Ocupación nazi de Checoslovaquia, 1938.
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Los nazis pueden ser víctimas de delitos de odio. Así lo ha dicho la Fiscalía General del Estado en sus pautas para la interpretación que los fiscales deben hacer de estos delitos. En el apartado dedicado a quién puede ser víctima de estos delitos se dice que “...la vulnerabilidad del colectivo no es un elemento del tipo delictivo que requiera ser acreditado...Tampoco lo es el valor ético que pueda tener el sujeto pasivo. Así una agresión a una persona de ideología nazi, o la incitación al odio hacia tal colectivo, puede ser incluida en este tipo de delitos”
Esta interpretación es peligrosa porque banaliza el delito de odio y su finalidad y además blanquea a la ultraderecha. Urge armarse de contra-argumentos.
El Código Penal, en su artículo 510, recoge una serie de conductas que pueden ser constitutivas de este delito: fomentar, promover o incitar públicamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo humano vulnerable, o una parte del mismo.
Odiar en sí no es un delito. Sentir animadversión o un sentimiento de rechazo hacia una persona o grupo no está perseguido. Lo está cuando de manera intencionada se incita públicamente al odio y la violencia contra una persona por su pertenencia a un grupo o contra este grupo en sí. Este colectivo tiene que tener ciertas características raciales, religiosas, nacionales, o sexuales que lo conviertan en vulnerable al odio. Es decir, que históricamente hayan estado perseguidos o hayan sufrido violencias por estas características.
Llamar al odio, por ejemplo, contra un médico, o un policía por el hecho de serlo no sería delito porque ni los médicos, ni los policías son colectivos vulnerables perseguidos. No quiere decir que la violencia sobre estas personas o grupos quede impune en estos casos. Por supuesto que pueden ser castigadas estas conductas pero no como un delito de odio.
Estamos ante una figura que puede considerarse una discriminación positiva para proteger especialmente a quienes más lo necesitan. Esto no es algo discriminatorio frente a los menos vulnerables, es una medida de equilibrio que aspira a la igualdad y la dignidad de todos. Si se protegieran por igual a todos los colectivos frente al odio, sin importar su posición social, este tipo de medidas no tendrían sentido y seguiría existiendo desigualdad en los puntos de salida. Porque la historia no se borra de un plumazo y en nuestras sociedades todavía no es lo mismo ser negro que blanco, o homosexual que heterosexual. Admitir la existencia de esta protección especial es admitir que en nuestras sociedades existen diferentes categorías de humanidad que se han ido construyendo así a lo largo de la historia a merced de los intereses económicos del Poder. Este medidor de humanidad se ha trazado desde las posiciones blancas, ricas masculinas, católicas y occidentales. Todo lo que ha ido alejándose de esta vara de medir ha ocupado posiciones subalternas: mujeres, pobres, racializados, no-católicos... que se han convertido en objeto de violencias específicas. Quien habla de una protección supuestamente igualitaria para nazis, hombres blancos o heteros no es cierto que esté persiguiendo una igualdad, está persiguiendo el mantenimiento de diferentes escalas de dignidad humana.
No obstante, cada vez es más común la banalización del discurso de odio, que parece querer convertirlo en una categoría amplia donde todo quepa en pos de un falso igualitarismo. Esta es la línea de la Fiscalía en sus recomendaciones. Cuestión que tampoco debe extrañarnos teniendo en cuenta que el Derecho Penal en sí nunca ha sido un instrumento efectivo para la conquista de derechos de los grupos vulnerables, sino todo lo contrario. El uso del delito de odio para perseguir crítica política es un ejemplo de esto.
¿Dónde acaba la libertad de expresión y comienza el delito de odio? El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha marcado algunas líneas para contestar a esta pregunta. Las opiniones dentro de los debates públicos, la crítica política, el periodismo, la opinión de los líderes políticos, la sátira y la producción artística están a priori protegidas por la libertad de expresión. Esto es así salvo que estas opiniones denigren o inciten a la discriminación o violencia y puedan generar un riesgo sobre colectivos vulnerables.
Un ejemplo de esta interpretación restrictiva de la libertad de expresión, usando el delito de odio, sería la sentencia que emitió en 2015 el Tribunal Constitucional, cuando negó el amparo a los dos jóvenes condenados por la quema de fotos del rey por considerar que se trataba de un discurso de odio. El TEDH concedió el amparo pues valoró que la acción formaba parte de la crítica política dentro de un debate de interés público sobre la monarquía. La sentencia se anuló pero la lógica restrictiva que la impregna aún no.
Más allá del debate necesario de si el Derecho Penal puede contribuir a la justicia social, que un nazi goce de la misma protección que, por ejemplo, un judío ante un discurso de odio desvirtúa esta protección jurídica específica y de paso apuntala en el imaginario colectivo que ser nazi es una opción que cabe en democracia.
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Pastora Filigrana
Es abogada y activista por los derechos humanos.
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