TRIBUNA
La izquierda melancólica o la felicidad de las langostas
Peterson vendía elegancia a la par que desparpajo, mientras a Žižek poco le faltó para presentarse en el debate de Toronto con el chándal de bajar a pillar farla
Xandru Fernández 25/04/2019
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No se estrujó mucho las meninges el que llamó “debate del siglo” al cara a cara entre Slavoj Žižek y Jordan Peterson celebrado en Toronto el pasado 19 de abril. Tampoco el que le puso el título oficial: “Felicidad: Capitalismo vs. Marxismo”. En ambos casos se perseguía anunciar el evento como un combate entre los dos exponentes más destacados de dos grandes cosmovisiones en conflicto. Es cierto que la elección de bloques, incluso la referencia a la idea de felicidad como piedra de toque, despedía un aroma a Guerra Fría un tanto pasado de moda, pero no es menos cierto que las llamadas “guerras culturales” han despertado a más de un fantasma que se creía exorcizado después de la caída del Muro de Berlín.
Por culpa de las “guerras culturales” empezó todo. En febrero de 2018, Žižek publicó en The Independent un artículo señalando las afinidades entre las ideas de Peterson y el programa político de la alt-right. Defendía Žižek que la popularidad de Peterson se debe, en buena medida, a haber dado alas a una teoría de la conspiración que atribuye al “marxismo cultural” la destrucción de los valores de las democracias liberales. Peterson respondió retando a Žižek a un debate público, si bien lo hizo de un modo un tanto chusco, tomando por real una de las muchas cuentas falsas de Twitter que llevan el nombre del filósofo esloveno e interpelando a saber a quién. Žižek, no obstante, recogió el guante y, tras aclarar que no tenía perfil alguno en ninguna red social, aceptó debatir en persona con el psicólogo canadiense.
El resultado fue más o menos el que cabía esperar. Ambos contendientes se movieron con comodidad en los nichos discursivos a los que están (y nos tienen) acostumbrados. Pese a repetir casi punto por punto los argumentos que había esbozado en The Independent, Žižek supo dejar a un lado la que últimamente constituye su gran obsesión, a saber, la corrección política como forma de integrismo (de hecho, parte de su crítica a Peterson reside en objetarle que las identity politicsse avienen mucho mejor al proyecto liberal que a cualquier especie de programa comunista y que, en definitiva, tienen muy poco que ver con el marxismo). Del lado de Peterson no hubo sorpresas, si bien adoptó un tono menos agresivo que el que suele exhibir cuando está entre interlocutores de su mismo espectro ideológico. Pareció incluso sorprendido de que se pudiera debatir con un marxista y no tuvo empacho en exhibir su extrañeza.
La escenografía tampoco defraudó. Peterson vendía elegancia old fashioned a la par que desparpajo high tech, mientras que a Žižek poco le faltó para presentarse en Toronto con el chándal de bajar a pillar farla. El contraste entre el atlético Peterson, moviéndose con gracilidad de pastor evangélico entre el atril y el borde del escenario, y el sedentarismo escolástico de Žižek, mucho menos protocolario y más volcado en interactuar gestualmente con su oponente que en anticiparse a la reacción del público, tenía su reflejo en el repositorio de apuntes de uno y de otro, el portátil impoluto del canadiense contra los folios arrugados del esloveno. Imposible no evocar el legendario desaliño de Sócrates frente a la arrogante sofisticación de sus oponentes, no en vano llamados sofistas. De hecho, a ironía socrática sonó la amonestación que Žižek dirigió a la audiencia, instándola a no aplaudir ni a jalear como si estuvieran en una “competición barata”. Proclamó que estaban allí para debatir problemas serios. Las numerosas botellas de agua colocadas a ambos lados del (insulso e inoperante) moderador parecían corroborar que efectivamente el camino sería largo.
A Peterson se lo veía con ganas de exponer su particular visión del marxismo. Lo hizo con una lectura parcial, sesgada y yo creo que fingida del Manifiesto Comunista. Žižek no se tomó la molestia de rebatir ninguno de los puntos que el canadiense enumeró como presuntas pruebas de lo absurdo de las teorías marxistas, tan solo se refirió a ellos de pasada cuando Peterson hubo bajado la guardia, después del segundo turno de intervenciones. Con contundencia, sí, pero sin hacer sangre: es cierto que la obra de Marx es mucho más compleja que el Manifiesto, incluso el Manifiesto es mucho más complejo que el Manifiesto según Peterson, pero no era el momento ni el lugar de señalarlo: lo que estaba en juego, antes que la precisión bibliográfica o incluso semántica, era la capacidad de uno y de otro de construir un relato que abarcara y anulara el del adversario. En ese sentido puede afirmarse con toda seguridad que Žižek ganó por KO técnico.
El relato de Peterson tiene la ventaja de que puede contarse como un microcuento: tras perder la Guerra Fría, el comunismo cambió su estrategia y, en lugar de continuar desperdiciando sus energías en el combate político-económico, las redirigió a las “guerras culturales”, sustituyendo la teoría veteromarxista de la lucha de clases por la neomarxista (foucaultiana, según Peterson) de la lucha de identidades. Mismos perros con distintos collares, los “marxistas culturales” enarbolan la bandera de la primacía del grupo sobre el individuo (la ideología de género, la teoría queer, el relativismo cultural y la corrección política) para socavar el principio, de raíz judeocristiana, de la responsabilidad individual, piedra angular de la libertad de mercado. De ahí el conocido ejemplo de las langostas: ni lucha de clases ni guerras culturales, lo que la Naturaleza nos muestra es un combate a muerte de individuos contra individuos, como el de las langostas compitiendo por imponerse unas a otras, confirmando una tendencia innata a la jerarquización de todos los seres que ningún correctivo social, ni el Estado del Bienestar ni la socialización de los medios de producción, ni mucho menos el lenguaje políticamente correcto, podrá enderezar nunca en aras a la igualdad universal.
A las langostas, como es lógico, hizo Žižek alusión, desmontando sin demasiado esfuerzo el naturalismo de Peterson y toda su pompa zoológica: la Naturaleza nos provee de más ejemplos de azar e improvisación que de estructuras rígidas, jerárquicas o no, y en cualquier caso la amenaza ambiental precisa una solución a gran escala que ninguna autorregulación del mercado puede proporcionar y que mucho menos puede descansar en la simple responsabilidad individual y en su compromiso con el reciclaje y el uso del “contenedor marrón”.
¿Fue el debate del siglo? No lo fue porque no podía serlo, para empezar porque los términos elegidos pertenecían más al siglo pasado que a este, y también porque tal vez el capitalismo necesite apologetas más sólidos que Jordan Peterson y el marxismo o el post-marxismo un portavoz menos histriónico y melancólico que Slavoj Žižek. Es más que plausible que no pueda hablarse de “debate del siglo” si no participa en él una mujer, y no por cuestión de cuotas, sino porque la perspectiva de género es, a mi juicio, el gran asunto, o uno de los dos o tres grandes asuntos, que la filosofía tiene en su agenda. Yo agradecí, en todo caso, haber sido contemporáneo y espectador de un evento semejante. Y también me reconocí, fugazmente, en la voz quebrada de Žižek cuando pronunció “Syriza” como si ese fuera el nombre del final de la utopía: el momento en que dejamos de creer que otro mundo era posible y nos pusimos a hablar de la felicidad de las langostas.
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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