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57 dólares

De cómo la política migratoria estadounidense implica una responsabilidad colectiva

Azahara Palomeque 16/07/2019

<p>Valeria y su padre, migrantes salvadoreños, muertos en el río Bravo.</p>

Valeria y su padre, migrantes salvadoreños, muertos en el río Bravo.

J. R. Mora

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El pasado 8 de junio Trump anunció en twitter un acuerdo con el Gobierno mexicano liderado por Andrés Manuel López Obrador por el que México se comprometía a contener la inmigración hacia Estados Unidos a cambio de evitar la imposición de aranceles. El 10 de junio, lunes, los mercados se dieron la enhorabuena y la bolsa subió un porcentaje nada despreciable. El 11 de junio, martes, como muchas otras mañanas, comprobé las exiguas cantidades de mi plan de pensiones, íntegramente privado, como corresponde a una inmigrante que trabaja en el seno mismo del capitalismo yanqui. Para mi sorpresa, lo que en varias décadas está destinado a componer mi pensión, había aumentado ligeramente, exactamente en 57 dólares. La euforia de los días anteriores incitada por el libre mercado había hecho de las suyas. Torcí la boca a lo Max Estrella, alegrándome, sin embargo, por lo que esa calderilla suponía de avance en mi meta de jubilarme cuanto antes y volverme al país que la crisis me arrebató allá en 2009: España. El 24 de junio, lunes de nuevo, fueron localizados los cuerpos sin vida de Óscar Alberto y Angie Valeria en las agua del río Bravo. Entre los cadáveres de ese padre salvadoreño y su hija de 23 meses mediaban los 57 dólares que gané en plena algarabía bursátil. El dinero, que, cuando se le sigue el rastro, siempre acaba en sangre, se materializaba de repente en dos figuras abrazadas boca abajo flotando en la frontera natural que divide a dos gigantes americanos, uno con mucho más poder que otro. La foto, congelando el tiempo de lo que es una tragedia constante y diaria, actuaba como un revulsivo de mi propia inmigración acomodada; me devolvía las sombras de unos ahorros en los que he depositado una noción de futuro; me revelaba, en su crueldad, los vínculos perniciosos que existen en una economía global entre la vida de unos y la muerte de tantos. 

No es la primera vez que me planteo esta concatenación de factores, a menudo difusa, que aúnan los moderados privilegios de mi existencia y la desgracia de otros. Soy consciente, por ejemplo, de que más de la mitad de los impuestos que pago va a parar al ejército americano y, por lo tanto, de que estoy financiando indirectamente el despliegue de tropas en Afganistán o el funcionamiento de Guantánamo, donde a día de hoy quedan unos cuarenta detenidos. El hecho de que poco pueda hacer para evitar contribuir a políticas con las que discrepo no me torna menos responsable. No obstante, esos 57 dólares –50 euros y 50 céntimos al cambio actual– constituyen un vínculo indefectible entre lo aprobado aquel 8 de junio, sus consecuencias y mi persona. Pasadas las primeras semanas, el Estado mexicano ha enviado más de 6.000 miembros de la recién creada Guardia Nacional a sus fronteras, especialmente a la de Guatemala; ha aumentado en un 33% las deportaciones de inmigrantes; apura el plazo dado por Trump de 45 días para alzarse como el cancerbero del gigante del norte si no quiere aceptar forzosamente su estatus como “tercer país seguro”.

En la práctica, esto implicaría que dejaría de ser nación de tránsito para aquellos que huyen de la violencia centroamericana y se convertiría en destino final: el receptáculo de un colectivo que debería solicitar asilo directamente en México en lugar de hacerlo en Estados Unidos. A pesar de que la medida no ha entrado en vigor, México ya lleva tiempo haciendo el trabajo sucio a su vecino septentrional gracias a la normativa aprobada por el Gobierno estadounidense llamada extraoficialmente “Quédense en México”, oficialmente Protocolo de Protección a Migrantes (MPP en sus siglas en inglés), ratificado en enero y cuya ampliación forma parte del nuevo acuerdo. Dicho protocolo establece que los inmigrantes solicitantes de asilo deben esperar la resolución de su caso en territorio mexicano, lo cual los priva directamente de derechos básicos recogidos en la Constitución gringa y el corpus jurídico internacional, como el principio de no devolución, que prohíbe retornar a refugiados a un país donde podrían ser perseguidos por motivos políticos, de raza, religión o nacionalidad. Dada la violencia sistemática que sufren los inmigrantes en la frontera, también del lado mexicano, es difícil justificar unas medidas que son sólo legales en cuanto que habitan las zonas grises de todo sistema jurídico y las implementa el país más rico del mundo. 

La tergiversación jurídica para imponer el terror

La ley guarda intersticios capaces de ser trucados y un componente arbitrario que, frecuentemente, depende de la voluntad del funcionario de turno. La política migratoria yanqui es kafkiana: un día Josef K. se levanta y descubre que ha sido detenido por motivos que nadie conoce; a partir de ahí comienza su viacrucis por el aparato disciplinar del que ha sido víctima sin cometer delito aparente. La burocracia extiende tentáculos insospechables y, del mismo modo que la culpa se difumina en borrosas transacciones bancarias y planes de pensiones automatizados, también lo hace la habilidad de dar muerte que poseen las instituciones sin que existan responsables directos, aunque cada uno de los implicados en el proceso detente el poder para convertirse en “pequeño soberano”, como diría Judith Butler. En el dédalo corrompido de una legalidad que es asimismo alegalidad, Estados Unidos lleva meses practicando un sistema denominado “metering”, por el cual a los migrantes no se les niega explícitamente el derecho de asilo, sino que se les obliga a esperar transformados en número, integrantes de una eterna lista en la que nunca llega su turno. Como analiza la periodista Alice Driver, Óscar y Valeria fueron partícipes y presos de esa espera antes de que el padre optara por lanzarse a las aguas fluviales de la frontera con su familia. La voluntad individual, última y determinante, dirige toda la responsabilidad hacia ellos, a pesar de que existan circunstancias que hayan influenciado una decisión, prácticamente la única factible. No sorprende, de todas formas, la foto (más bien impacta). Tampoco lo hace una política que se sirve de esa tergiversación jurídica para lograr imponer el terror de manera impune: conservamos en la memoria las imágenes de Abu Ghraib, centro iraquí de torturas, y aquéllas del Campo X-Ray en Guantánamo, atestado de detenidos encerrados en lo que a todas luces se asemeja a una perrera, siguiendo la guerra total proclamada tras el atentado a las Torres Gemelas. Dicha base militar fue elegida entre un sinnúmero de localizaciones posibles debido a su confuso estatus como territorio cubano, adquirido mediante manipulación colonial, controlado por la jurisdicción americana pero sin estar sujeto a la misma. 

A falta de sorpresa, es necesario atribuir a la fotografía nuestro recuerdo de los hechos, y también las limitaciones a que se está sometido cuando sólo se aprehenden los fenómenos a partir de la imagen, como aseguraba Susan Sontag. La segunda lección de la ensayista norteamericana está clara en el inconsciente colectivo: la fotografía siempre evoca una fotografía anterior, y hay patrones a seguir a la hora de contar una historia, también de manera visual. No es casual que Óscar y Valeria evoquen la última respiración del pequeño Aylan, refugiado sirio retratado hace tres años reposando en su lecho arenoso de muerte. Ambas instantáneas muestran a unos sujetos cuyo rostro ha sido total o parcialmente ocultado, tendidos boca abajo en el agua que los ahogó, inertes pero dispuestos para la vida en parte porque se conoce la injusticia que dio lugar a su fin. Si de Aylan se dijo que daban ganas de despertarlo para llevárselo a comer un helado, la disposición de los cuerpos, aún brindándose afecto en ese abrazo post mortem en el caso de los inmigrantes salvadoreños, indica una resurrección que se sabe imposible pero cuya potencialidad alimenta la empatía. Irónicamente, el juego cromático de azules y rojos apunta a una bandera que aún ondea tras la resaca patriótica del 4 de julio y cuya fuerza deletérea es imparable. Pero es preciso recolectar pistas y seguir el rastro de la corriente o el oleaje para detectar la presencia de 57 dólares a pie de urna. El dinero, antes oro o cobre, ahora es ceniza. 

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Azahara Palomeque (El Sur, 1986) es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, Madrid y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para CTXT, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.  @Zahr_Bloom

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Azahara Palomeque

Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton.   Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.

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