El poder de los matones no está en el puño, en las rodillas; está en sus ojos multiplicados y arácnidos, en su voz con eco interminable. No sufrí bullying, o al menos no se prolongó demasiado en el tiempo. Por eso lo cuento, porque fue poco, y aun así todavía, cada dos o tres meses, cacharrea por mi sueño aquel adolescente rapado, bajito y cartilaginoso. A veces, es una pesadilla; otras, simplemente aparece en una historia que no le incumbe, en segundo plano. Se posa y se va, como una mosca en la comida, cagando tan pequeñito, tan imposible de detectar.

No es un drama. Lo sueño y lo olvido en dos minutos o diez. Imaginen lo que le ocurre a quien sufrió acoso durante años. Por eso lo cuento; para que imaginen.

... Inventé, traté de inventar, una alquimia no verbal de gestos y de sugerencias para mover a mis dos amigos de ese año hacia otro lugar del patio donde no coincidiéramos con él. Pero teníamos nuestro sitio, nuestro reino adolescente de dos metros cuadrados, y el insecto lo sabía. Podría haberlo dicho, mis amigos me habrían acompañado, pero eso suponía confirmar el miedo.  

El insecto y yo habíamos sido amigos en primaria, cuando la travesura no se había convertido en sadismo. Eso también me ataba. Cada vez que se acercaba yo intentaba restaurar aquel vínculo muerto. Me componía una voz más gutural, usaba palabras como las suyas: eso lo alimentaba.

Él empezaba con golpecitos de hombros, empujándome las corvas con su rodilla para romperme la postura y ablandarme; era su forma de testarme. Yo fingía no tomármelo como un ataque. Luego me susurraba que si le estaba vacilando, que me iba reventar colocándose muy cerca, empujando mi frente con su frente, bloqueando la posibilidad de mirar hacia otra parte, de eludirlo. Eso hacen: matan tu autonomía.

Se llevaba bien con mis amigos, ellos no lo veían como amenaza. Tener miedo era estar aislado; rebotarme era asumirme agredido (y que otros lo asumieran), y acabar exponiéndome a un conflicto al que no sabía responder ni cuando fantaseaba. De vuelta a casa, imaginaba venganzas: aprender alguna llave terminante, aplicársela, dejarlo inconsciente; llenar mi zumo de lejía, provocar que me lo robara y se lo bebiera... Todas, ahora lo veo, eran formas de no tener que hablar el lenguaje de la agresividad.

Una día me empujó, tropecé con una papelera verde (me acuerdo, verde malpintada) que no aguantó mi peso, se desmontó y acabamos los tres en el suelo: la papelera, la basura y yo. Él rio a gritos, retorciéndose, señalándome. Yo, desde el suelo, de pronto, no tenía brazos ni piernas, era un trozo de carne con muñones. Mi respuesta fue reírme para intentar cambiar la naturaleza del hecho, para que su éxito humillándome pareciera un juego de los dos. Pero el insecto se descojonaba con su ocho ojos, y mis amigos y el resto de los presentes, de pronto, tenían ocho ojos, quince ojos, demasiados para no darse cuenta de que mi sonrisa era débil como una molla de pan blanco.

Ahora, cada dos o tres meses, sigue apareciéndose por la noche, en el reino de dos metros cuadrados de mi sueño. El contenido suele ser parecido: yo soy adulto, él no. Merodea por los bares donde bebo, en las entrevistas donde hablo. Me dice sin decir, con su purita presencia, que los años transcurridos son mentira, que soy un impostor, que es imposible escribir sin brazos, hacer crónicas sin piernas. Últimamente, consigo que sea mi colega, que se alegre de verme, que hablemos: a él también se le pone cara de pan blanco. Y en los primeros segundos, tras despertarme, me doy cuenta de que me siento hombre. Se trataba de eso, de ser hombre (hombre con una hache mayúscula, sólida como una torre), y yo no lo era ni lo soy.

Suena feo, pero no fue un drama. La cosa duraría unos pocos meses. Nunca me pegó una paliza. Imaginen ahora los sueños de los que salen al patio deseando que los golpes y los moratones caigan por debajo de la ropa.