racional de los seres orgánicos llegó a considerarse una norma natural. En resumidas cuentas, las ciencias elaboraron la imagen de un Cosmos habitado y, al mismo tiempo, sus aserciones se veían refutadas obstinadamente por los hechos de la observación. Según la teoría, la Tierra estaba rodeada (a distancia estelar, naturalmente), por una muchedumbre de civilizaciones. Según la práctica de la investigación, estábamos sumidos en un silencio mortal. Los primeros investigadores del problema suponían que el término medio de la distancia entre dos civilizaciones cósmicas era de 50 a 100 años luz. Luego se elevó hipotéticamente al número de 1000. En los años setenta, la radioastronomía estaba ya tan perfeccionada que podíamos buscar señales procedentes de una distancia de diez mil años luz; pero allí también, lo único que se oía era el rumor de incendios solares. Durante diecisiete años de escucha ininterrumpida, no se advirtió una sola señal que permitiera suponer que la había enviado un ser dotado de razón. Acheropoulos pensó entonces: los hechos son indudablemente verdaderos, porque constituyen la base del conocimiento. ¿Es posible que sean falsas todas las teorías de todas las ciencias, que se equivoquen la química orgánica y la bioquímica de las síntesis, y la biología teórica junto con la evolutiva, la planetología, la astrofísica, todas estas disciplinas sin excepción? No, entre tantas, no pueden equivocarse tan groseramente. En este caso, los hechos que observamos (o que no observamos), no deben negar las teorías. Se impone la necesidad de una nueva interpretación del conjunto de datos y del de generalizaciones. Acheropoulos se encargó de realizar esa síntesis. En el siglo xx, la ciencia tuvo que revisar repetidas veces sus nociones acerca de la edad y las dimensiones del Cosmos. La orientación de los cambios fue siempre la misma: la evaluación de ambos conceptos no era nunca correcta. Una de las revisiones sucesivas tuvo lugar cuando Acheropoulos empezaba a escribir su Nueva Cosmogonía, llegándose a la conclusión que el Cosmos existía desde hace doce mil millones de años por lo menos, y medía (su parte visible) de diez a doce mil millones de años luz. Sin embargo, el sistema solar tiene cinco mil millones de años aproximadamente; por tanto, no pertenece a la primera generación de estrellas nacida en el Universo mucho antes, hace cerca de doce mil millones de años. La clave del enigma se encuentra precisamente aquí: en el intervalo de tiempo que separa la aparición de la primera generación estelar de la de los sistemas solares más jóvenes. Respecto a esta cuestión, pasó una cosa extraña e incluso divertida. Nadie era capaz de imaginar, ni siquiera en las suposiciones más fantasiosas y atrevidas, qué aspecto podía tener, en qué podía ocuparse, qué objetivos podía perseguir, una civilización cuyo desarrollo hubiera empezado hace miles de millones de años (¡ya que ésta es, justamente, la edad que las civilizaciones de la «primera generación» deben llevar a la terrestre!). Lo que nadie podía imaginar, fue, por incómodo, totalmente ignorado. En efecto, ni un solo investigador del problema cosmogónico escribió una palabra sobre civilizaciones tan antiguas. Los más atrevidos sugerían a veces que los quasar y los pulsar eran, quizá, manifestaciones de unos trabajos de las civilizaciones cósmicas más poderosas. No obstante, bastaba con un simple cálculo para constatar que si la Tierra siguiera desarrollándose al mismo ritmo de ahora, podría alcanzar el nivel de trabajos de «astroingeniería» igualmente extremados al cabo de pocos miles de años. ¿Y luego qué? ¿Qué puede hacer una civilización que dura millones de veces más? Los astrofísicos especializados en estas cuestiones decretaron que tales civilizaciones no hacían nada, porque no existían. ¿Qué pasó con ellas? El astrónomo alemán Sebastian von Hoerner afirmaba que todas se habían suicidado. ¡Tal vez sí, puesto que no se ven en ninguna parte! Pues no, contestó Acheropoulos: ¿no se ven en ninguna parte? Somos nosotros, tan sólo, que no las advertimos, porque ya están en todas partes. Mejor dicho, no ellas, sino el fruto de su actividad. Hace 12 mil millones de años sí, no las había. El espacio estaba muerto y apenas empezaban a nacer en él los primeros gérmenes de vida en los planetas de la primera generación estelar. Pero, al cabo de neones, no quedó nada de aquella primicia cósmica. Si hemos de considerar como «artificial» todo lo transformado por la razón activa, entonces el Cosmos entero ya es «artificial». Una herejía tan audaz despierta instantáneas protestas: ¿es que no sabemos qué aspecto tienen objetos «artificiales» producidos por la razón dedicada al trabajo instrumental? Dónde están los vehículos, las máquinas gigantescas, dónde, en una palabra, las titánicas tecnologías de los supuestos seres que nos rodean en los espacios estelares? Pero los autores de esas preguntas cometen un error debido a su inercia mental, ya que las técnicas instrumentales sólo son necesarias —dice Acheropoulos— a una civilización en estado embrionario, como la nuestra. Las que cuentan con miles de millones de años de existencia no las usan. Su maquinaria es lo que nosotros llamamos leyes de la Naturaleza. ¡La misma Física sirve de «máquina» a esas civilizaciones! ¡Y no es «una máquina lista y acabada»! ¡Ni mucho menos! La «máquina» a que nos referimos (y que, por supuesto, no tiene nada que ver con las máquinas mecánicas), se está creando desde hace miles de millones de años y su construcción, aunque muy avanzada, ¡no está terminada todavía! La audaz insolencia de esta blasfemia, su carácter monstruosamente insurrecto, incitan al lector a tirar el libro de Acheropoulos y no volver a abrirlo más. Estoy seguro de que mucha gente ha tenido esta reacción. Y, sin embargo, es sólo el primer paso, la primera de las apostasías del autor, el mayor heresiarca en la historia de la ciencia. Acheropoulos liquida la diferencia entre lo «natural» (producto de la Naturaleza) y lo «artificial» (producto de la técnica), llegando incluso a abolir la disparidad absoluta entre la Ley Establecida (jurídica) y la Ley de la Naturaleza... y a negar que la división de cosas en artificiales y naturales fuera una propiedad objetiva del mundo. El autor de la Nueva Cosmogonía afirma que esta creencia constituye la aberración fundamental del pensamiento, debida a un fenómeno que él llama «la obturación del horizonte conceptual». El hombre espía la Naturaleza —dice— y aprende de ella; espía la caída de los cuerpos, los rayos, los procesos de combustión, la Naturaleza siempre es Maestro, y el hombre, Alumno; al cabo de un tiempo, empieza a imitar los procesos de su propio cuerpo. La biología le ayuda pero aun así, sigue tomando la Naturaleza (igual que el hombre de las cavernas) por el límite superior de la perfección. Su máxima ambición es la de alcanzar (casi) un día, dentro de mucho tiempo, la perfección del comportamiento de la Naturaleza, llegando al mismo tiempo a la meta y al final del camino. Ir más lejos es imposible, porque la estructura de todo lo que existe: átomos, soles, los cuerpos de los animales y su propio cerebro, no puede ser superada en toda la eternidad. Por tanto, «lo natural» representa la frontera de la continuación de los trabajos que lo repiten y modifican «artificialmente». Aquí está —dice Acheropoulos— el error de perspectiva, es decir, «la obturación del horizonte conceptual». La propia «Perfección de la Naturaleza» es un concepto ilusorio, igual que la convergencia de los raíles de la vía férrea en el horizonte. Podemos cambiar la naturaleza totalmente, a condición de poseer los conocimientos necesarios para realizarlo; se puede dirigir la trayectoria de los átomos e introducir cambios en sus propiedades. Si lo hacemos, es mejor no preguntarnos si el resultado «artificial» de nuestras operaciones será, o no, «más perfecto» de lo que hasta entonces era «natural». Sencillamente, será Diferente, de acuerdo con el plan y la intención de las Partes Operantes, y sí, «mejor», porque lo formará un acto de la Razón. Pero ¿qué clase de «perfección absoluta» manifestará la materia cósmica después de su reconstrucción total? Potencialmente, hay «varias Naturalezas» y «diferentes Cosmos», pero ha sido realizada una sola variante concreta: la que nos engendró y en la cual vivimos. Las llamadas «leyes de la Naturaleza» son inamovibles sólo para una civilización «embrionaria», como la terrestre. Según Acheropoulos, el desarrollo de las civilizaciones recorre el camino en dos etapas: en la primera, descubrimos dichas leyes, en la segunda, somos capaces de establecerlas. Y esto, precisamente, es lo que se inició —y sigue transcurriendo— hace miles de millones de años. El Cosmos actual ya no es el campo de juego de unas fuerzas elementales, intactas, ciegas productoras de soles y sus sistemas. Ya no es posible distinguir en él los fenómenos «naturales» (primitivos) de los «artificiales» (transformados). ¿Quién realizó esos trabajos cósmicos? Las civilizaciones de la primera generación. ¿De qué manera? No lo sabemos: nuestros conocimientos son demasiado limitados. Entonces, ¿en qué vemos y por qué sabemos que es así? Si las primeras civilizaciones —dice Acheropoulos— hubieran tenido desde el principio libertad de acción, así como la tuvo el Creador del Cosmos imaginado por la religión, entonces, en efecto, no hubiésemos sabido reconocer jamás las manifestaciones de la transformación acaecida. La religión nos dice que Dios creó el mundo en un acto intencional idealmente libre; pero la situación de la Razón era diferente; las civilizaciones nacieron limitadas por las propiedades de la materia original que las había engendrado. Dichas propiedades condicionaron el comportamiento ulterior de cada civilización. Si lo observamos, podemos deducir indirectamente cuáles eran las condiciones iniciales de la Cosmogonía Psicozoica. No es una tarea fácil, porque, cualesquiera que fuesen los acontecimientos, las civilizaciones no salieron sin sufrir cambios de las transformaciones del Universo: siendo sus partes integrantes, no pueden cambiar el mundo sin cambiarse a sí mismas. Acheropoulos se sirve del siguiente modelo conceptual: si en medio de un cultivo de agar-agar implantamos colonias de bacterias, al principio podremos distinguir el agar-agar primitivo («natural») de las colonias. Sin embargo, con el tiempo, los procesos vitales de las bacterias transformarán el medio de cultivo, introduciendo en él unas substancias y absorbiendo otras, de modo que el estado de mucílago, su acidez y consistencia, quedarán transformados. Cuando en consecuencia de esos cambios el agar-agar, dotado de un quimismo nuevo, produzca unas variedades de bacterias completamente distintas de las generaciones antecesoras, las bacterias recién producidas no serán otra cosa que el efecto de un «juego biológico» entre todas las generaciones de bacterias por un lado y, por otro, el medio de cultivo. Las generaciones nuevas no hubieran aparecido si las anteriores no hubiesen transformado su medio ambiente: he aquí el «juego». Por otra parte, no es preciso que haya un contacto directo entre las colonias: se influyen mutuamente gracias a la osmosis, la difusión y el desplazamiento del equilibrio ácido-base en el medio de cultivo. Se observa que el juego inicial tiene tendencia a desaparecer; lo sustituyen cualitativamente nuevas formas del proceso que se van creando. Si sustituimos el agar-agar por el Protocosmos y las bacterias por la Protocivilización, obtendremos una imagen simplificada de la Nueva Cosmogonía. Desde el punto de vista de la ciencia elaborada a través de historia, lo dicho hasta ahora es una divagación de loco. Pero nadie nos puede impedir realizar unos experimentos intelectuales en base a las premisas que nos plazcan, a condición de que estén de acuerdo con la lógica. Así pues, si aceptamos la imagen del Cosmos-Juego, debemos contestar, de acuerdo con la lógica, a toda una serie de preguntas. Las más urgentes son aquellas que se refieren al principio de las cosas: ¿podemos deducir algo acerca de él? ¿Podemos adivinar, gracias al método de deducción, las condiciones iniciales del Juego? Acheropoulos juzgaba que sí era posible. Para que el Juego apareciera en él, el Protocosmos debía poseer unas propiedades determinadas. Para que nacieran las civilizaciones, no debía formar un caos físico, sino estar sujeto a ciertas normas. Sin embargo, las normas podían no ser universales, o sea, iguales en todas partes. El Cosmos de entonces no tenía por qué ser físicamente homogéneo, podía constituir una especie de mezcla de físicas de carácter diferente, no idénticas en cada lugar, e incluso no idénticamente definidas en cada lugar (los procesos que transcurren bajo el régimen de la física no terminada de definir no son siempre iguales, aunque las condiciones de su punto de partida sean análogas). Acheropoulos supuso que la física del Protocosmos tenía, precisamente, este carácter «abigarrado», razón por la cual las civilizaciones podían nacer solamente en lugares poco numerosos y notablemente distanciados. En su imaginación, el Protocosmos (o su física) se asemejaba a un panal de miel: las celdillas del panal correspondían a las regiones de la física momentáneamente estabilizada, diferente de la imperante en las regiones vecinas. Cada civilización, desarrollada en un lugar cerrado y aislada de las demás, podía pensar que era la única en el Universo y, al crecer su energía y sus conocimientos, se esforzaba en conferir a su entorno los rasgos de la estabilidad, ensanchando al mismo tiempo su área. La que lo lograba, empezaba al cabo de mucho tiempo a tomar contacto (a través de su obra periférica) con unos fenómenos que ya no eran elementos naturales del espacio tiempo circundante, sino los indicios de la actividad de una civilización vecina. Así terminaba —según Acheropoulos— la primera fase del Juego, la fase preliminar. Los contactos de las civilizaciones no eran nunca directos: en su expansión, la física de una topaba con la de las otras. Estos encuentros provocaban siempre colisiones y conflictos, ya que las físicas no eran idénticas. Sus diferencias provenían de la disparidad de condiciones del nacimiento de cada civilización aislada. Es más que probable —pensaba Acheropoulos— que las civilizaciones separadas tardarán mucho en darse cuenta de que sus obras habían dejado de penetrar en un elemento material indiferente llegando a la frontera de la zona de trabajos iniciados intencionalmente por otras civilizaciones. La toma de conciencia de esos hechos se efectuó gradualmente. Su constatación, que seguramente no fue simultánea, abrió la segunda fase sucesiva del Juego. Para dar más veracidad a sus hipótesis, Acheropoulos describe en su Nueva Cosmogonía escenas imaginarias de la época cósmica en la cual las físicas con leyes fundamentales diferentes libraban sus batallas en medio de gigantescas erupciones e incendios, ya que para aniquilarse o transformarse mutuamente liberaban enormes cantidades de energía. Eran unas colisiones tan potentes que su eco aún perdura en el Universo bajo la forma de la radiación residual (o sus vestigios) que la astrofísica descubrió en los años sesenta, creyendo que eran las últimas huellas de ondas de choque provocadas por la explosión del nacimiento del Cosmos a partir de su núcleo inicial. En aquel tiempo, el concepto de la creación explosiva era considerado verosímil por varios científicos. Al cabo de eones sucesivos, las civilizaciones —cada una por su propia cuenta— comprendieron que su Juego antagónico no se dirigía contra los elementos naturales, sino contra los productos de otras civilizaciones. Sin embargo, sus estrategias ulteriores venían determinadas por la incomunicación y la falta de enlace, ya que del terreno de una física no se podía transmitir ninguna información al de otra. Así pues, cada civilización debía funcionar por separado. Como la continuación de la táctica empleada hasta entonces hubiera resultado impropia e incluso fatal, se imponían ciertas decisiones: unir las fuerzas, aunque fuera sin acuerdo previo, en vez de malgastarlas en choques frontales. Aunque no todas las civilizaciones tomaron tal decisión en el mismo momento, el Juego entró finalmente en la fase tercera, que sigue todavía transcurriendo en la actualidad. Prácticamente todos los psicozoicos del Universo llevan un juego solidario y a la vez normativo. Sus miembros se comportan como los marineros que durante la tormenta vierten aceite sobre las olas embravecidas: no se habían puesto de acuerdo para hacerlo, pero su acción es ventajosa para todos. Cada jugador actúa según la estrategia minimax: cambia las condiciones existentes para maximizar el provecho común y minimizar los perjuicios. Gracias a esto, el Cosmos actual es homogéneo e isótropo (rigen en él las mismas leyes y las mismas orientaciones). Las propiedades del Universo, descubiertas por Einstein, provienen de unas decisiones tomadas por separado, pero equivalentes a causa de la equivalencia de la situación preliminar de los jugadores. Nos referimos a su situación estratégica y no forzosamente física. No es la física homogénea la que dio origen a la estrategia del Juego. Al contrario: la homogénea estrategia minimax engendró la física unificada. Id fecit Universum, cui prodest. Señoras y señores, según nuestros mejores conocimientos, la visión de Acheropoulos corresponde a la realidad, aunque contenga una serie de simplificaciones y errores. Acheropoulos presuponía la existencia de un mismo tipo de lógica sobre el terreno de físicas diferentes: si la civilización A1, nacida en la «celdilla cósmica» A, no tuviera la misma lógica que la civilización B1, creada en la «celdilla» B, no podrían servirse ambas de la misma estrategia, es decir, homogeneizar sus físicas. Creía, por tanto, que físicas no idénticas podían producir una lógica única. Para él, no había otra explicación de los acontecimientos cósmicos. Hay un grano de verdad en su intuición, pero la cuestión es más complicada de lo que creía. Hemos heredado de él un programa que precisa la reconstrucción de la estrategia del Juego con la ayuda de una «acción inversa»: partiendo de la física actual, intentamos descubrir su procedencia, o sea, las decisiones de los Jugadores. Dificulta la tarea el hecho de no poder imaginar el transcurso de los acontecimientos bajo la forma de una serie lineal: el Protocosmos determina el Juego que, a su vez, determina la física actual. Quien cambia la física, se transforma simultáneamente a sí mismo, es decir, crea un acoplamiento retroactivo entre las transformaciones del entorno y las suyas. Este peligro del Juego, el mayor de todos, provocó una serie de maniobras tácticas de los Jugadores: por lo visto, se daban cuenta de su existencia. Su objetivo eran unas transformaciones no umversalmente radicales; por ende, para evitar la omnirrelatividad, crearon una física jerárquica. La física jerárquica es «no total»: no cabe duda, por ejemplo, de que la mecánica hubiera quedado intacta aunque la materia no tuviera características cuánticas en su nivel atómico. Esto quiere decir que los respectivos «niveles» de la realidad poseen una cierta soberanía, y no es necesario que todas las leyes de un nivel dado se conserven para que se pueda crear encima de él el nivel siguiente. Esto quiere decir igualmente que la física puede ir cambiando «poco a poco», y que el cambio de un grupo de leyes no equivale al cambio de toda la física en todos los niveles de fenómenos. Los Jugadores tienen, como vemos, sus apuros, que convierten en inverosímil la límpida y bella imagen del Juego (trifásico) confeccionada por Acheropoulos. Este suponía que el «rodaje» de las físicas durante el Juego debió aniquilar a algunos Jugadores, ya que no todos los estados iniciales eran susceptibles de unificación. Es muy posible que los Jugadores no tuvieran ninguna intención de destruir a sus partners situados en una posición desfavorable. Sobre quién iba a perdurar y quién a perecer, decidía la pura casualidad, que había dotado al azar a diferentes civilizaciones de diferentes entornos. Acheropoulos creía que los últimos incendios provocados por aquellas terribles luchas y colisiones de distintas físicas eran todavía visibles bajo la forma de los quasar que irradian una energía del orden de 10 63 ergios, superior a la de todos los procesos físicos conocidos transcurridos en un tiempo tan relativamente corto como el del quasar. Según pensaba Acheropoulos, vemos, mirando a los quasar, lo que pasaba hace unos cinco o seis mil millones de años, en la segunda fase del Juego, ya que éste es el tiempo que la luz necesita para recorrer la distancia entre el quasar y nosotros. Pero se equivocaba. Contrariamente a sus hipótesis, los quasar son fenómenos de otra clase. Acheropoulos no disponía de datos indispensables para la revisión de sus ideas; su error es, pues, comprensible. La reconstrucción completa de la estrategia inicial de los Jugadores está fuera de nuestro alcance; podemos, tan sólo, realizar una retrospección hasta el momento en que actuaban —hablando a grosso modo— más o menos como hoy día. Si en el Juego hubo puntos críticos que imponían un cambio fundamental de la estrategia, nuestra retrospección se detendrá en el primero de ellos. Por lo tanto, no podemos conseguir datos seguros sobre el Protocosmos y su Juego. Así y todo, si observamos el Cosmos actual, percibimos en él —incorporados en su estructura— los principales cánones de la estrategia empleada por los Jugadores: el Cosmos se dilata continuamente; posee una velocidad límite, o sea, la barrera de la luz; aun siendo las leyes de su física simétricas, no lo son idealmente; su estructura es «coagulada y jerárquica», ya que se compone de estrellas que se acumulan formando estrellas múltiples, y éstas, a su vez, constituyen galaxias, agrupadas en núcleos locales más densos que, finalmente, forman la Metagalaxia. El Cosmos posee, además, un tiempo totalmente asimétrico. Acabamos de citar los rasgos fundamentales de la estructura del Universo: encontramos una explicación esencial de cada uno de ellos en la estructura del Juego Cosmogónico, un Juego que nos permite al mismo tiempo comprender por qué uno de sus cánones principales consiste en el mantenimiento del Silentium Universi. Preguntémonos ahora: ¿por qué el ordenamiento de Cosmos es éste precisamente? Los Jugadores saben que en el curso de la evolución estelar aparecen nuevos planetas y nuevas civilizaciones y se cuidan de que los candidatos a futuros Jugadores, las civilizaciones jóvenes, no puedan perturbar el equilibrio del Juego. Tenemos aquí la razón de la dilatación del Cosmos: aunque se creen en él civilizaciones nuevas, la distancia que las separa permanece como un valor constante. Sin embargo, aun en un Cosmos sujeto a continua dilatación podría tramarse una «conjura», una coalición local de Jugadores nuevos, si no se dispusiera de una barrera de velocidad de la actividad a distancia. Imaginémonos un Cosmos cuya física permitiese la difusión de actividades a una velocidad proporcional a la energía invertida. En estas condiciones, quien dispusiera de una energía cinco veces mayor que las otras civilizaciones, podría informarse cinco veces más rápidamente del estado de los demás y disfrutar de la misma ventaja para luchar contra ellos. En un Cosmos parecido existe la posibilidad de monopolizar el poder sobre su física y otros partners del Juego. Un Cosmos de esta clase incita en cierto modo a la emulación, a la rivalidad energética, al incremento del poder. En el Cosmos real, para superar la velocidad de la luz hay que disponer de una energía infinitamente grande; en otras palabras, la barrera de la velocidad es infranqueable. Es de toda evidencia, pues, que no vale la pena esforzarse por conseguir un incremento de la potencia energética. La motivación de la asimetría del transcurso del tiempo estriba en las razones parecidas a las precedentes. Si el tiempo fuera reversible, y si la inversión de su curso pudiera realizarse con la ayuda de medios y fuerzas suficientes, volveríamos a la situación de predominio de un Jugador sobre los otros (en este caso, gracias a la posibilidad de anular todos sus movimientos). Por consiguiente, las tres alternativas del Cosmos mencionadas —el primero, desprovisto de la facultad de dilatarse, el segundo, carente de la barrera de la velocidad, y el tercero, con el tiempo reversible— no permiten la plena estabilización del Juego. Y, sin embargo, se trataba precisamente de estabilizarlo normativamente: éste es el cometido de los movimientos de los Jugadores incorporados en la estructura de la materia. No cabe la menor duda de que el impedimiento de toda perturbación y agresión realizado por la física establecida representa un medio mucho más seguro y radical que todos los otros sistemas de seguridad (disposiciones jurídicas, amenazas, controles, obligaciones, restricciones, castigos, etc.). Así, el Cosmos constituye una pantalla absorbente respecto a los que alcanzan el nivel del Juego para participar en él con plena igualdad de derechos, pero siempre sujetos a unas normas establecidas que deben acatar. Los Jugadores se privaron del lazo semántico, porque su sistema de comunicación consiste en unos métodos que imposibilitan cualquier infracción de las reglas del Juego. Los Jugadores se privaron del lazo semántico, porque las distancias que crearon y fijaron entre ellos son tan enormes que el tiempo necesario para conseguir una información de importancia estratégica sobre el estado de otros Jugadores, es siempre mayor que el tiempo de validez de la táctica actual del Juego. Aunque uno de ellos «conversara» con los Jugadores vecinos, obtendría siempre unas noticias ya desactualizadas en el momento de su consecución. Por lo tanto, en el Cosmos no puede haber grupos antagónicos, conspiraciones, centros de autoridad local, coaliciones, conjuras, etc. Si los Jugadores no se hablan, es porque ellos mismos lo hicieron imposible: era uno de los cánones del Juego, es decir, de la Cosmogonía. He aquí la aclaración de una parte del enigma del Silentium Universi. No podemos captar las conversaciones cósmicas porque los Jugadores guardan silencio de acuerdo con sus planes estratégicos. Acheropoulos supo adivinar esta situación. Su Nueva Cosmogonía contiene una anticipación de las objeciones que puede suscitar la imagen del Juego, clara prueba de la conciencia científica del autor. Las hay, en efecto, y consisten en subrayar la monstruosa desproporción entre el esfuerzo de miles de millones de años, invertido en la reconstrucción del Universo, y los efectos de esa reconstrucción, cuya finalidad es la pacificación del Cosmos mediante la física incorporada a él. ¿Cómo —dice el crítico imaginado por Acheropoulos— los millones de años de desarrollo cultural no bastan todavía a sociedades tan inconcebiblemente longevas para renunciar por su propia voluntad a toda forma de agresión, de modo que la Pax Cósmica ha de ser garantizada por unas leyes naturales transformadas adrede para este fin? ¿Cómo es posible que un esfuerzo medio en energías superiores a la de millones de galaxias juntas, no tenga otra finalidad que la implantación de barreras y restricciones de actividades bélicas? He aquí la contestación de Acheropoulos: el tipo de física que había pacificado al Cosmos era imprescindible durante el nacimiento del Juego, ya que sólo una estrategia unificada podía conferir la homogeneidad al Universo; en caso contrario, el caos de cataclismos ciegos hubiera devorado enormes extensiones cósmicas. Las condiciones de existencia en el Protocosmos eran mucho más duras que hoy día. La vida aparecía en él en base al principio de la «excepción de la regla» y, nacida al azar, al azar se extinguía. Hubo que establecer previamente la extensibilidad de la Metagalaxia, el curso asimétrico de su tiempo, la jerarquía de su estructura. Hubo que introducir un orden mínimo, necesario para poder emprender trabajos ulteriores. Puesto que la fase de transformaciones constituía la historia de la existencia, Acheropoulos presentía que los Jugadores debían perseguir ahora unos fines nuevos, de largo alcance, y quiso conocerlos. Desgraciadamente, no lo consiguió. Tocamos aquí el punto de desgarre oculto en su sistema: Acheropoulos intentaba comprender el Juego no a través de la reconstrucción de su estructura formal, o sea, lógicamente, sino situándose en la posición de los Jugadores, o sea, psicológicamente. No obstante, el hombre no puede imaginar esa psicología ni ese código ético, porque no dispone de los datos necesarios. No podemos imaginarnos qué piensan, cómo sienten y qué ansian los Jugadores, igual como no podemos construir la física imaginándonos qué sentiríamos «existiendo como electrones». La inmanencia de la existencia de los Jugadores es para nosotros tan inasequible como la de la existencia de los electrones. El hecho de que el electrón sea una partícula inanimada, mientras que el Jugador es un ser racional, es decir, parecido en principio a nosotros, no tiene una importancia esencial. Me he referido al «desgarre» del sistema de Acheropoulos, ya que el autor de la Nueva Cosmogonía hace constar bien claramente que los motivos de los Jugadores no se podían reconstruir en base a la introspección. A pesar de saberlo, se dejó influir por el estilo de pensamiento que lo había formado, ya que el filósofo primero procura comprender y luego generalizar. Para mí era evidente desde el principio que el modelo del Juego no podía elaborarse así. El examen «comprensivo» presupone una visión del conjunto del Juego desde fuera, lo que equivale a decir desde un punto de observación que no existe ni existirá jamás. No debemos identificar actos intencionales con la motivación psicológica. El analista del Juego ha de despreocuparse de la ética de los Jugadores, igual que el historiador bélico que estudia la lógica de la estrategia militar durante la guerra, se despreocupa de la ética personal de los generales. El modelo del Juego es una estructura formada por las decisiones y condicionada por el estado del Juego y del entorno, y no por la resultante de los códigos individuales de valores, antojos o deseos de los Jugadores respectivos. ¡Jugar el mismo Juego no significa una similitud en todos los sentidos! Pueden parecerse como el hombre se parece a una máquina con la cual juega al ajedrez. No puede excluirse siquiera la existencia de Jugadores muertos en el sentido biológico, aparecidos en el curso de un desarrollo no biológico, así como la de Jugadores sintéticos, producidos por una evolución puesta en marcha artificialmente. En todo caso, las reflexiones de esta índole no tienen derecho de entrada en el terreno de la teoría del Juego. El más arduo dilema de Acheropoulos fue el del Silentium Universi. Dos de sus leyes son generalmente conocidas: la primera dice que ninguna civilización de tipo inferior puede descubrir a los Jugadores, porque no solamente guardan silencio, sino que su comportamiento no se destaca en absoluto sobre el fondo cósmico, ya que, precisamente, su comportamiento constituye ese fondo. La segunda ley de Acheropoulos manifiesta que los Jugadores no dirigen comunicaciones de protección y auxilio a las civilizaciones más jóvenes, porque no pueden enviarlas a unas señas concretas y no quieren hacerlo sin ningunas. Para emitir una información a un lugar definido, hay que reconocer primero el estado en que se encuentra el destinatario, lo que queda excluido por el primer principio del Juego, concretizado en la barrera de actividad en el tiempo y el espacio. Como sabemos, cada información recibida es totalmente anacrónica. Al implantar sus barreras, los Jugadores se vedaron mutuamente el conocimiento del estado de otras civilizaciones. Y el sistema de enviar comunicaciones sin señas trae siempre más perjuicios que ventajas. Acheropoulos lo demuestra en base a sus propios experimentos; para realizarlos, preparaba dos series de tarjetas: en la primera anotaba los nuevos descubrimientos científicos de los años sesenta, en la segunda, las fechas del calendario histórico de la última centuria (1860-1960). Seguidamente, sacaba al azar una tarjeta de cada serie. La casualidad adjudicaba fechas a los descubrimientos: de este modo simulaba el envió de información sin señas concretas. En efecto, los mensajes remitidos al azar rara vez tienen un valor positivo para el destinatario. En la mayoría de los casos, o la comunicación recibida resulta incomprensible (la teoría de la relatividad en el año 1860), o imposible de utilizar (la teoría del láser en el año 1878), o francamente perjudicial (la teoría de la energética atómica en el año 1939). Según Acheropoulos, los Jugadores se mantienen en silencio porque no desean ningún mal a las civilizaciones más jóvenes. Una argumentación de esta clase se refiere esencialmente a la ética. Con esto basta para que no sea irrefutable. Se introduce aquí en la teoría del Juego la tesis de la proporción directa entre el nivel ético de una civilización y su desarrollo técnico y científico. Es imposible construir así la teoría del Juego Cosmogónico; una de dos: o el Silentium Universi es un efecto inevitable de la estructura del Juego, o tenemos que poner en duda la misma existencia de éste. No la haremos más verosímil gracias a unas hipótesis ad hoc. Acheropoulos era consciente de esto. El problema le preocupaba más hondamente que la indiferencia del mundo ante su obra; tratando de solucionarlo, añade a la «hipótesis moral» toda una serie de otros argumentos. Sin embargo, varias teorías de poco peso no suplen una sola, pero definitiva. Aquí, señoras y señores, me veo obligado a hablar de mí mismo. ¿Qué hice, como continuador de la obra de Acheropoulos? Mi teoría nació de la física y en física se convierte, pero ella misma no pertenece a la física. Es evidente que si el resultado de mi trabajo consistiera tan sólo en la continuación de la misma física que me sirvió de base, mi propósito equivaldría a un mero juego tautológico, desprovisto de valor. El físico se comportaba hasta ahora como un hombre que observa las jugadas sobre un tablero de ajedrez, conociendo los movimientos de cada pieza, pero sin darse cuenta de que tenían una finalidad determinada. El Juego cosmogónico es diferente del de ajedrez. Sus reglas no son invariables; no lo son ni las leyes de los movimientos, ni las piezas, ni el tablero. Por esta razón, mi teoría no reconstruye el juego entero, desde su nacimiento, sino la última parte de él. Mi teoría abarca tan sólo un fragmento de la totalidad; la podría comparar —volviendo al ejemplo del ajedrez— con la observación de la maniobra del gambito: quien la conoce, sabe que consiste en sacrificar una de las piezas importantes para conseguir algo más valioso, pero puede ignorar que el mate significa la victoria suprema. La física que tenemos a nuestra disposición no ofrece bases suficientes para que podamos deducir de ella toda la estructura de Juego, ni siquiera una parte de ella. En cambio, cuando me dejé subyugar por la genial intuición de Acheropoulos, admitiendo la necesidad de «completar» la física actual, se me abrió la posibilidad de reproducir las normas de la partida. Mi actitud era herética en extremo, ya que según el primer principio de la ciencia, las leyes cósmicas eran «definitivas» e «inamovibles». Yo presupongo, en cambio, que la física actual constituye una etapa transitoria, encaminada hacia unas transformaciones definidas. Las llamadas «constantes universales» poco tienen de constantes, sobre todo la constante de Boltzmann. Quiero decir que aunque en el Cosmos el estado final de todo orden inicial sea el desorden, el ritmo de crecimiento del caos puede sufrir cambios provocados por los Jugadores. Al parecer (¡es solamente una suposición y no una deducción de la teoría!), los Jugadores establecieron la asimetría del tiempo mediante una operación bastante brutal, como si «tuvieran prisa» (a escala cósmica, por supuesto). Su brutalidad se refleja en el hecho de haber dado al gradiente de crecimiento de la entropía una pendiente muy pronunciada. Se sirvieron de la fuerte tendencia al crecimiento del desorden para implantar en el Universo el orden único. Aunque desde entonces todo transcurre por el camino orden-des-orden, el cuadro resulta homogéneo en su totalidad y sujeto a un principio único y, por tanto, umversalmente ordenado. Hace tiempo que sabemos que los procesos del microcosmos son en principio, reversibles. De ello se infiere un hecho extraordinario: si la energía invertida por la ciencia terrestre en la investigación de las partículas elementales, creciera 10" veces, la investigación, en el sentido de descubrimiento del estado de cosas, se convertiría en la transformación del mismo. En vez de adquirir conocimientos sobre las leyes de la Naturaleza, las deformaríamos ligeramente. Aquí está el punto débil, el talón de Aquiles de la física del Universo actual. El microcosmos representa ahora para los Jugadores el principal terreno de construcción. Lo hicieron inestable y lo guían en cierta dirección. Tengo la impresión de que han vuelto a mover de su sitio una parte de la física ya estabilizada. Efectúan revisiones, movilizan leyes caídas en desuso, etc. Su silencio es un «silencio estratégico»; no informan a ningún «forastero» de lo que hacen y ni siquiera de la continuación del Juego, ya que si lo conociéramos, veríamos la física bajo una luz totalmente nueva. Los Jugadores guardan silencio para evitar intervenciones y perturbaciones indeseables y lo guardarán, probablemente, hasta el final de sus trabajos. ¿Cuánto tiempo durará el Silentium Universi? No lo sabemos. Es de suponer que cien millones de años por lo menos. Así pues, la física del Cosmos se encuentra en una encrucijada. ¿Qué finalidad quieren alcanzar los Jugadores mediante la gigantesca transformación que están llevando a cabo? Lo ignoramos también. La teoría nos dice solamente que las constantes, la de Boltzmann inclusive, irán disminuyendo hasta llegar a un valor deseado por los Jugadores, pero no sabemos para qué. Somos como aquellos que conocen la maniobra del gambito, pero no saben para qué sirve en el desarrollo de la partida. Lo que voy a decir ahora sobrepasa los límites extremos de nuestra ciencia. Disponemos actualmente de un verdadero embarras de richesse de variadísimas hipótesis formuladas durante los últimos años. El grupo del profesor Bowman de Brooklyn opina que los Jugadores quieren colmar la «brecha de reversibilidad de los fenómenos» que «permanece» todavía en el seno de la materia, en el nivel de las partículas elementales. Hay quien afirma que la debilitación de los gradientes entrópicos tiene por objeto una mejor adaptación del Cosmos a los fenómenos de la vida e, incluso, que los Jugadores se proponen «psicozoizar» el Universo. A mi juicio, son unas hipótesis extremadamente atrevidas, sobre todo por su parecido con ciertas ideas antropocéntricas. El concepto del Cosmos que se encamina, gracias a la evolución, hacia su transformación en una «Gran Razón», hacia su «psiquización», es el leitmotiv de varias filosofías y numerosas religiones del pasado. El profesor Ben Nour manifestó en Intentional Cosmogony que algunos Jugadores más cercanos a la Tierra (uno de ellos estaba, tal vez, en la Nebulosa de Andrómeda) no habían coordinado óptimamente sus movimientos, por cuyo motivo la Tierra se encontraba en la región de la «física oscilante». Esto significaría que la teoría del Juego no refleja toda la táctica de los Jugadores en la etapa presente, sino tan sólo un fragmento local de ella, bastante fortuito. Cierto divulgador declaró que la Tierra estaba ubicada sobre el terreno de un «conflicto»: dos Jugadores vecinos habrían empezado una «guerra de escaramuzas», sirviéndose de una «transformación alevosa de la física», lo que explicaría perfectamente los cambios de la constante de Boltzmann. Actualmente disfruta de una gran popularidad la suposición de que los Jugadores están «debilitando» la 2.ª ley de la termodinámica. Creo que es interesante, respecto al tema, la manifestación del académico A. Slysz, publicada en su trabajo Lógica i Nowaia Cosmogoniia, donde llama nuestra atención sobre el carácter no unívoco del entronque entre la física y la lógica. Es muy posible —dice Slysz— que un Cosmos con tendencia entrópica debilitada produzca grandes sistemas de información que no valdrían un ápice. La cuestión, abordada por un grupo de matemáticos jóvenes, parece verosímil. No hay que excluir —opinan dichos matemáticos— la posibilidad de que los cambios de la física realizados ya por los Jugadores, hayan provocado los de las matemáticas o, en palabras más precisas, hayan alterado la constructibilidad de sistemas inequívocos en las ciencias formales. De esta posición sólo hay un paso a la tesis según la cual la famosa demostración de Gödel, presentada en su obra Ueber die unentscheidbaren Sätze der formalen Systeme, que marca los límites de la perfección alcanzable en la matemática de sistemas, no sería válida umversalmente, o sea, «para todos los Cosmos posibles», sino tan sólo para el Cosmos en su estado actual. (La misma tesis llega incluso a afirmar que antaño —digamos hace quinientos millones de años— no se hubiera podido realizar dicha demostración, ya que las leyes de constructibilidad de sistemas matemáticos eran entonces diferentes de las actuales.) Debo confesarles, aun comprendiendo perfectamente las motivaciones de los autores que publican hoy día sus conjeturas (tan variadas) respecto al objeto del Juego, los propósitos de los Jugadores y los principales valores que toman en cuenta en su actividad, que estoy profundamente preocupado por la falta de precisión y el confusionismo de muchas enunciaciones de ese tipo, formuladas, en algunos casos, a la ligera. Hay quien se imagina ahora el Cosmos como una vivienda que se puede amueblar de nuevo cada vez que le apetezca al inquilino. Es imperdonable una actitud parecida frente a las leyes de la física y de la Naturaleza. A escala de nuestra vida, el ritmo de transformaciones reales es extremadamente lento. De esto no se deduce absolutamente nada —me apresuro a subrayar— respecto a la naturaleza de los mismos Jugadores: por ejemplo, su presunta longevidad, o incluso inmortalidad. Es un tema que desconocemos totalmente. Tal vez, como se ha escrito, los Jugadores no son seres vivos, es decir, creados por la biología; tal vez, los miembros de las Primeras Civilizaciones no se ocupan del Juego personalmente desde hace miles de siglos, habiéndolo transmitido a unos autómatas gigantescos, timoneles de la Cosmogonía. Tal vez, muchas protocivilizaciones que habían iniciado el Juego no existen ya y su papel lo desempeñan ahora unos dispositivos automáticos. Todo esto es posible, pero no encontraremos la solución del problema, ni ahora ni, supongo, dentro de cien años. En cualquier caso, hemos adquirido unos conocimientos nuevos. Como suele pasar, nuestra nueva ciencia nos instruye más en la cuestión de la limitación de los fenómenos que en la de su magnitud. Ciertos teóricos afirman que si los Jugadores lo desearan, podrían eliminar la limitación de exactitud de las mediciones, definida por el principio de incertidumbre de Heisenberg. (El doctor John Hammond supone que la relación de incertidumbre es una maniobra táctica usada por los Jugadores con el mismo objeto que el Silentium Universi: para que «nadie pudiera manipular la física si no pertenece al grupo de los Jugadores».) Aunque fuera así, los Jugadores no pueden abolir el lazo entre los cambios de las leyes de la materia y la actividad mental, ya que la mente está construida de materia. La creencia de que sería posible elaborar una lógica, o metalógica, válida «para todos los universos construibles» es errónea, lo que actualmente ya está demostrado. Yo, personalmente, sospecho que los Jugadores tienen sus problemas, aunque, evidentemente, no a nuestra escala y medida. Si la no omnisciencia de los Jugadores nos inquieta, porque nos hace conscientes del riesgo implícito en el Juego Cósmico, la misma reflexión acerca drásticamente nuestra situación existencial a la condición de Jugadores: no hay nadie omnipotente en el Cosmos. Las Civilizaciones Superiores son también unos fragmentos que No-Conocen-Hasta-El-Fin-La-Totalidad. La suposiciones de Ronald Schuer son las más atrevidas. El autor de Reason-made Universe: Laws versus Rules dice que cuanto más profundamente transforman el Cosmos los Jugadores, más se cambian a sí mismos. El cambio conduce a lo que Schuer llama «la guillotinación de la memoria», ya que, en efecto, quien se transforma muy radicalmente, destruye en cierta medida la memoria de su propio pasado anterior a la operación. Los J

    Hace 5 años 11 meses

  6. Godfor Saken

    "Is Physical Law an Alien Intelligence? Alien life could be so advanced it becomes indistinguishable from physics", by Caleb Scharf (astrophysicist, Director of Astrobiology at Columbia University in New York): http://nautil.us/issue/42/fakes/is-physical-law-an-alien-intelligence

    Hace 5 años 11 meses

  7. Godfor Saken

    El Big Bang fue el orgasmo primigenio: / Orgasmo de los Dioses amándose en la nada. / Cada vez que te amo repito la génesis universal / protones y neutrones, neutrinos y fotones / saltan de mi encendidos a crear nuevos mundos / centellas y meteoros se cruzan con mis gritos / te amo mientras mis pulmones crean la Vía Láctea de nuevo / y el sol vuelve a nacer redondo y amarillo de mi boca / la luna se me suelta de los dedos / Marte, Plutón, Neptuno, Venus, Saturno y sus anillos / las novas, súper novas, los agujeros negros / anillos concéntricos de galaxias innombrables / se desgajan de mis contorsiones. / Soy Gaia, soy todas las Diosas explotando. / Entre luz de centellas tu planeta de fuego / prende mis luces todas / brotan mundos cometas meteoros se hacen trizas / lluvias de estrellas danzan en el arco del éter / nace por fin la tierra sus edades de magma y cataclismos / la primera partícula de vida moviéndose en la hierba / su cilicio / y luego es el silencio / velocidad de materia que se dispersa en círculos / tus soles y mis soles se asientan en su espacio / es el frío la grandeza del tiempo / la eternidad el azul y el rojo / los sonidos, la estática / el amor insondable tu amor tierno tus manos en mi frente / las campanas a lo lejos bing bang bing bang bing bang / bing bang / Big Bang. -Gioconda Belli

    Hace 5 años 11 meses

  8. Godfor Saken

    "SER DE PRONTO EL COSMOS SIN ABANDONAR EL HOGAR", por Deepa Kodikal (extraído de su libro libro “A Journey Within the Self”): Vi la extensión completa del cielo como se ve desde la Tierra; se me mostraron incontables astros luminosos esparcidos por el firmamento, algunos de ellos parpadeantes, otros estáticos. Cada uno de ellos era una estrella independiente, que rotaba alrededor de su eje y giraba también en su órbita. Algunas de ellas formaban constelaciones y giraban en grupo. Había suficiente espacio entre las estrellas para que viraran cómodamente sin colisionar unas con otras. Cada estrella conocía su camino, se deleitaba en su movimiento, tenía consciencia del gran espectáculo, del cuadro cósmico, obedecía las leyes de los diminutos y gigantescos sistemas estelares del universo, y aceptaba el formar parte del todo. Vi cómo estas miríadas de estrellas, visibles e invisibles, retrocediendo hasta adentrarse en lo desconocido, formaban juntas una galaxia y circundaban los cielos; y vi cómo esta poderosa galaxia retrocedía hasta ser una diminuta estructura estelar, apareciendo luego como una sola estrella en medio de otro grupo o de una galaxia más poderosa, donde cada estrella era una galaxia en sí misma. Cada galaxia y cada una de las estrellas que la constituían giraba alrededor de sí misma y en su propia órbita, y la supergalaxia misma giraba a su vez, como un todo, en una órbita de asombrosas dimensiones. El formidable océano de grupos de estrellas, compuesto de galaxias dentro de cada galaxia, era ahora una simple estrella, una sola, que formaba parte de otro gigantesco sistema estelar que rotaba en las profundidades del espacio. Las estrellas, los grupos de estrellas y los sistemas estelares conservaban su propio movimiento axial y orbital, diminuto y potente, semejando ruedas galácticas entretejidas. Era un tapiz galáctico, en movimiento. Y esto continuaba sin fin: cada supersistema galáctico pasaba a formar parte, finalmente, de un grupo mayor. Rotando, girando, iban sucediéndose un panorama tras otro, desplegándose gigantescos sistemas estelares, cada uno de ellos compuesto de cientos de millones de estrellas y galaxias que rodaban en las profundidades del espacio. La magnitud del cosmodrama, las diversas órbitas, las velocidades vertiginosas, la inmensidad del universo, las estrellas que marcaban su rumbo, era un espectáculo de asombrosa belleza. Y era así hasta el infinito. De repente me di cuenta de que no era desde la Tierra desde donde contemplaba yo el despliegue de este atareado universo, sino que me hallaba en un punto situado más allá del interminable complejo de galaxias, más allá de las más externas galaxias solitarias que circundaban las profundidades de los espacios intergalácticos. Me hallaba en un punto donde toda esta inefable infinitud era una sola estrella; y toda esta inefable infinitud, comprimida y comprendida ahora en una diminuta estrella ¡no era sino una sola estrella en un cielo saturado de un número incontable de estrellas semejantes! Cada universo estelar era en sí mismo una infinitud, y estaba compuesto de estrellas y galaxias de distinto tipo. El espacio que se abría más allá de las galaxias estaba compuesto de dichos universos estelares, de diversos tamaños y colores. Algunos de ellos apenas se movían; había otros que oscilaban, otros que vibraban, otros que atravesaban el cielo a toda velocidad; algunos eran inmensos, otros parecían farolillos decorativos, otros parecían discos. Había estrellas imponentes y diminutas, todas en movimiento, destellando como diamantes de distintas tonalidades. Y cada estrella era una infinitud. Percibí cómo, lentamente, este cielo iba adquiriendo profundidad, cómo iba abriéndose cada vez más, haciéndose más y más profundo; y vi que ese profundo espacio estaba cuajado de universos estelares, ocultos en lo más hondo, todos ilimitados en sí mismos, de una variedad de formas y tonalidades, y que ejecutaban variados movimientos. Según contemplaba esta magnificencia, me di cuenta de que el grandioso panorama se hallaba no sólo delante de mí, sino también a mi espalda, y, de hecho, todo a mi alrededor. Era yo ahora el centro de un círculo cuyas delimitaciones sencillamente no existían. Durante todo este tiempo, yo era tan enorme, en comparación con las estrellas, como para que mi amplitud de visión abarcara el campo entero del firmamento; proporcionalmente, era yo con respecto a las estrellas lo que es un hombre con respecto a una hormiga. ¡Inmensa! Las estrellas estaban demasiado lejos. Pero mientras observaba el cielo cuajado de estrellas, la distancia entre el cielo y yo se redujo súbitamente, y, de pronto, los universos estelares giraban en torno a mí, rodeándome; flotaban a mi lado. Empecé a hacerme cada vez más pequeña, hasta que finalmente dejé de existir. Me extinguí. ¡Ahora estaba en todas partes! ¡Estaba en todas partes a un tiempo, omnipresente! Todos y cada uno de los puntos existentes era un centro. No había ahora nadie, excepto aquellos cuerpos celestes flotando delicadamente, y yo, que lo impregnaba todo, que lo veía todo. Todos los puntos eran el centro de esta vastedad, y las fronteras desde cualquier punto eran insondables. Cada punto era en sí mismo una infinitud, y había infinitud todo alrededor. El cielo estaba atestado de estrellas, pero el espacio entre unas y otras era el adecuado para que pudieran moverse sin temor a colisionar. Y yo estaba en todas partes. Los sistemas de universos estelares, al ejecutar sus movimientos, pasaban a través de otros sistemas de universos estelares sin realizar ningún esfuerzo, como se desliza una a través de los abarrotados compartimentos de un tren en marcha. Y lo que es más, estos trenes de estrellas avanzaban no sólo en sentido horizontal, sino también vertical, radialmente y en todas las direcciones posibles, igual que si el cielo rebosara de fuegos artificiales divinos en continua explosión. Cada sistema de universos estelares se deslizaba a través de muchos sistemas de universos estelares al mismo tiempo, permitiendo, a su vez, que muchos sistemas semejantes pasaran a través de él en grupos más dilatados, y, aun así, conservando su propia identidad, su propio tamaño, movimiento y ritmo. Es decir, cada sistema avanzaba desde, y a través de, un sistema a otro, y, no obstante, ocupaba siempre la posición que le correspondía en relación con otros sistemas, rotando u oscilando dentro de su campo de movimiento. Luego, el proceso entero se revirtió. Como si se hubiera insertado una lente de inmensa potencia, vi que los innumerables sistemas de universos estelares —cada uno de ellos de tamaño ilimitado— era, no una diminuta estrella, sino un constructo de supergalaxias; y cada parte de ese constructo se dividía, a su vez, en las galaxias de las que estaba compuesto. Lo asombroso era que todo este complejo se entremezclaba con otros complejos y, aun así, conservaba su tamaño, forma e identidad. Cada supergalaxia se descomponía de nuevo en un sistema de galaxias, pasando cada una de ellas a través de las demás; y así sucesivamente. Era interminable. Parecía, así, que cada estrella se fundiera y formara parte de otros grupos de estrellas que pasaban disparados en distintas direcciones, en todas a la vez, manteniendo sin embargo su posición en su propio grupo. Cada estrella, cada galaxia, cada supergalaxia giraba alrededor de su eje y alrededor de su órbita; no obstante, todas conseguían fundirse de aquella manera. Por lo tanto, cada estrella y cada sistema que atravesaba vertiginosamente a otro formaba parte de un todo más grande, inseparable de los restantes grupos y del gran esquema, aún mayor; no obstante, cada uno conservaba su propia identidad. Cuando cada estrella o sistema estelar pasaba girando —sin perder su posición, su distancia relativa, su ubicación perfecta con respecto a los grupos mayores—, parecía que apenas se moviera. El firmamento parecía estar en armoniosa quietud, y cada uno de sus componentes, en perfecto equilibrio. Sin embargo, yo sabía que el firmamento se movía. De pronto, la lente fue retirada. Las estrellas recuperaron su forma, ocultando la complejidad de sus galaxias, flotando suavemente en una vacuidad sin fin y en un tiempo sin fin [...] Éste era sólo uno de los aspectos del universo. Había universos que contenían otros universos; había universos invisibles, visibles, universos situados uno al lado del otro, en un solo lugar, que existían uno a través del otro simultáneamente en diferentes dimensiones temporales, o espaciales; y así continuaba indefinidamente [...] Éstos eran los universos manifiestos; después estaban los no manifiestos, los que existían sólo como potencial [...] ¡Y éste era un simple vislumbre del universo! Empecé a ver el universo como una ve el cielo desde la Tierra. Poco a poco, mi identidad individual fue derrumbándose y, cuando quedó demolida por completo, adopté la forma del universo. Estaba en todas partes a un tiempo, viéndolo todo: lo microscópico, lo macroscópico, desde el punto más cercano, desde el punto más distante. Estaba en todas partes impregnándolo todo, sin forma, omnipresente, omnisciente. Era toda dicha. Era omnipresente, omnisciente y toda dicha; pero no era el universo. Era totalmente libre, independiente de él; no estaba implicada en él. Me expandía hasta alcanzarlo todo, pero sin forma alguna y sin el peso de ningún apego; era un testigo eterno, pero no estaba sujeta al universo. Era consciencia inteligente y pura, que lo veía todo y lo sabía todo, pero no dependía del universo para mi sustento. Me sentía ligera, libre, e inmóvil, aun cuando estaba en todos los puntos, en todos al mismo tiempo. Testigo de todo. Libre de complicaciones, de emociones, de pensamientos, pura y vasta permanecí armoniosamente en la eternidad y en la infinitud, en silencioso regocijo; tranquila, serena, sosegada y en reposo.

    Hace 5 años 11 meses

  9. Godfor Saken

    "Star Consciousness: An Alternative to Dark Matter": https://www.centauri-dreams.org/2012/06/13/star-consciousness-an-alternative-to-dark-matter/

    Hace 5 años 11 meses

  10. Margarita Abia

    Brillante. Por fín entendí. Maravillosamente explicado.

    Hace 5 años 11 meses

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