Tribuna
Esperando a la izquierda
Reflexiones sobre el futuro de un progresismo que se necesita repensar
Lluís Rabell 12/06/2019
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Lluís Rabell (1954), activista vecinal, traductor, músico, militante histórico del PORE y Esquerra Unida i Alternativa y exdiputado en el Parlament de Catalunya por Catalunya Sí Que Es Pot durante el complicado otoño de 2017 (y en especial, durante el dramático pleno de los días 6 y 7 de septiembre), fue invitado recientemente a una de las cenas-coloquio que organiza el Club Còrtum, un foro de izquierdas federalistas en el que políticos e intelectuales de diferentes corrientes debaten sobre temas no vinculados a la inmediata actualidad, en los que se formulan propuestas sobre el futuro político, social, económico e intelectual del país. Hemos pedido a Rabell un resumen de su intervención, en la que esbozaba algunas de las líneas maestras por las que puede pasar la regeneración de la izquierda. Una regeneración en la que, comentó, puede haber lugar para sensibilidades muy distintas. Algo que esa noche quedó apuntado quizás por la elogiosa presentación que hizo de él el exalcalde socialista de Barcelona Jordi Hereu. Esto fue lo que contó.
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Cuando propuse este título para la velada de hoy (6 de junio) no podía imaginar que acabaría siendo tan premonitorio, pendientes como estamos de saber quién será la próxima alcaldesa o alcalde de Barcelona. Pero, permitid que amplíe el foco y empiece citando a un clásico del marxismo. En 1938, cuando Europa y el mundo estaban a un paso de precipitarse en el abismo de la guerra, Trotsky escribía que la crisis de la humanidad se reducía a la crisis de su dirección revolucionaria. Con ello quería decir que el desarrollo de la ciencia, la cultura y la tecnología permitía emprender el tránsito hacia una nueva organización social más justa, equitativa y avanzada. Sin embargo, una serie de inconsecuencias y de errores –a veces también la corrupción– habían malogrado las mejores ocasiones y esfuerzos de las clases populares. El capitalismo se aprestaba a escribir con sangre una nueva página de su violenta historia. Analogía no es identidad. No obstante, salvando todas las distancias, podríamos considerar que la crisis del orden global sitúa de nuevo a la humanidad ante una encrucijada histórica.
Bajo la hegemonía neoliberal, las desigualdades y la concentración de riqueza en pocas manos alcanzan a su vez cotas nunca vistas
En el marco de la globalización, aquello que el marxismo conoce como “las fuerzas productivas” ha alcanzado un crecimiento colosal. Bajo la hegemonía neoliberal, las desigualdades y la concentración de riqueza en pocas manos alcanzan a su vez cotas nunca vistas. A consecuencia de la actividad humana, el cambio climático es ya una realidad que anuncia una crisis ecológica de proporciones devastadoras para la vida en el planeta. En su ensayo póstumo, Capitalismo y democracia, Josep Fontana lo resumía con estas palabras: “El avance imparable del capitalismo, que el desarrollo del movimiento obrero consiguió frenar desde las últimas décadas del siglo XIX, con la Comuna de París como espantajo, y que pareció detenerse entre 1917 y 1975, a consecuencia del temor engendrado por la revolución soviética, ha vuelto a desatarse a partir de las últimas décadas del siglo XX y continúa en el siglo XXI, siguiendo una evolución que recuerda la que se produjo entre 1814 y 1848. (…) El ascenso de un capitalismo depredador prosigue imparable”.
Vivimos, pues, a caballo de una formidable contradicción. Nunca las condiciones materiales, objetivas, del tránsito a una sociedad socialista habían estado tan maduras. Y raramente semejante transición se antojaba tan lejana, ni la inminencia de una catástrofe tan verosímil. El combate feminista nos ha hecho entender que el capitalismo tiene sexo: la opresión de género se revela inseparable de la reproducción del propio sistema y se conjuga con algunas de las formas más deshumanizadoras de explotación, como la prostitución o los “vientres de alquiler”. La crítica de la ecología política nos ha mostrado que la emancipación social es inconcebible sin un cambio en el modelo de producción, distribución y consumo que atienda a las necesidades humanas, haciendo de la humanidad custodia del planeta y de su biodiversidad. Por su parte, las trágicas experiencias del “Siglo de la Revolución” habían hecho patente ya la imposibilidad de hacer realidad ese sueño “en un solo país”.
El capitalismo inició su nueva acometida a mediados de los años setenta, rompiendo los equilibrios sobre los que se había levantado el Estado del bienestar. En 1985, Margaret Thatcher conseguía partir el espinazo a los sindicatos mineros en la que fue la última gran huelga clásica del siglo XX. En Europa del Este, la posibilidad de una regeneración democrática, que acabase con los regímenes burocráticos preservando las conquistas de la economía nacionalizada, se esfumó al ser neutralizada el ala izquierda de Solidarnosc y caer el sindicato bajo la entera tutela de la Iglesia. La URSS acabó hundiéndose en medio de un descrédito general. Y –estos días se cumple el treinta aniversario de aquellos hechos– el Gobierno chino ahogó en sangre, en la explanada de Tiananmen, la esperanza de una revolución política. Desde entonces, el régimen ha tratado de legitimarse a través de un impetuoso desarrollo capitalista que ha situado a China en la pugna de las grandes potencias mundiales.
El siglo XX acabó, pues, proclamando junto a Fukuyama “el final de la Historia”. La socialdemocracia se refugió entonces en el impulso de toda una serie de reformas progresistas en materia de igualdad y derechos civiles. Basta con recordar los avances que llevó a cabo en este terreno el primer gobierno de Zapatero. Hoy, seguramente se recuerdan menos las medidas contra la violencia machista o la legalización del matrimonio homosexual que su gestión de la recesión económica. Pero la ilusión de una“globalización feliz” ya había caído con el estrépito de las torres gemelas desmoronándose en el corazón de Manhattan.
La crisis financiera de 2008 sacudió las metrópolis industriales, cogiendo con el paso cambiado a unas izquierdas debilitadas que se habían quedado sin horizonte. Una debilidad que tenía que ver con las derrotas encajadas
Iraq, Afganistán, las guerras olvidadas de África… los conflictos armados seguían a la orden del día de la geopolítica multipolar. La crisis financiera de 2008 sacudió las antiguas metrópolis industriales, cogiendo con el paso cambiado a unas izquierdas debilitadas que se habían quedado sin horizonte estratégico. Una debilidad que tenía que ver con las derrotas encajadas. Pero también con los cambios inducidos por la internacionalización y la intensificación de los intercambios, propiciadas por las nuevas tecnologías, con su corolario de deslocalizaciones y precariedad generalizada. Las bases materiales sobre las cuales asentaban las izquierdas su influencia en la etapa anterior habían quedado irremediablemente socavadas.
La globalización ha desbaratado la soberanía de los Estados-nación. Sus élites han desertado en buena medida sus viejas instituciones y han ubicado la defensa de sus intereses, de carácter cada vez más especulativo, en la órbita de los negocios mundiales. La crisis hizo entrar en ebullición a las clases medias que, bruscamente, se percataron de la amenaza de decadencia que se cernía sobre ellas. Las izquierdas, que se retrasan en su cita con la Historia, andan muy lejos aún de organizar a sus bases naturales y postularse al liderazgo de la sociedad. He aquí la dialéctica que explica el auge de populismos y movimientos de repliegue nacional.
Es urgente recuperar el carácter de clase de las izquierdas. Y no estamos hablando de ninguna exaltación obrerista –como la que marcó algunas etapas de la Internacional Comunista–, sino de la centralidad del trabajo. El pensamiento posmoderno ha contribuido a difundir el mito de la desaparición de la clase obrera. Pero lo cierto es que la fuerza de trabajo de la cual extrae sus plusvalías el capital nunca ha sido tan numerosa, ni ha representado a una porción tan grande de la humanidad. Por supuesto, las concentraciones obreras han perdido presencia en las viejas naciones industriales. Pero el desplazamiento del centro de gravedad de la producción hacia las nuevas “fábricas del mundo” de China, India y otras potencias ha propiciado la emergencia de un proletariado de una densidad jamás vista. En Europa y América, la dispersión de la mano de obra que permite la digitalización, así como el impacto de la robótica, constituyen un gran desafío para el sindicalismo. Pero hablamos de los problemas de la organización de la clase trabajadora, no de su desaparición.
Las izquierdas siempre han sido plurales. La clave reside en que la confrontación de estrategias sea “virtuosa”: no sólo no debe hipotecar la unidad de acción frente al adversario común
Las clases populares representan un terreno amplio y fértil que puede sustentar distintas tradiciones. Las izquierdas siempre han sido plurales. La clave reside en que la confrontación de estrategias sea “virtuosa”: no sólo no debe hipotecar la unidad de acción frente al adversario común, sino que ha de contribuir al avance general del movimiento. Hay un espacio “natural” para la socialdemocracia y lo hay para la izquierda alternativa; para la sensibilidad reformista del movimiento obrero y las clases medias trabajadoras… y para aquellas otras tendencias que incorporan la hipótesis revolucionaria en su pensamiento y en su praxis transformadora.
El encuentro entre una izquierda de matriz comunista, que ha llegado muy cansada a la cita, y una nueva generación de cuadros formados en los movimientos sociales no está resultando del todo feliz. Las formas “líquidas” de organización y los liderazgos unipersonales, lejos de aportar aire fresco, han reproducido conocidos vicios oportunistas. El populismo le sienta mal a la izquierda. La sustitución de la lucha de clases y sus expresiones, supuestamente desfasadas, por los enfrentamientos entre “la gente y la casta”, “los de arriba y los de abajo”...puede funcionar como fórmula de agitación. Puede incluso conectar con movimientos de revuelta, confiriendo una vida efímera a los “significantes vacíos” de Laclau. Pero nada de eso permite armar un proyecto sólido.
La nueva izquierda deberá repensarse. Y quizás deba “cambiar de montura vadeando el río”. Se avecinan tiempos difíciles. La sombra de una nueva recesión sobrevuela la economía mundial. El próximo otoño, la sentencia que ha de pronunciar el Tribunal Supremo puede desatar otra oleada de indignación independentista. Será necesario gestionar una situación muy tensa. Más allá de la coyuntura, la izquierda deberá definir con claridad el modelo territorial que propugna. Ha llegado la hora de apostar inequívocamente por el federalismo. Es la única perspectiva capaz de responder a los problemas del país y a los desafíos mundiales, pues todos requieren ámbitos de cooperación y soberanías compartidas cada vez más amplios.
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Lluís Rabell
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