Guerra de clases en la Ivy League
La millonaria industria de asesores para el acceso a las grandes universidades de Estados Unidos o cómo formar parte del 1% más pudiente
Owen Davis (The Baffler) 3/07/2019
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Pongamos que te va bien, que estás felizmente casado, que tienes un buen hijo y un sueldo estable de clase media-alta. La pregunta es: ¿qué harías para conseguir que tu hijo pudiera formar parte del 1% más pudiente? O lo que es lo mismo: ¿cuánto pagarías por la posibilidad de acceder a las universidades de la Ivy League (las 8 universidades más prestigiosas de Estados Unidos: Brown, Columbia, Cornell, Dartmouth, Harvard, Pennsylvania, Princeton y Yale)?
Ya has pagado las clases de chelo, los cursos preparatorios, el campamento de tenis y un viaje de voluntario a Guatemala. Pero ahí afuera hay otro millón de idiotas privilegiados que presumen de notas académicas por encima de la media y que también están llamando a las puertas de la misma docena más o menos de universidades superelitistas.
Entonces contratas a un asesor de acceso. Ellos lo hacen todo: te aconsejan en los trabajos de redacción académica, planifican tus actividades extracurriculares, elaboran una estrategia de selección universitaria y hasta proporcionan una somera terapia emocional. Auténticos iniciados en los misterios del acceso a la universidad (la mayoría de ellos son antiguos funcionarios de admisiones) te prometen, sin garantizar que tu hijo entrará en una de las hipercompetitivas universidades de élite, que al menos conseguirán aumentar las probabilidades.
¿El precio? Si eres el padre de un niño de Manhattan, 40.000 dólares por el paquete completo no es algo inaudito. Aunque pudiera sonar ridículo, puede que no sea un mal precio si estudiar en una universidad de élite realmente te facilita el ingreso en el cada vez más próspero 1% más rico.
Antes era un producto que se vendía únicamente a los más obscenamente ricos, pero los asesores universitarios han expandido su mercado para incluir a los ricos a secas, así como a la clase media con aspiraciones. En la última década, sus números se han prácticamente cuadriplicado y han convertido el asesoramiento para acceder a la universidad en una industria valorada en aproximadamente mil millones de dólares en 2018. Igual que los anteriormente exclusivos servicios de tutoría para los exámenes de acceso a la universidad (SAT), con el tiempo se han vuelto algo de rigor y los asesores de admisiones se han convertido en una parte integrante de la adolescencia: un gasto rutinario más para las familias que luchan por impulsar el ascenso de sus hijos, siempre y cuando puedan permitírselo.
Para los aspirantes habituales a las universidades más competitivas, las tarifas varían entre 85 y 350 dólares la hora. Los campos de entrenamiento de fin de semana para los candidatos a la Ivy League pueden alcanzar los 10.000 dólares por barba. Por los asesores más codiciados, cuyos conocimientos de oráculo son tema de conversación en los círculos de Tribeca y en las listas de correo de los barrios de Palo Alto, un paquete multianual puede llegar a los seis dígitos. Para clientes internacionales, las tarifas están por las nubes. Por poner un ejemplo representativo, el grupo asesor Ivy Coach demandó a una familia vietnamita por una factura en litigio por valor de 1,5 millones de dólares. Ya avisan en una contundente muestra de chulería elitista que figura en su página web: “No pedimos perdón por nuestras tarifas”.
Detrás del rápido crecimiento del asesoramiento universitario que le ha hecho llegar a ser una industria multimillonaria se encuentran diversas tendencias preocupantes: tasas de aceptación en caída libre, décadas de interés creciente entre los estudiantes internacionales y matrículas desorbitadas. Y lo que impulsa esta evolución, a su vez, es el poderoso incentivo que se obtiene al lograr la etiqueta Ivy League: recompensas económicas cada vez mayores tras obtener el diploma de una universidad de élite.
Uno de cada cinco graduados de las universidades Ivy-Plus terminan formando parte del 1% más rico
Vista desde esta perspectiva, la locamente sobrecapitalizada búsqueda de sacar ventaja en la melé de las admisiones no es más que una consecuencia natural de la elección racional influenciada por el mercado. A la hora de encaminar a los niños hacia el nivel más alto en la escala de ingresos o hacer que se mantengan en él, no existen universidades que proporcionen mejores resultados que las denominadas Ivy-Plus (las ocho universidades de la Ivy League más las universidades de Chicago, Stanford, MIT y Duke). Uno de cada cinco graduados de las universidades Ivy-Plus terminan formando parte del 1% más rico. En el caso de las universidades menos elitistas, pero que siguen siendo bastante competitivas (por ejemplo Williams o Johns Hopkins), las probabilidades son de menos de la mitad. Y aunque solo sea en ese aspecto, la fantasía liberal de ascenso meritocrático demuestra su validez en el cerrado mundo de las Ivy Plus: cuanto menos rico se es a la hora de ingresar en una de ellas, mayor será el incremento en cuanto a ganancias que uno podrá conseguir a lo largo de su vida. Además, nunca hubo una época mejor para pertenecer al 1%.
Algunos académicos ponen en duda las recompensas exactas que se asocian con la educación elitista, porque podría ser que, simplemente, las mejores universidades sean buenas a la hora de seleccionar a los que ya están destinados a lo más alto de la pirámide, basándose en la riqueza, el talento o en otros determinantes culturales del éxito personal. Sin embargo, en cierto sentido, el origen real de esas cualidades en un potencial estudiante Ivy cuenta muchísimo menos que la impresión generalizada que existe de que las Ivy Plus son el mejor lugar donde enviarlos y donde pueden sacar lo mejor de ellos para que accedan a la rueda del éxito adulto. Para confirmar el poder de esa imagen, solo hace falta hablar con cualquiera de los miles y miles de padres que desembolsan honorarios de cinco cifras para dar ventaja a sus hijos en la carrera por acceder a las universidades elitistas. La ansiedad de las admisiones es la ansiedad de clase.
Para los ricos de cuna, una plaza en la Ivy League significa conservar el estatus: “Hay gente que quiere asegurarse de que sus hijos no bajan de clase, básicamente”, me explica Kara, una consultora que pidió que utilizáramos un pseudónimo para no ofender a su clientela, que incluye a miembros de la realeza de Oriente Próximo y a vástagos de fortunas de empresas multinacionales, además de profesores y peluqueros. “Quieren lo que quiere todo el mundo, que sus hijos puedan vivir al menos tan bien como ellos”.
Por supuesto, la situación es diferente para los padres cuya procedencia es más humilde. A lo largo de sus vidas, es posible que hayan visto cómo los graduados de la Ivy League ascendían rápidamente gracias a la estela que dejan las redes de exalumnos. En su caso, lo que piensan es: “Quiero comprarles a mis hijos el acceso a este sistema en el que tanto me costó ingresar”, comenta Kara. “Si puedo, quiero ayudarles a avanzar más rápido en la partida de Monopoly”.
¿Y quién puede culparles?
Guías para perplejos
Christopher Rim (Yale, 2017) sabe cómo manejarse en el tablero de Monopoly. En su asesoría de admisiones, Command Education, los consultores son recientes graduados de las Ivy. Por asesorar a un selecto grupo de adolescentes sobre cómo conseguir entrar en las universidades de élite, Rim cobra 1.500 dólares por hora. Tiene 23 años.
Como es normal entre los consultores de admisiones, Rim pasa una gran parte de su tiempo gestionando expectativas, afinando listas de universidades deseadas, revisando trabajos académicos y aplacando nervios. Pero la juventud de los consultores del equipo de Command le distingue del resto. Tienen un estilo dinámico de hermano mayor, además de valiosos contactos en los campus.
Rim trabaja con niños que trazan sus estrategias de acceso desde que tienen entre 12 y 13 años
También ofrecen algo extra: crear marca. Los consultores afirman que las universidades no quieren estudiantes con una formación variada, sino clases con una composición variada. El objetivo no es conformar una muestra insípida de estudiantes sobresalientes, sino confeccionar una base estimulante de Malala Yousafzais y Doogie Howsers. Las admisiones no son una especie de selección meritocrática, sino de “ingeniería social”, según las palabras de Kara. Más que aplicar el método Rushmore para elegir actividades extraescolares, los seleccionadores quieren “estudiantes con un talento singular”, según me dijo un asesor, estudiantes que tengan “gancho”.
Rim, que trabaja con niños que trazan sus estrategias de acceso casi desde que tienen entre 12 y 13 años, se dedica a afilar ese gancho. Un cliente de un instituto de Seattle tuvo la idea de juntar calzado deportivo para los niños pobres que no tenían bambas para correr. El trabajo de Rim: “Le ayudé a redactar los emails y trabajé con él para decidir a qué ejecutivos contactar: Nike, Adidas, Asics”. A los pocos días, una de las supermarcas le envió cuatrocientos pares.
Igual que otros consultores con conciencia social, Rim también acepta casos por motivos altruistas. En uno de ellos, un estudiante anteriormente sin techo quería enviar paquetes de aseo personal a los albergues para personas sin hogar: “Le ayudamos a ponerse en contacto con una gran empresa que financiaba de todo y le enviaron cincuenta mil paquetes de aseo personal. Le ayudamos a crearlo, le ayudamos a conseguir cobertura mediática y le ayudamos a llevarlo al siguiente nivel”.
Ese método, según Rim, justifica el precio: “Ayudamos a los estudiantes a elaborar su página web, a elaborar su logotipo, su SEO, a elaborar todo su catálogo desde una perspectiva consultiva”. El resultado: Rim se atribuye un 96% del éxito en conseguir que sus estudiantes (aunque es cierto que son un grupo bastante selecto) entren en al menos una de sus tres universidades preferidas.
Lo que Rim y los otros consultores de primera clase proporcionan es básicamente relaciones públicas. Brian Taylor, director gerente de Ivy Coach, destaca la importancia de la marca: “Cuando nuestros estudiantes entran, es porque los hemos publicitado de cierta manera”, confiesa Taylor. En el mejor de los casos, los funcionarios de admisiones pensaran en los solicitantes “con dos o tres palabras, las que sean que hayamos imaginado”.
Dentro de la industria, Ivy Coach tiene la reputación de no tener complejos a la hora de saltarse los límites, tanto en precio como en métodos. Una publicación del blog de IvyCoach.com garantiza a los posibles clientes que, cuando sus asesores “revisan minuciosamente” los trabajos académicos de los estudiantes, “no dejan ni rastro de su paso”:
Una de las razones de que en Ivy Coach seamos capaces año tras año de ayudar a nuestros estudiantes a entrar en sus universidades soñadas es que un funcionario de admisiones nunca sabrá que nosotros (o cualquier otro que no sea el estudiante) hemos tenido algo que ver en sus trabajos académicos. Esa es una parte muy importante de nuestro ingrediente secreto, un ingrediente que además resulta que está delicioso.
Como es lógico, en la base misma de estos descarados llamamientos por conseguir que adolescentes comparativamente privilegiados parezcan pensadores originales y emprendedores agentes del cambio social reside una inquietante paradoja: subcontratar tus trabajos académicos de estudiante de la Ivy League es probable que conlleve medidas disciplinarias si te descubren.
En ese sentido, era inevitable que el escándalo sacudiera al sector como sucedió con la Operación Varsity Blues, que llegó a oídos del público en marzo entre titulares de que la tía Becky, de la serie de televisión Full House, y el creador epónimo de la marca de ropa de bajo coste de Target, Mossimo, habían estado involucrados en una organización criminal que falsificaba trayectorias deportivas, manipulaba exámenes de acceso, creaba falsas sociedades sin ánimo de lucro y sobornaba con cifras de seis ceros a los funcionarios universitarios. Obviamente, se deduce que algunos famosos como Felicity Huffman y Lori Loughlin se tragaron el argumentario de ventas del cerebro de la operación, que afirmaba que entre la abarrotada “puerta principal” de la admisión normal y corriente y la “puerta trasera” casi inaccesible de donaciones multimillonarias y apretones de manos con la junta de administración, existía una “puerta lateral” para entrar en las universidades, que podría abrirse más fácilmente si se colocaba algo de pasta en el lugar correcto y se tenía una cierta osadía con el Photoshop.
Cabe destacar que la mayoría de los consultores de admisiones son legítimos, aunque sigue existiendo una prominente oferta de actividades complementarias en las carteras de clientes del segmento más adinerado del mercado. La carrera por las admisiones ha hecho que los consultores más destacados pasen de ser expertos a sueldo a ser una especie de hipnotizadores privados para los jóvenes adinerados. El antiguo trabajo académico/viaje misionero a Guatemala ha pasado de moda. Ahora, los padres ultrarricos intercambian historias sobre crear organizaciones caritativas solo para que sus hijos puedan incluir trabajos sin ánimo de lucro en sus currículos; según las habladurías, una familia compró un orfanato en Botsuana como materia prima de un trabajo académico universitario. Si esto es lo que hace falta hoy en día para sobresalir en el superpoblado mercado de las admisiones de lujo, ¿por qué no contratar a alguien?
Mark Sklarow llama a este nuevo tipo de consultoría “servicios de conserjería”. Sklarow dirige la Asociación Independiente de Consultores Educativos, un grupo que se dedica a la abrumadora tarea de conseguir que se mantengan unos ciertos estándares en la profesión. En los viejos tiempos, afirma, los consultores podían animar a un estudiante a que hiciera llamadas para conseguir unas prácticas: “Hoy en día, con este nuevo tipo de servicios de conserjería, la gente lo que hace es decir: te consigo yo las prácticas”.
Claramente, estos entrenadores personales profesionales hacen que sea más difícil para los que carecen de medios abrirse paso en el proceso de acceso a las universidades de élite. Mientras tanto, a los niños de papá este proceso les sirve para comenzar temprano con una de las grandes tradiciones de los ricos: el trabajo caritativo ostentoso y autoglorificador.
Aunque muchas personas dentro de la industria de la consultoría no están de acuerdo con el método de conserjería, en este caso también existe una inquietante paradoja: cualquier intento por arrojar luz sobre lo absurda y excesiva que resulta la pelea por las admisiones solo consigue generar más de lo mismo. Como me comentó Kara cuando estaba esbozando el enfoque que le iba a dar a este artículo: “Los artículos como este forman parte del remolino de ruido blanco”. Sin duda, el alboroto que se produjo tras el escándalo de la operación Varsity Blues hizo que algunos padres millonarios en lugar de abandonar su sueño de ver a sus hijos en universidades excepcionales comenzaran a considerar la opción de la “puerta lateral”.
Hace tiempo que, en el caso de las admisiones en las universidades de élite, arrojar luz funciona más como un fertilizante que como un desinfectante. A comienzos de la década de los 2000, el reportero del Wall Street Journal Daniel Golden publicó una serie de artículos sobre la corrupción que existía en el proceso de acceso, desde políticos que movían sus hilos hasta multimillonarios como Charles Kushner que entregaban sobornos para que sus hijos atravesaran las legendarias puertas de la Ivy League. Entonces es cuando comenzó a recibir llamadas: “Algunos de los suscriptores más adinerados del Journal consideraron que mis artículos no eran tanto de investigación sino un manual de instrucciones”, aclaró Golden, que comentó cómo un “magnate tecnológico” le contactó para que le ayudara a conseguir que su mediocre hija entrara en una de las universidades de la Ivy League.
Esto genera un dilema. Como explicaba Kara: “Tú y tus elaboradas historias me dan trabajo, pero sinceramente preferiría que la gente estuviera menos estresada”. ¿Y, entonces, por qué la gente está tan estresada?
Los seleccionadores
Lógicamente, no es nada nuevo considerar a la educación superior de élite como uno de los principales baluartes de la extendida estructura de clases estadounidense. En 1964, el sociólogo E. Digby Baltzell describió las universidades como “las instituciones más importantes para seleccionar y producir élites” dentro del sistema de castas estadounidense. En un artículo de portada que causó mucho revuelo en The Atlantic el año pasado, Matthew Stewart señaló a las universidades como las culpables del auge de una “nueva aristocracia estadounidense”, mientras buscaba una atalaya de privilegio académico para su hija. En cierto momento durante sus viajes, Stewart visitó a un consultor de admisiones que le recomendó un paquete de asesoría de 12.000 dólares, más 11.000 dólares por un “tour cultural” de Francia para su hija.
De todos modos, cuando hablamos de acceder a la universidad, las reflexiones sobre la clase dejan rápidamente paso a temas más febriles relacionados con las pautas heredadas de la guerra cultural, como por ejemplo la discriminación positiva y las evaluaciones estandarizadas. No cabe duda de que estos temas son importantes, pero también tienden a desviar la atención sobre una verdad mucho más profunda: las universidades de élite están estructuradas, de los pies a la cabeza, para perpetuar el privilegio.
En 1952, Harvard aceptó al 63% de sus solicitantes; hoy en día esa cifra no llega al 5%
Al fin y al cabo, el modus operandi del proceso de admisión es la selección: cuanto más selectiva es una universidad, más alta estará en la clasificación. Y cuanto más alta esté en la clasificación, más estudiantes habrá que quieran entrar en ella. Todo esto alimenta las donaciones de los exalumnos. La asistencia media a las universidades ha subido más de un 20% desde comienzos de la década de 2000, pero las inscripciones en las 10 primeras universidades de la clasificación ha crecido solo la mitad de eso. En esas universidades, la tasa media de acceso pasó de ser de un 20% en 2002 a un 7,7% en 2017. En 1952, Harvard aceptó al 63% de sus solicitantes; hoy en día esa cifra no llega al 5%.
A pesar de unas tendencias que se restringen de forma inexorable, muchas familias blancas todavía siguen culpando a la discriminación positiva. La proporción de estudiantes blancos en las mejores escuelas ha bajado de forma continuada, y está siendo sustituida cada vez más por la población asiática. En ese sentido, los niños blancos con valores liberales se encuentran atrapados en una especie de ambivalencia desconcertante: “Yo siempre les digo a los chicos: ¿sabes cuando quieres ir a un sitio que tenga diversidad?”, explica Kara, “pues las universidades lo consiguen no admitiendo a todos los chicos que son iguales que tú”.
A decir verdad, las cifras sobre diversidad se han quedado atrás en comparación con las estadísticas demográficas. Los estudiantes negros constituían un 15% de los chicos en edad universitaria, aunque solo un 6% de los inscritos en el primer año de universidad en las cien universidades que analizó el New York Times en 2017 eran negros (una brecha que se ha agudizado desde 1980). En las universidades a la cabeza de la clasificación, la proporción de afroamericanos apenas ha cambiado desde 2002. Y los estudiantes latinos también han cedido terreno con respecto a las estadísticas demográficas.
Si los datos muestran algún tipo de preferencia sistemática, es por la riqueza. En las universidades de la Ivy-Plus, hay más estudiantes del 1% que de la mitad menos favorecida. El porcentaje de estudiantes del 1% ha crecido desde comienzos de la década de 2000, mientras que la proporción de estudiantes pobres está en retroceso. En las universidades de Brown, Penn y Princeton, solo los estudiantes del 0,1% superior superan en número a los del quintil inferior.
Estos datos contradicen la creencia de que los procesos de admisión favorecen a los más necesitados, o que la política de “admisiones ciegas” de las instituciones de élite altera realmente su composición socioeconómica. Joie Jager-Hyman, un consultor y antiguo funcionario de admisiones de la universidad de Dartmouth, me explicó que los dos grupos que lo tienen más fácil para entrar son los chicos pobres con buenas notas y los que tienen apellidos que decoran edificios: “Donde creo que resulta problemático y donde muchos chicos buenos se quedan atrapados es en la zona del medio”.
El porcentaje de estudiantes del 1% ha crecido desde comienzos de la década de 2000, mientras que la proporción de estudiantes pobres está en retroceso
Esa imagen de vacío en la zona del medio refleja la historia de la desigualdad estadounidense, aunque no será porque los pobres estén ganando terreno. El porcentaje de niños de renta baja en las universidades de élite está en retroceso. Y el porcentaje de estudiantes en universidades de primera línea que depende de las becas Pell Grants, que son ayudas subsidiadas por el gobierno para los estudiantes de bajos ingresos, es mucho menor que en el resto de universidades. Quizá el adolescente con bajos ingresos que tenga notas superiores a la media en los exámenes siga teniendo una ventaja, pero es más bien la excepción y no la norma.
El residuo superior
El año pasado, el activista antidiscriminación positiva Edward Blum lideró una demanda contra Harvard, en la que alegó que la oficina de admisiones estaba discriminando a los estudiantes asiáticos porque las preferencias raciales existentes iban en detrimento de la población asiática estadounidense. Aun así, de forma reveladora, los hechos del caso apenas si estaban relacionados con la discriminación positiva. Al contrario, las pruebas ilustraban en gran medida cómo Harvard ayudaba a una clase diferente de chicos, principalmente ricos y principalmente blancos: el grupo de los llamados admitidos por herencia. En Harvard, este grupo tiene cinco veces más posibilidades de entrar que los que carecen de vínculos familiares; más del 20% de los estudiantes blancos de Harvard entran de esta manera.
Los dos objetivos principales del sistema son recaudar dinero y complacer a los exalumnos
Una de las principales razones de que los padres desembolsen cuarenta mil dólares para ayudar en el proceso de acceso es que muchos de los puestos principales nunca están en juego. El sistema que los consultores cobran por navegar se diseñó originalmente para conservar la pureza étnica y de clase, y luego se ha arrastrado, prácticamente sin modificaciones, hasta esta época que se califica de meritocrática. Los dos objetivos principales del sistema son: recaudar dinero y complacer a los exalumnos.
En la oficina de admisiones, cada aspirante tiene su propio archivo. Si papá es un exalumno, o mamá una senadora, o el abuelo tiene la costumbre de entregar cheques de gran tamaño a la universidad, se marca el archivo con una señal. Algunos estudiantes señalados entran directos. En otras ocasiones, la señal termina siendo el elemento de desempate entre dos o más aspirantes parecidos. Y por cada plaza que se aparta por cuestiones de dinero y contactos, sube el valor de los consultores.
Pero no siempre fue así. A comienzos del siglo pasado, las universidades de élite admitían a sus estudiantes basándose en un criterio de algún modo verdaderamente meritocrático al realizar exámenes de acceso en latín, geografía y cosas por el estilo. Pero en la década de 1920, el sistema había dejado entrar a demasiados judíos para su gusto. El grupo dominante blanco, anglosajón y protestante reaccionó estableciendo las políticas de acceso que reconocemos hoy en día, desde la herencia, hasta la consideración del “carácter”, pasando por el atletismo en los clubes de campo.
Como está demostrando el juicio contra Harvard, estas tácticas siguen favoreciendo a los blancos y a los ricos hasta el día de hoy. Un investigador descubrió que en 30 universidades de élite, tener familiares que fueran exalumnos triplicaba las opciones de ser admitido; para los hijos de exalumnos, las posibilidades eran ocho veces mayores. A menudo los administradores justifican sus preferencias en vista de las contribuciones que aportan los exalumnos; Harvard defendió durante el juicio su política de herencia con el argumento, expresado con toda franqueza que “depende del apoyo económico de sus exalumnos”. En otras palabras, entrar atendiendo a criterios de dinero o contactos se justifica por los contactos que tenga uno con el dinero.
Cualquier intento que realice una institución de élite por desembarazarse del corsé de la herencia se encuentra con una férrea resistencia. Cuando Yale restringió las admisiones por herencia a finales de la década de 1960, los exalumnos se rebelaron. Entre los que se mostraron en contra estaba William F. Buckley Jr., que protestó porque su alma mater, que anteriormente era “el tipo de lugar donde tu familia iba durante generaciones”, se había convertido en una universidad donde “el hijo de un exalumno, que además acude a una preparatoria privada, tiene ahora menos posibilidades de entrar que un chico del este de Harlem”. Poco tiempo después Yale dio marcha atrás.
El deporte universitario también proporciona un práctico punto de entrada para el dinero de familia. Cada año, las oficinas de admisiones reciben listas de candidatos de los entrenadores de deportes que practica la aristocracia, como por ejemplo el lacrosse y la esgrima. En las universidades de la Ivy League, un 65% de los atletas son blancos, sin contar a los estudiantes internacionales. De todos los atletas de Harvard, que cuenta con jugadores de golf, vela y waterpolo, aproximadamente un 75% son blancos y suelen ser más ricos que sus compañeros.
Por supuesto, el dinero en metálico también puede abrir puertas. Sin embargo, los expertos en admisiones me contaron que hasta los padres más adinerados tienden a subestimar la cantidad que hace falta. No obstante, en caso de llegar a eso, el precio de entrar en una universidad de élite podría llegar a alcanzar los 10 millones de dólares. Solo como información.
El nuevo valor universitario
Lógicamente, no todos los estudiantes tienen como objetivo entrar en la Ivy League. A menudo los consultores trabajan duro para conseguir que las familias miren más allá de las influyentes, aunque ampliamente detestadas, clasificaciones que publica el U.S. News & World Report. Pero igual que los estadounidenses tienden a imitar a sus superiores, las universidades menores no son la excepción. Como la demanda por la educación superior ha crecido, las universidades han ido buscando poco a poco distinguirse haciéndose cada vez más selectivas. Si a esta dinámica ascendente se le suma un 30% de aumento aproximado en las matrículas universitarias en la última década, no es difícil comprender por qué la misma obsesión por las admisiones que fascina a la burguesía se ha apoderado de las clases medias.
La industria de la consultoría ha crecido para satisfacer la demanda. El cliente medio actual es una “familia suburbana de clase media y escuela pública”, según Sklarow, director de la organización sectorial. Los consultores pueden agradecerles el negocio a las oficinas de admisiones: “Esto que estamos viendo (esta época más opaca, más agresiva y que provoca más ansiedad) ha sido orquestado, en parte, por las universidades competitivas”, afirmó Sklarow.
La industria está en la actualidad siendo objeto de una “mercantilización”, explica Sklarow, que ve como aparecen cadenas en una industria principalmente de papá y mamá. Sklarow compara este crecimiento al de The Princeton Review y Kaplan en décadas anteriores, porque son empresas pequeñas que crecieron rápidamente y pasaron a convertirse en industrias multimillonarias de preparación de exámenes.
Entre los emprendedores del sector de las admisiones se encuentra Tom Pabin, un asesor de Kentucky cuyo negocio Class 101 pasó de ser un trabajo voluntario que ofrecía hace veinte años cuando era catequista a ser una red de ámbito nacional con algo más de cuarenta franquicias. Por tres años de asesoría, los honorarios medios suman un total de unos 3.000 dólares. Aunque cobra mucho menos a sus clientes que los consultores en boga de Manhattan, Pabin aclara que su negocio sigue siendo rentable: “Se puede ganar un sueldo de seis cifras. Los dueños de nuestra franquicia principal ganan dos o tres veces eso”.
Pabin también ayuda a su clientela principalmente de clase media a conseguir ayuda financiera, una parte cada vez más fundamental de la profesión. La página web de Class 101 presume de ahorrar a las familias “una media de 200.000 dólares solo en becas otorgadas según el mérito”. Eso, como anuncia orgullosa la página web, supone una rentabilidad de la inversión “increíblemente atractiva”.
Esto nos lleva a una pregunta crucial: ¿vale la pena gastar tanto en consultores de admisiones? Cuando el precio de un título de élite supera los 200.000 dólares, ¿vale la pena dedicar una décima parte a garantizarse el lugar más idóneo?
Quizá, pero vayamos un poco más allá: a grandes rasgos, y sin contar la matrícula, ¿30.000 dólares es un precio prudente por la ayuda para entrar en una universidad de lujo? Pongamos que tienes un 50% de confianza en que un consultor conseguirá que tu hijo entre en la universidad de Brown o Princeton, en lugar de terminar, por ejemplo, en la insignificante universidad de Tufts. Si los estudios están en lo cierto (existe un debate al respecto), el salto a la universidad más competitiva se traduce en un aumento del 6 u 8% en cuanto a ingresos. Súmale eso a toda una vida y 30.000 dólares empiezan a parecer una cifra razonable.
Aunque este cálculo no tiene en cuenta ciertos intangibles muy importantes, sí refleja el compromiso fundamental que los consultores aprecian en los padres, y del que se beneficia con avidez el floreciente sector basado en vivir de las admisiones: “La gente pagará un plus por poder entrar en una universidad de la Ivy League o en una universidad como Stanford o Duke, en lugar de estudiar en una muy buena universidad como la USC”, explica Taylor, un asesor de Ivy Coach. “El coste adicional no es en absoluto descabellado cuando eso significa acudir a una universidad excepcional en lugar de ir a una muy buena universidad”.
¿A qué se debe la subida en cuanto a ganancias? Para empezar, las empresas más grandes utilizan a las alma mater como conveniente medida de valoración del mérito. Las redes de amigos que las universidades de élite fomentan son igual de importantes. La antigua consultora de admisiones elitistas y escritora Lacy Crawford señaló que estas redes son importantes factores de venta para las universidades como su propia alma mater, Princeton: “Esa red abre muchas puertas y por ese motivo las universidades se esfuerzan tanto en conseguir que la gente siga formando parte de esas comunidades”.
Según un antiguo funcionario de admisiones: “Sabes que los amigos que hagas en Harvard van a poder ayudarte en algún momento del futuro. Pero puede que los amigos que hagas en la universidad Lewis & Clark no, aunque sea una universidad perfectamente aceptable”.
Pobres niños ricos
Si tuvieras que edificar desde cero un sistema de educación superior, y solo te dieran dos condiciones: transmitir el privilegio de generación en generación y dar la impresión de estar basado en el mérito, sería difícil mejorar el sistema actual. Sin embargo, si el bienestar emocional de los jóvenes fuera una prioridad, a lo mejor deberías considerar empezar de nuevo.
Los estudiantes en institutos preparatorios privados y públicos de alto rendimiento han sufrido una histórica intensificación de su estrés y desgaste durante la etapa de admisiones. Los orientadores académicos ven cómo los estudiantes preuniversitarios tratan el estrés entre sus compañeros como si fuera una especie de “moneda cultural”. Las investigaciones en salud pública han identificado la ansiedad por las admisiones como una causa de consumo de drogas entre los adolescentes.
Sin duda, los padres tienen gran parte de culpa. Aunque después de una generación de llevar a la baqueta el proceso de admisiones, algunos niños privilegiados ya no necesitan que les empujen: “Los padres se están dando cuenta cada vez más de que esto es una locura y se arrepienten de cómo afecta al sueño de sus hijos, las clases que eligen, sus niveles de ansiedad, etc. Les dicen que les quieren y que les da igual donde vayan”, explica Crawford, la antigua consultora de admisiones de élite. Sin embargo, en la actualidad, algunos adolescentes se han transformado en sus propios opresores y se puede contar con ellos para presionarse a sí mismos: “Los chicos lo han interiorizado y son ellos quienes se vuelven locos”, afirma Crawford.
la histeria por las admisiones de élite tiene un efecto secundario que va más allá del estrés emocional: convertir el privilegio en mérito
A lo que alguien podría responder: buah, pobres niños ricos. ¿Quieres estrés? Prueba a ser pobre. Pero la histeria por las admisiones de élite tiene un efecto secundario que va más allá del estrés emocional: convertir el privilegio en mérito. Los factores que predisponen a los muchachos para el éxito (riqueza, padres con educación, buenas universidades) también apuntan hacia una terrible competición por la admisión. Una creciente rivalidad intraclase está cegando a los chicos con recursos sobre su enorme cantidad de ventajas preexistentes.
Cuando los chicos con conciencia social pasan por la picadora de la admisión a la universidad, puede que su propia conciencia sobre el privilegio del que disfrutan quede diluida ante la expectativa de tener que esforzarse por conseguir una plaza en la carrera de las admisiones. (Esto, recordarán, fue uno de los argumentos que utilizó el juez de la Corte Suprema Brett Kavanaugh para justificarse a sí mismo durante la ferozmente discutida audiencia de confirmación que tuvo lugar el año pasado en el Senado: “Me rompí el culo” para entrar en Yale, se quejó, a propósito de casi nada excepto un sentimiento personal de acoso a su privilegio). Es fácil reconocer la gran diferencia que existe entre tu santuario suburbano y el decrépito barrio del este de Harlem, pero eso no quita que el chico que se sienta a tu lado en la clase de matemáticas te rebanaría el cuello para ser él y no tú quien entre en Columbia.
Y aquí reside otra de las inquietantes paradojas de la cultura de admisión a la universidad. Como consecuencia de un proceso de admisión que proporciona todos los incentivos posibles a los estudiantes para que resalten en sus trabajos académicos un relato de superación personal y victoria sobre las adversidades, Crawford explica que surge “un resentimiento silencioso en todos los ámbitos” entre los que tienen una posición privilegiada y los que no. “En esta carrera, los estudiantes con mejores recursos tienen tantas ventajas que parece broma”, confirma Crawford, “pero es muy difícil explicarle eso a un chico de 17 años que ha hecho todo lo que le han pedido y que de repente tiene la sensación de que no va a ser suficiente, porque no tiene experiencias negativas que aportar”.
Si la admisión a la universidad de élite es un ritual de selección de clase, con una industria especializada de acompañantes privados que gestionan los ritos, entonces esta sería su función psicológica más profunda: inculcar un sentimiento de desierto en la futura clase dominante. Para el hijo de un banquero de inversiones que estudió en la academia Phillips Exeter y que entra en el equipo de remo de la universidad de Yale, la pregunta lógica es, cómo no ibas a entrar en Yale. Y su respuesta será: ¿por qué no le preguntas a todos mis excompañeros que no entraron? Y así debería ser. Quizá protestarán porque se rompieron el culo, o quizá piensen que el sistema en su conjunto es una gran mentira.
A ese sentimiento se sumaría el otro 99,5% de los futuros matriculados, sean o no conscientes de que existe un saludable mercado ahí fuera que está deseando ayudarlos a entrar. La pregunta es si las familias de clase media aceptarán sin rechistar otro gasto importante más como requisito necesario para conseguir alcanzar el sueño americano o, por el contrario, se rebelaran y apoyarán algo parecido a una educación pública gratuita, que es algo que se ha convertido en una especie de prueba definitiva entre los votantes de las primarias demócratas. Lo que resulta revelador es que la mayoría de los funcionarios de admisiones de las universidades privadas consideraran a la universidad pública con matrícula gratuita como una amenaza existencial en una encuesta realizada en 2017. Si termina sucediendo, será responsabilidad únicamente suya. Aunque puedes estar seguro de una cosa: Harvard nunca va a desaparecer.
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Owen Davis escribe sobre educación, dinero y la sórdida confluencia de ambos. Vive en Brooklyn.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
Traducción de Álvaro San José.
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas contribuciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar...
Autor >
Owen Davis (The Baffler)
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