“Si pintas a Steve Bannon de torero tienes lo que pasó en Andalucía. La consultoría de Make Spain Great Again comienza por allí…”, me envía un whatsapp desde Washington un amigo gallego que dirige o dirigía allí un medio filial del Post. Es un consuelo saber que hay más gente que comparte el vicio de no tener reparo en emitir análisis sobre realidades complejas a pesar de la distancia, por grande que ésta sea. Como residente desde hace décadas en una de las capitales mundiales de la conspiración, mi amigo atribuye la irrupción en un parlamento de una docena de diputados ultraderechistas, fascistas o como quieran llamarlos, a maniobras orquestadas en la oscuridad por un spin doctor. A mí me parece que si se ha producido una erupción de votos de ultraderecha es porque había una cantidad apreciable de electores de esa ideología que hasta ahora no habían sentido la necesidad de hacerlo expreso. Y otra que, sin tener esa ideología confesa, reaccionan como aquel a quien le dicen que habría que exterminar a los judíos y a los ciclistas: “¿Y por qué a los ciclistas?”

Quiero decir que, salvo en algunas tertulias y en algunas portadas, no se han dado insurrecciones proletarias que hayan puesto a la pequeña burguesía y a la clase media en la tesitura de escoger entre la injusticia o el desorden, y la inmigración se da más en los titulares que en las estadísticas (aunque su influencia no sea desdeñable en estos comicios). Los seguidores de Vox ya eran así, pero estaban cómodos en la derecha realmente existente. Como dice un amigo mío (tengo más de uno, y algunos más cerca), “Vox es el PP con cuatro gintonics”. Solo hay que repasar la trayectoria del caballista jefe, Santiago Abascal: no ha tenido un trabajo de verdad en la vida, pero se la ha ganado más que bien (con sueldos por encima del de un presidente autonómico) con cargos electos en listas del PP o puestos a dedo en un par de mamandurrias made in Esperanza Aguirre, como la Fundación para el Mecenazgo y Patrocinio Social –que solo actuó de mecenas y patrocinador del propio director). El candidato a la presidencia andaluza es un juez que, todavía con la toga puesta, calificaba de piojosas a las feministas en las redes sociales mientras dictaba sentencias en consonancia con ello. No han salido al margen del sistema, sino muy de dentro. Y jaleados por un sinnúmero de líderes de opinión.

Y esto es así porque la sociedad española ha evolucionado mucho desde los últimos años de la dictadura en todos aquellos aspectos ligados a una moderna sociedad del bienestar (la demanda de servicios, la permisividad), pero no tanto en los políticos (la gestión de la disidencia). Inconvenientes de que la democracia llegase hace 40 años más por influencia del turismo y de una combinación desigual de presión y conveniencia interior que por convicciones ideológicas arraigadas en la mayoría de la población. Las declaraciones ante las cámaras de la mayoría de los militantes de Vox son no tanto, o no solo, un desfile de opiniones de extrema derecha como una exhibición de analfabetismo político que confunde la democracia con el tocino. Algo normal teniendo en cuenta que el andamiaje ideológico y cultural del franquismo no se desmontó, sino que simplemente se cubrió con una lona con el lema “transición Modélica”.

La tal transición ha sido una suspensión colectiva de la incredulidad, como cuando en la ópera se da por sentado que dos personas son amantes si cantan juntos, o cuando queremos creernos que dos niños que se han pegado van a ser amigos porque les obligamos a darse la mano. La izquierda ha recorrido estas cuatro décadas manteniendo los hábitos centrífugos intactos, y la derecha lo ha hecho sin hacer acto de contrición alguno por su relación con la negra losa del pasado y pisando el freno todo lo que ha podido (por si no lo recuerdan, el PP inicialmente se opuso por sistema al divorcio, al aborto, al matrimonio gay, a la ley antitabaco…)

También ha sido como una suspensión en el tiempo. Cuenta Alfonso X en la Cantiga 103 el milagro de San Ero, abad de Armenteira: se quedó absorto escuchando un mirlo, y cuando se despertó, sin asomo alguno de pesadez, habían pasado 300 años. España, después de esos 40 años de democracia que celebramos haciendo puente, ha vuelto prácticamente a la casilla de salida. Un rey recién puesto, unos socialistas obedientes a los mandatos internacionales, una izquierda inestable y desnortada, una derecha fragmentada pero unida en lo esencial y unos ultras residuales. Incluso Abascal en modo jinete recuerda a aquel apodo de “los siete magníficos” que recibieron los que entonces representaban la extrema derecha pasada por las urnas (Fraga, López Rodó, Fernández de la Mora…) y que constituyeron el germen de Alianza Popular. Lo bueno es que se podrá solucionar el conflicto de Cataluña trayendo a Tarradellas.