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Mujeres en marcha: las voces desgarradas de las migrantes africanas

Un programa de la ONG Alboan recoge testimonios de mujeres desplazadas que denuncian la violencia sexual sufrida en sus países de origen

César G. Calero 6/03/2019

<p>Una de las mujeres desplazadas que ha denunciado la violencia sexual sufrida en su país de origen.</p>

Una de las mujeres desplazadas que ha denunciado la violencia sexual sufrida en su país de origen.

ONG Alboan

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Esta es la historia de Lucy, una joven somalí a quien su tío quiso forzarla a casarse con él a los 15 años. Es la historia de Laurence, vendida en la ciudad-mercado de Agadez y violada en ese territorio salvaje en que se ha convertido Libia. Es la historia de Neige, una marfileña entregada por su madre a un hombre que la maltrató y no le dejó más salida que la huida. Es la historia de Ursulle, una congoleña violada por cinco militares cuando tenía 16 años. Es la historia de Cherifa, que hizo un largo camino desde Somalia a Sudáfrica y que carga una doble pena: su mutilación genital cuando era niña y la de sus propias hijas a manos de su marido. Es la historia de Réjane, refugiada marfileña a quien su hija le dio la fuerza para seguir adelante. Como ellas, miles de mujeres se ven abocadas en África a dejar atrás sus lugares de origen y deambular por el continente en busca de una vida mejor. Son las vagabundas de las que hablaba Zygmunt Bauman en la era de la posmodernidad, viajeras forzadas por circunstancias extremas, refugiadas sin derechos ni visados, supervivientes de guerras y vejaciones. La suya es una marcha continua, de un país a otro, de un campamento a otro. Una marcha invisible y tenaz. Y pese a todo, siguen caminando. Siguen adelante.   

Algunas de estas mujeres han roto su silencio gracias a un programa impulsado por la ONG Alboan –Mujeres en Marcha– que ha recabado más de 150 testimonios de mujeres y niñas en ocho países africanos. A través de sus voces (sus nombres son ficticios para preservar su identidad) se pretende visibilizar la situación de esas mujeres y niñas que sufren violencia sexual basada en el género, maltrato y persecución no solo en sus países de origen sino también en los de tránsito. Migrantes que malviven en algún campo o asentamiento de refugiados o en contextos urbanos en los que la pobreza y la discriminación no les abandonan. Desplazadas forzadas que, por primera vez, han hablado públicamente de sus traumas y pesadillas, pero también de sus sueños y esperanzas.

Voces desgarradas como la de Neige, marfileña varada en Marruecos: “Mi problema, lo que me traumatiza cada vez cuando pienso en esto y hablo de esto, es la circuncisión [ablación], porque estoy circuncidada. (…) Me vi obligada a quedarme, a entregarme a un plantador que ya tenía tres mujeres. Pero por la situación que vivíamos, no era posible para ella [mi madre] ocuparse de nosotras. Pues, siendo mujeres, fue obligada a entregarnos, después de la circuncisión. (…) Tres hermanas, sí, ella hizo esto. Entonces, después de eso, se nos entregó a cada una de nosotras, aunque no sea por voluntad, pero se te entrega, se te obliga y tengo un hijo con él y por los malos tratos que sufría me dije… Me veo obligada a huir… (…) Por eso me fui de mi país: el maltrato del país, mi madre que me forzó a casarme, mi circuncisión que me ha traumatizado… Eso”.  

El objetivo de la campaña es, en opinión de María del Mar Magallón, directora de Alboan, trabajar por el empoderamiento de las mujeres que sufren situaciones de violencia y que continúan en contextos de movilidad: “Hemos dialogado con mujeres y niñas para comprender las historias de violencia que han sufrido; a partir de ahí podremos elaborar unas líneas de trabajo en un plan de acción que apunte a sus demandas: atención sanitaria y psicológica, un trabajo que les otorgue autonomía económica, una perspectiva de un futuro mejor”.

En una primera fase del programa, la ONG ha trabajado durante varios meses en ocho países de África (la República Democrática del Congo, Marruecos, Camerún, Angola, Sudáfrica, Sur Sudán, Etiopía y Kenia) y ha realizado entrevistas a más de 300 personas (entre ellas 141 mujeres migrantes y once niñas). La violencia contra las mujeres en esas regiones se manifiesta de diferentes formas: violaciones, mutilaciones genitales, matrimonios precoces, marginación social, sumisión a los roles impuestos por el patriarcado… Hay quien huye de un  marido maltratador o quien deja su comunidad después de haber sido violada repetidas veces. Otras mujeres toman la carretera para escapar de conflictos bélicos crónicos, como el que azota desde hace años a la República Democrática del Congo (RDC), surgido a raíz del genocidio en Ruanda. Según el Grupo de Estudios sobre Congo de la Universidad de Nueva York, la región congoleña de Kivu alberga a 134 grupos armados que se disputan un territorio rico en un cotizado mineral: el coltán. La población civil sufre especialmente la violencia militar en la zona. Las violaciones y las mutilaciones genitales de mujeres y niñas están a la orden del día.

Si las razones migratorias de las mujeres africanas son multicausales, los problemas que se encuentran en sus itinerarios son también variados. Las refugiadas de Ruanda, Burundi, Sierra Leona y Liberia se encuentran sin residencia legal ni permiso de trabajo en Angola desde 2016, año en que el gobierno de ese país consideró que los conflictos en sus lugares de origen ya habían concluido. Y en Sudáfrica –apunta el informe de Alboan–, la tramitación de solicitudes de asilo se eterniza.

El rechazo a regresar a sus hogares se convierte para estas mujeres en el motor de su travesía. Un viaje que en muchas ocasiones supone otro descenso a los infiernos. La violencia les persigue. Como le ocurrió a la camerunesa Laurence hasta que logró llegar a Marruecos. A ella la vendieron en Agadez, antigua perla desértica de Níger y configurada hoy como punto de partida del denominado “camino del infierno” hacia el norte. De allí pasó Laurence a Libia, territorio temido por los migrantes: “Estuve prácticamente ochos meses en Libia, ocho meses en los que me torturaban (…) Cuando empiezan a pedir el dinero es así, nos golpean, nos violan. En Libia todo está perdido”. A Laurence le ayudó a huir un hombre de Gambia después de que su madre enviara una cantidad de dinero insuficiente para su liberación: “Entonces caminé, caminé (…) Lloraba todo el tiempo”. Pero ese camino a veces es una carrera hacia ninguna parte. A Monique, otra mujer camerunesa asentada en Marruecos, solo le animaba la idea de llegar a la siguiente etapa, donde todo sería seguramente mejor”. “Es lo que nos motivaba para seguir hacia delante (y) no revivir lo que viviste”.

Lucy, una joven somalí, sufrió varios intentos de secuestro, amenazas de muerte contra ella, su madre y sus hermanos. Todo por el simple hecho de ser mujer. Esta es su voz: “Me querían casar con 15 años […] pero aquí, en Kenia, no ocurre algo así. […] Mi tío quiso forzarme a casarme con él. […] Fue cuando mi padre murió (...) Sí, a casarme con un hombre mayor que [ya tiene] cinco esposas. […] Vino acá e intentó llevarme con él cuando estaba en clase de octavo, en ese momento. […] Entonces decidí que, ¿cómo podía vivir con un viejo? Mejor vivir con un joven que pueda responsabilizarse de mí. Así que me negué a irme a Sudán [con él]”.

La mayoría de las mujeres entrevistadas se lamentan por la falta de privacidad que predomina en los campos de refugiados. Para muchas de ellas el drama no concluye con la huida. Atrás dejan la pesadilla que les obligó a dejar su hogar y ahora conviven con un fantasma de rasgos muy similares. La inseguridad es un mal crónico en sus vidas. Mientras tratan de recuperar cierta tranquilidad, el desasosiego se ceba con ellas. Más acoso, más violencia, más humillaciones. A la justicia solo le reclaman el fin de la impunidad para sus agresores. Procesos judiciales con garantías. Condenas efectivas. No piden la luna. Tan solo dejar atrás las prácticas medievales con las que nacieron, con las que conviven, con las que no quieren morir… Sus relatos hablan de matrimonios precoces y mediaciones comunitarias contra su voluntad, hablan de violaciones rutinarias y mutilaciones genitales, hablan de sumisión y silencio. No piden caridad, solo un futuro mejor y una educación para que sus hijos no tengan que abandonar la escuela a los doce años como les sucedió a muchas de ellas.

La violencia sexual basada en el género no es un criterio que por sí solo pueda ser considerado suficiente para acceder a la protección internacional. Las mujeres que han sufrido agresiones sexuales son consideradas generalmente como migrantes económicas y, por tanto, no cuentan con ningún resguardo jurídico durante el tránsito migratorio. El informe de Alboan señala con el dedo la orientación “restrictiva” de las políticas migratorias europeas, externalizadas a Marruecos y a las regiones del norte y oeste de África. Una estrategia que “aumenta la vulnerabilidad de las mujeres en cuanto ‘migrantes irregulares’ y limita la eficacia (si no la posibilidad) de la protección”. Magallón cree que es necesario un cambio urgente en la normativa: “Para que estas mujeres puedan salir adelante, hay que revisar las condiciones y requisitos para solicitar asilo. El desafío es tener muy en cuenta que la movilidad no es igual para las mujeres que para los hombres. La violencia sexual basada en el género afecta sobre todo a las mujeres, y también a los niños. Los campos de refugiados tienen que ser seguros para las mujeres y los organismos internacionales tienen que adaptarse”. A la desprotección jurídica se une el descenso de la ayuda humanitaria en África. Cuando los campos de refugiados se van desmantelando, se convierten en asentamientos, como ocurre en la República Democrática del Congo. No hay asistencia pero la gente sigue viviendo allí. Se han quedado estancados y sin ayuda.

Para que las mujeres refugiadas o en tránsito se prestaran a contar sus traumáticas experiencias por primera vez, la labor de las organizaciones aliadas de Alboan en África fue decisiva. Sin la confianza en las redes de mujeres que trabajan diariamente sobre el terreno, su testimonio no habría traspasado las fronteras. “Ha habido entrevistas duras pero en muchos diálogos se ha puesto de manifiesto la capacidad de estas mujeres para salir adelante –explica Magallón–. Las historias de resiliencia abundan. Es importante cambiar la mentalidad sobre este colectivo. Hay que observarlas como supervivientes y no como simples víctimas. Si las miras como víctimas, con una mirada asistencial, ellas no van a tener la capacidad para salir adelante.  Si son supervivientes, estamos reconociendo sus capacidades para salir adelante. Ese cambio de mentalidad es muy relevante a la hora de empoderar a esas mujeres.”.

La autonomía económica, el apoyo psicológico y la atención sanitaria son fundamentales para que las mujeres superen sus traumas, según el informe de la ONG. Pero el trabajo en comunidad es también esencial. Sin un cambio de mentalidad de los padres y esposos, las mujeres que han sufrido agresiones sexuales seguirán estigmatizadas. Y sin una sensibilización de la población, prácticas denigrantes como la ablación, muy extendidas en Somalia y Sudán del Sur, no se podrán erradicar. A Cherifa, una mujer somalí instalada en Sudáfrica, su marido le pegó una paliza al escuchar su rechazo a que mutilaran a sus hijas: “En 2014, antes de que él [mi marido] trajera a mi hija [a Sudáfrica], la mutiló sin que yo lo supiera. Lo que le hiciera, lo hizo sin mi conocimiento. Entonces, tras esto, dijo: “¿Sabes qué? Voy a llevarme a las [hijas] pequeñas, voy a llevarlas de vuelta casa [a Somalia] para [...] mutilarlas a ellas también”. [...] Me vino a decir que yo no era una mujer antes de pasar por eso, ¿sabes? [Yo le respondí:] “Así que les deseas a mis hijas por lo que yo tuve que pasar. Te has empeñado en mutilar a la mayor. Pero sea lo que sea lo que quieras hacer a estas, tendrás que matarme o pasar por encima de mí para llegar a ellas”.  

En algunos países, como la República Democrática de Congo, la violación se torna rutina. El caso de Ahadi, una desplazada interna de 16 años, ejemplifica la “normalización” de la violencia sexual en las provincias de Kivu Norte y Kivu Sur. La joven fue violada cuando tenía 15 años por un civil, supuestamente propietario del terreno donde Ahadi había robado algo de comida. El hombre se tomó la justicia por su mano y decidió castigarla mediante una violación.

Aunque algunas mujeres manifestaron tener solo angustia o preocupación ante el futuro por el rechazo social que conlleva una violación en sus comunidades, muchas migrantes ven una luz en el horizonte. Como Joie, de RDC (“Quiero desarrollarme, quiero ser una mujer como todas las demás”). Como Eloise, también de RDC (“Soy una persona muy simple y muy humillada, incluso mi familia me discrimina (…) Pero quiero un día ser una gran mujer, con mis medios”). O como Nadia, originaria de Sudán del Sur y asentada en Kenia (“Mi sueño es ir a la escuela. Puedo hacerlo, hice mi primaria pero paré en 2° (…) Quiero montar un negocio. ¡Puede que lo próximo que sea es empresaria! (…) Así que voy a recuperar mi vida”).

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Autor >

César G. Calero

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