Política en la era de los datos
La gestión del ‘big data’ y las redes, factores clave de la sociedad actual, debe ser objeto de un debate político
Karin Pettersson (Social Europe) 4/09/2019
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Es imposible cambiar el mundo sin entender las fuerzas que le dan forma. La era digital irrumpe en nuestras economías y socava los fundamentos de la democracia liberal. Entender estos desafíos de nuestros tiempos es, pues, una tarea clave para los partidos y políticos progresistas. Para hacer que el cambio sea posible, éstos necesitan reflexionar profundamente –y plantear soluciones– a tres problemas principales.
La máquina de ira
El primer problema es que el discurso público se define, cada vez más, por la ira.
La política es un afluente de la cultura, como dijo célebre (y correctamente) el propagandista de derechas Steve Bannon inspirándose en Antonio Gramsci. Marcar la agenda significa tener el poder real. Hoy día, por llevar el argumento un paso más allá, la política es más bien un afluente de la tecnología.
Las ‘redes sociales’ optimizan las emociones fuertes, promueven y amplifican contenidos que se ajustan como un guante a las teorías de la conspiración y el odio contra las minorías y, en general, avivan el miedo y la rabia. Los mecanismos de la máquina de ira que han creado las ‘redes sociales’ han sido descritos de sobras, pero sus implicaciones políticas han sido subestimadas.
Escribiendo para The Guardian, Suketu Mehta expone convincentemente el odio generado contra los inmigrantes que está impulsando y definiendo la política europea. Lo que se deja es que hubiera sido mucho más difícil –por no decir imposible– infundir el miedo a esta escala y velocidad sin los algoritmos de las ‘redes sociales’ que maximizan la ira. Los mecanismos subyacentes se describen con detalle en un reciente reportaje de The New York Times sobre los efectos de YouTube en la política brasileña.
El contraargumento es que esta intolerancia dista de ser nueva en Europa y que hay otras importantes fuerzas dando forma a su política, como son la desigualdad y una reacción contra la globalización. ‘Las redes sociales’ no crean el racismo o el populismo de derechas que ha triunfado en las elecciones, como en Brasil, de la nada.
No obstante, como han señalado Cas Mudde y otros, el éxito de la extrema derecha procede no tanto de un incremento en la demanda de ciertas ideas políticas, sino, más bien, de los partidos y otras organizaciones que las proporcionan a los votantes en un contexto en el cual dichas ideas (‘inmigración’, por ejemplo) despuntan mientras otras cuestiones (como la distribución de la renta) han perdido visibilidad. Y un discurso público sofocado por el miedo y el odio sólo hará que las ideas de la derecha sean más dominantes. Es más, animará a otros partidos a copiar sus políticas y marcos discursivos, como han hecho ya algunos en el centro-derecha e incluso en el centro-izquierda.
El efecto amplificador de las ‘redes sociales’ en la política es real y mucho más grave de lo que se suele considerar. Para aquel –ya sea de izquierdas o derechas– que desee movilizar a la gente alrededor de cualquier otra cosa que no sea el miedo y el odio, esto debería ser una de las principales causas de preocupación.
El ganador se lo lleva todo (‘Winner takes all’)
El segundo problema es que los monopolios están amenazando la innovación y la democracia.
Pocos políticos se dan cuenta como debiera ser de que no sólo unas pocas compañías controlan el espacio informativo, sino que estas corporaciones también –por la fuerza solo de su tamaño– minan la competición y obstaculizan la innovación en sectores vitales de la economía.
La economía digital no funciona como los mercados convencionales. Las enormes ganancias debido a la escala, los fuertes efectos de red y el papel que juegan los datos crean ventajas a los grandes actores del sector. Esto, combinado con una regulación y supervisión débiles en los Estados Unidos, donde tienen estas empresas sus sedes, ha creado las condiciones para que las compañías más grandes y poderosas de la historia de la humanidad puedan seguir medrando.
Hay un riesgo real, y cada vez mayor, de monopolios de la información produciendo un efecto depresor sobre la productividad y la innovación, contribuyendo a una economía donde el ganador se lo lleva todo, donde los accionistas de los gigantes tecnológicos son las únicas personas que prosperan. Y, como la historia ha mostrado –incluyendo la anterior fase de la ‘plutocracia’ estadounidense que motivó la legislación ‘anti-trust’–, los monopolios y la concentración excesiva de poder empresarial se convierten, con el paso del tiempo, en una amenaza a la democracia.
Una de las pocas políticas que se ha dado cuenta de las implicaciones políticas y económicas del surgimiento del monopolio es la comisaria europea de Competitividad, la danesa Margrethe Vestager. Su trabajo anti-trust ha sido innovador, y no sólo debido a las multas que ha impuesto a Google y Apple. Más importante aún es la defensa de Vestager de una manera diferente de pensar la relación entre las empresas y los consumidores, y sobre cómo deberían organizarse los mercados digitales siguiendo una tradición política liberal (en el sentido europeo del término), donde el derecho de los consumidores a elegir debería ser tenido en cuenta, y no únicamente los derechos de las empresas.
Es vital que el argumento que Vestager ha expuesto sea protegido en los próximos años, y aún más, que los partidos y políticos progresistas refuercen y desarrollen las políticas de competitividad y anti-trust.
La supervivencia de la democracia
En tercer lugar, la propiedad de los datos es clave en la redistribución y la soberanía.
Una parte cada vez mayor del valor en la economía actual se crea a partir de los datos. Una buena parte de la información (aunque no toda) se extrae de la actividad humana. ¿Quién controla este recurso? ¿De quién es propiedad? ¿Cómo debería distribuirse este valor? Hoy los gigantes tecnológicos se apropian de la riqueza creada como renta tras haber establecido las reglas del juego. E incluso si Vestager está haciendo un buen trabajo, la política de competitividad y la aplicación de la legislación anti-trust es insuficiente para gestionar este desafío.
La cuestión de la propiedad de los datos debería ser un punto de debate central para los progresistas. Algunos argumentan que los datos deberían considerarse como trabajo. En ese caso, el valor creado debería devolverse, al menos parcialmente, a quien lo produce.
Otra manera de contemplar los datos es como infraestructura pública. La ciudad de Barcelona ha experimentado con la noción de un ‘común de los datos’, tratando los datos producidos por la gente, sensores y dispositivos como un recurso compartido sin restricciones de derechos de propiedad, para que pueda ser usado por todos para innovar.
La cuestión de la propiedad de los datos es clave no sólo para la supervivencia, sino también para la prosperidad y la soberanía de Europa. La primera fase de la digitalización ha estado liderada casi de manera exclusiva por EEUU y China, y ahora tienen una amplia ventaja en lo tocante a Big Data e inteligencia artificial.
Como ha señalado el exministro de Asuntos Exteriores alemán Joschka Fischer, ésta es una de las cuestiones más importantes a las que se enfrenta la nueva Comisión Europea. Los europeos deben decidir quién posee los datos necesarios para alcanzar la soberanía digital y qué condiciones deberían prevalecer sobre su recopilación y uso.
No hay respuestas simples
Cómo se organizan los mercados digitales conformará nuestras sociedades en las próximas décadas.
Las cuestiones presentadas en este texto no tienen respuestas fáciles. Cómo deberían resolverse depende, entre otras cosas, de los valores y la ideología. Sin embargo, hoy hay una ausencia aterradora de debate político sobre estas cuestiones tan importantes. Y es una vergüenza, porque la era digital podría ser una oportunidad para los progresistas para crear mejores condiciones de redistribución e innovación, para la igualdad y la innovación. La política necesita volver a ir contracorriente para modelar democráticamente esas condiciones en vez de dejar que sean los monopolistas quienes las definan.
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Este artículo se publica gracias al patrocinio del Banco Sabadell, que no interviene en la elección de los contenidos.
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El original en inglés se publicó en Social Europe. Traducción de Àngel Ferrero.
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Karin Pettersson (Social Europe)
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