Ver un mitin es igual que prestar atención a un picapuertas de Iberdrola, o que escuchar a las comerciales que se ponen en un ‘stancito’ de cartón en los estancos y te hablan de marcas y sabores: no venden tabaco, sino la fantasía de que fumar sea todavía una elección. Escucharlas a ellas o a un líder político en campaña es un acto desesperado, inconsciente. Y luego está escuchar a Rivera, que raya la excentricidad: el otro día definió el sanchismo como plaga, y él mismo, mientras se explicaba, se dio cuenta de que la metáfora estaba medio regular.

En verdad, ir a un mitin es peor: es meterse en la boca del lobo, donde todo está diseñado para colarte el mensaje. Es, vaya, como comprar cigarros en la tabacalera: están todos tan en su ambiente, tan cómodos, que son capaces de negarte lo del cáncer –más que nada, porque estás loquito por que te lo nieguen.

El caso: se amenaza ahora con una macro jornada electoral para mayo de 2019, y ya que atravesamos una época de transformación (cada día hay más mendigos anunciándose en el Cercanías, eso debe ser un cambio de algún tipo), deberíamos plantearnos sustituir los mítines por otra cosa.

“Las elecciones son la fiesta de la democracia”, dicen siempre, y suena (en la tele, en los colegios, en los libros de texto) como si la fiesta se celebrara dentro de un cuadro de Sorolla. Quizá fuera así algún día, pero ahora son más como fiestas rave: a ciertas horas, uno no recuerda si la meada que lleva en el pantalón es suya o del que estaba bautizando el árbol de al lado; o si es que, en esa temporada de primavera, han obligado a los niños costureros del sudeste asiático a que manchen los pantalones porque, otra vez, se lleva el desarrapamiento calculado.

Hay que replantearse los mítines para que no vuelvan a suceder cosas como la siguiente:

Hace unos cuantos años, un señor jubilado paseaba su credo con orgullo hablando con otros jubilados dentro de una cola de jubilados para entrar a un pabellón. El señor se creció y soltó: “Yo digo como dice el Fidel Castro: ‘¡Socialismo o muerte!’”. Cada uno opinará lo que opine de la referencia. El problema es que la pronunció en la entrada de un mitin de Felipe González.

A mí me pareció genial, y casi aplaudo al señor, pero lo perdí de vista: daba el sol de cara y era imposible distinguir a un jubilado de otro. Yo tenía 15 años, había leído el Manifiesto Comunista y era Zapaterista febril. Mi caos mental era el ideal para poder disfrutar de un mitin.

Aludirán muchos a los mítines primeros de la democracia para decir que son la certificación (o la garantía) de la libertad. Cierto: tras décadas de dictadura, la libertad era el derecho a la presencia, al uso del espacio, a la exhibición. Hoy, el mitin consiste en algo muy diferente: es la fabricación de la confusión del ciudadano, que debe votar sin capacidad para distinguir qué parcela de lo que elige es verdad o mentira.

No es que escojamos la papeleta sin tener idea de lo que hacemos: decidimos grosso modo (por la orientación izquierda-derecha, por las acciones pasadas que recordamos de los partidos, o por odio a los contrarios...). Votamos al borrón y no a la letra: votamos con miopía. Los mítines están ahí para regalarnos la fantasía de creer que sabemos lo que hacemos.

Visto así, quizá será mejor que no quitemos los mítines. Perdón por cambiar de opinión en la última línea. Pero no vaya a ser que sin esa ficción, la democracia no funcione.