IMPERIOS COMBATIENTES
La derrota de Estados Unidos en Afganistán
Hace 40 años los soviéticos cayeron en la trampa. En condiciones mucho más favorables, los americanos han multiplicado su desastre
Rafael Poch 20/02/2019
Médicos estadounidenses de la base de operaciones de Howz-e- Madad tratan a un empleado afgano de una compañía de seguridad privada, quien ha resultado gravemente herido. El miliciano afgano estaba custodiando un convoy de la OTAN cuando fue emboscado por los talibanes. 17 de julio de 2010, Zhari District, provincia de Kandahar, Afganistán.
Christoph Bangert / Cortesía de la editorial KehrerEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
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Hace cuarenta años el ejército soviético entró en Afganistán. Aquel diciembre de 1979 hacÍa ya cinco meses que el presidente Carter y su consejero de seguridad, el fanático anti ruso de origen polaco Zbigniew Brzezinski, habían iniciado, con sus amigos saudíes, una multimillonaria ayuda para fomentar, financiar y armar un integrismo sunita en Afganistán. Los célebres muyahidines, “luchadores por la libertad”.
En París, algunos de los que entonces eran entusiastas valedores de aquellos oscuros personajes del siglo XVIII y los elevaban al título de héroes positivos son hoy especialistas en su consecuencia: el terrorismo integrista que llega a sus ciudades como resultado, entre otras cosas, de aquella cruzada anticomunista. Todo sin mediar la más mínima consideración autocrítica.
Hasta mediados de los años setenta, Afganistán era un país atávico que los hippies cruzaban en su ruta hacia la India. Los fusiles de los invasores británicos del siglo XIX que se cargaban por el cañón, las escopetas de caza y los trabucos, eran las armas habituales en su mundo rural. El conflicto Este/Oeste transformó aquello en un universo de armas automáticas, blindados, helicópteros, minas antipersonal, morteros y misiles antiaéreos portátiles Stinger, creando un desastre bíblico con más de dos millones de muertos y la destrucción de una sociedad que se contaba (y se cuenta) entre las más pobres del mundo.
El dinero de la CIA y de los saudíes y los cuadros del servicio secreto pakistaní, el ISI, introducían el fundamentalismo islámico en las repúblicas de tradición musulmana de la URSS, y también algunos comandos en acciones de sabotaje cerca de la frontera en las entonces repúblicas soviéticas de Tayikistán y Uzbekistán. En Pakistán, la CIA y el ISI organizaron una red de campos de entrenamiento para los afganos, cuyos comandos entraban en el país acompañados por supervisores militares paquistaníes en acciones de sabotaje.
“Las misiones iban de voladuras de oleoductos hasta ataques con cohetes a un aeropuerto o emboscadas”, explica en sus memorias (The Bear Trap) Mohammad Yousaf, jefe del departamento afgano del ISI. “Entre 1981 y 1986 pasaron por aquellos campos 80.000 guerrilleros afganos”, recordaba el militar con orgullo.
Los soviéticos entraron llamados por el Gobierno filocomunista afgano, dividido en facciones irreconciliables, tras una sucesión vertiginosa de golpes internos y asesinatos. Creyeron que sería una misión de algunos meses para pacificar el país y poner orden en su régimen, pero terminaron empantanados.
“Escribí al presidente Carter diciéndole que ahora teníamos la ocasión de darle a la URSS su Vietnam”, dijo Brzezinski en una de sus últimas entrevistas. Los soviéticos permanecieron en aquella trampa una década, hasta que la voluntad de Gorbachov de distender las relaciones con China y Occidente se impuso. Para entonces (1989), la URSS había perdido 15.000 soldados y otros 50.000 habían resultado heridos; la factura para Afganistán fue mucho peor; 1,3 millones de muertos, 2 millones de desplazados en el interior del país, y 4,5 millones de refugiados en los países vecinos.
La guerra soviética logró establecer un gobierno estable en el país –con todos sus horrores, el mejor que ha tenido aquel desgraciado país, tal como valoraban, por amplísima mayoría, los afganos en una encuesta de 2008– y organizar unas fuerzas armadas relativamente eficaces. Cuando los soviéticos concluyeron su retirada en 1989, aquel gobierno y aquel ejército aún se mantuvieron tres años, controlando todas las ciudades y las carreteras que las unían. El gobierno solo cayó cuando la Rusia de Yeltsin cesó todo suministro en 1992. Siguió una década de caos y guerra civil entre facciones en la que, sobre un panorama de ruinas y oscurantismo, se acabaron imponiendo los talibanes a partir de 1996, sin que la guerra cesara en el norte.
Diez años después de la retirada soviética, llegaron los americanos. Oficialmente para combatir a Bin Laden y su organización, que era uno de los desastres incubados por su propia política contra los soviéticos durante las dos décadas anteriores. Tampoco hubo autocrítica alguna. Brzezinski hasta se enfadó cuando le preguntaron hace un par de años si no reconocía su error: “¿Cómo voy a lamentarlo? ¡ fue una excelente idea, con ella metimos a los soviéticos en la trampa…!”
Los especialistas americanos –y tras ellos los papagayos del complejo mediático occidental– explicaban aquel otoño de 2001, por qué ahora nada iba a ser igual que en 1979 cuando entraron los soviéticos. El ejército de la URSS estaba integrado por reclutas sin experiencia, estaba mal equipado, su intendencia era desastrosa, con pésimas raciones de alimentos y bajos niveles de higiene que causaban enormes bajas por enfermedad, decían.
“Nada permite establecer un paralelismo entre la operación antiterrorista de ahora y la invasión soviética de 1979”, escribía en La Vanguardia hasta el malogrado Xavier Batalla, sin duda el comentarista internacional más competente, glosando aquel pronóstico general.
En un cochambroso hotel de la frontera afgana asistí aquel otoño a la llegada de los primeros contingentes de la CIA, tipos que hablaban uzbeco con acento de Oklahoma y que llevaban en sus mochilas papel higiénico, soluciones para potabilizar el agua y todo tipo de tecnologías y que decían trabajar para oscuras organizaciones “humanitarias” o “no gubernamentales”. Su conocimiento del país era pésimo. La Rusia de Putin les ofreció toda su cooperación en materia de inteligencia afgana, lo que no sirvió de gran cosa para la mejora de relaciones que el Kremlin buscaba entonces, a cambio de un mínimo reconocimiento de sus intereses en Washington. El 8 de octubre de 2001 comenzaron los bombardeos. A las pocas semanas habían matado más gente que el número de víctimas de las torres gemelas de Nueva York. Dos meses después, con la caída de Kandahar, último bastión talibán, se daba la guerra por concluida.
Dieciocho años después, la guerra continúa. Ahí están empantanados, con toda su tecnología militar, ayudados por los vasallos europeos (España se gastó 3.600 millones en esa campaña), sin una superpotencia que financie a sus adversarios pero con todo lo demás tan parecido. La simple realidad es que en condiciones mucho más favorables, los americanos han multiplicado el desastre de los soviéticos en Afganistán y han perdido la guerra.
El pasado enero un gran convoy militar fue atacado por los talibán en la provincia de Faryab. Más de treinta vehículos militares y de transporte fueron destruidos en aquella provincia fronteriza con Turkmenistán que pasa por tranquila. Con pocos días de diferencia, el ataque al cortejo del gobernador de otra provincia, Lowgar, mató a diez de sus escoltas y una acción contra una base de las brutales tropas especiales entrenadas por la CIA, causó la muerte de unos 200 soldados de aquel cuerpo.
En el conjunto Afganistán/Paquistán esta segunda guerra ha ocasionado 1,2 millones de muertos, según la contabilidad del reportero británico Nicolas J.S. Davies. El Gobierno afgano y sus mentores solo controlan alrededor de la mitad de los 407 distritos del país. El narcotráfico, ese negocio tradicional para sufragar las cajas negras de la CIA, campa a sus anchas. El opio afgano está creando serios problemas de drogadicción en Rusia. La dimensión del fiasco es tal que se han abierto negociaciones y conversaciones con los talibán. Con 18 años de retraso se habla de “talibanes moderados”.
El problema de los anuncios de retirada militar formulados por Donald Trump (y vale igual para Siria) es que al Pentágono no le gusta retirarse de una base que es importante para vigilar a sus reales adversarios, China y Rusia. Los chinos quieren usar un Afganistán pacificado para ampliar las conexiones de sus “rutas de la seda” a lo largo de Asia central y meridional. Los militares americanos buscarán la manera de quedarse de una forma o de otra.
Estados Unidos ha perdido la guerra de Afganistán de una manera no muy diferente a sus predecesores. Evidentemente, esa derrota no ha sido una victoria para los afganos. La guerra de los cuarenta años que trajeron, fomentaron y amplificaron los extranjeros ha sido para ellos una calamidad bíblica.
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Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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