Tribuna
El liberalismo autoritario de Macron
Las políticas del presidente francés reflejan una concepción darwiniana de la sociedad, en la que los exitosos merecen apoyo y los perdedores, control y represión
Guillermo Arenas 16/12/2019
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Hace ya varias semanas que un frente de contestación contra la reforma de las pensiones sacude Francia. El jueves 5 de diciembre, día de huelga general, entre 800.000 y 1,5 millones de personas salieron a la calle en manifestaciones por todo el país. Desde ese día, la empresa de transporte público parisina (RATP) y la empresa de transporte ferroviario (SNCF) han paralizado su actividad, provocando cientos de kilómetros de atascos para acceder a las grandes ciudades. Otros funcionarios como los docentes o los trabajadores de las principales refinerías de petróleo también participan en las protestas.
Esta situación, inimaginable en otros países, está lejos de ser inédita en Francia, una sociedad cuya historia de las movilizaciones sociales es particularmente densa. Desde las grandes huelgas de 1936 hasta ahora, los funcionarios y los trabajadores han sabido organizarse de manera masiva para enfrentarse a medidas concretas, a reformas que claramente tenían como consecuencia (y a menudo como finalidad) la degradación de sus condiciones de vida y de trabajo. Sin embargo, hay algo diferente en el ciclo actual. La reforma de las pensiones, que Emmanuel Macron defendió durante la campaña electoral de 2017 para diferenciarse de la derecha, aún no era conocida de forma detallada. Se tenían, por supuesto, algunos elementos y se conocía su espíritu, pero sus condiciones precisas de aplicación solo fueron desveladas el 11 de diciembre por el primer ministro, Edouard Philippe. Es más, el jefe de gobierno planteó, tras sus anuncios, que seguía abierto a negociaciones con los sindicatos.
Esto sugiere que el proyecto del Ejecutivo de reformar las pensiones no es lo único que explica este ciclo de movilización masiva. Lo que saca a las calles y lleva a la huelga a cientos de miles de personas es la oposición hacia algo mucho más amplio y que se puede caracterizar, de manera vaga pero muy significativa, mediante algunos de los eslóganes que se escuchan desde hace años en este tipo de protestas: “Contra el aeropuerto de Notre-Dame-des-Landes y su mundo”, “contra la reforma laboral y su mundo”, “contra la reforma de las pensiones y su mundo”. Se trata, para retomar una expresión usada por los fundadores de Podemos en aquella época remota en la que querían encarnar el cambio, de un vasto movimiento destituyente. No solo pretende oponerse a una medida en particular, sino que pretende enfrentarse a toda una manera de concebir el individuo, la sociedad, el medio ambiente y la economía. El movimiento de los chalecos amarillos, robustecido por las movilización huelguista, no pretendía oponerse a otra cosa.
Macron gobierna para una sociedad de ganadores, sin entender que también hay gente que solo quiere vivir decentemente
Ante este amplio movimiento destituyente, claramente heterogéneo y sin un plan de salida específico, se consolida un poder que algunos intelectuales (por ejemplo, Grégoire Chamayou) califican de “liberalismo autoritario”.
Esta fórmula, construida sobre un oxímoron, caracteriza un fenómeno que ofrece dos dimensiones: una dimensión sustancial, manifestada por una visión del individuo, y una dimensión formal, que transmite una visión y una praxis de los procesos de cambio.
Desde el punto de vista sustancial, la visión del individuo que transmiten las políticas fiscales, presupuestarias y las diferentes reformas llevadas a cabo por Macron parece ser comparable a aquella que animó las reformas de Thatcher en Reino Unido hace cuarenta años.
Por un lado, se encuentran los winners, los exitosos, “los primeros de la cordada” como dijo textualmente Macron usando una metáfora alpinista. Hacia ellos conviene dirigir una batería de medidas que les permitan realizar sus ambiciones de enriquecimiento económico, sobre todo a través de la renta. En ese objetivo se enmarcan tanto la supresión del impuesto sobre la fortuna como la instauración de una flat tax (tasa única) para los ingresos del capital o la creación del crédito competitividad-empleo, mediante el que las grandes empresas pueden reducir considerablemente su carga fiscal a cambio de crear puestos de trabajo… ¡Sin que ningún control y ninguna sanción hayan sido previstos por la reglamentación legal!
En el otro lado se sitúan los demás, los perdedores, los vagos, “los que no son nada”, según otra fórmula textual del presidente. Según esa visión, estos necesitan que se les sacuda, moverse, buscar trabajo más rápido y trabajar más tiempo por menos dinero. De este modo, el proyecto de reforma de las pensiones, por ejemplo, consiste en pasar de un sistema por repartición a un sistema por puntos, como en Suecia. En el primero, los activos actuales financian las pensiones actuales y estas se calculan sobre la base los mejores sueldos obtenidos durante toda la carrera profesional. En el segundo, se cotiza a lo largo de la vida activa para obtener un conjunto de puntos que, convertidos en euros, permiten determinar el valor anual de la pensión. De este modo, se recompensan las carreras más largas (cuanto más se cotice, más puntos se acumulan), las trayectorias con mayor movilidad (cambiar de empresa y de sector) y, sobre todo, el gobierno se guarda la posibilidad de bajar el nivel de las pensiones rápidamente, modulando el valor del punto. De hecho, esto fue lo que ocurrió en Suecia tras la crisis de 2008, provocando una tasa actual de pobreza entre los jubilados dos veces mayor que la que existe en Francia (7,5% contra 14,7%). La idea de que las pensiones puedan servir como mecanismo de reducción de las desigualdades acumuladas a lo largo de la vida activa se encuentra, por supuesto, muy lejos del proyecto del ejecutivo.
Macron gobierna para aquellos que pueden, sin el apoyo de la colectividad, elegir el empleo que les guste, tener mayor movilidad profesional, contar con más ingresos que la media, acumular capital. Gobierna para una sociedad de ganadores, sin entender que también hay gente que solo quiere vivir decentemente y trabajar hasta una edad razonable porque no pudo estudiar ni elegir su empleo o porque este es muy exigente físicamente. Algunas sociedades andinas califican esto con el concepto de “buen vivir”, que contiene a la vez la sencillez y la potencia de las nociones que vienen de muy lejos.
Finalmente, sobre el plan formal, la visión de los procesos de cambio que transmite el presidente es cada vez más autoritaria. Las reformas se encadenan y, a la manera de una apisonadora, no dejan tiempo para la reacción. Además, conllevan un discurso terriblemente infantilizante y moralizador hacia aquellos que no tienen el estilo de vida o las aspiraciones de “primero de cordada”. Y cuando la oposición se organiza, como los chalecos amarillos, la respuesta represiva es brutal. A principios de este año, solo dos meses después del inicio de este movimiento de protesta, el periódico Mediapart contabilizó dos muertes, 24 lesiones oculares graves, cinco manos arrancadas por granadas y 315 heridos en el cráneo. El uso de las pelotas de goma, que tanta polémica produjo en España, se ha disparado de manera absurda. Más de 13.000 pelotas, consideradas como armas de guerra cuando Francia las exporta, han sido lanzadas sobre los manifestantes desde el principio de la movilización de los chalecos amarillos.
El sistema político semipresidencial francés permite al ejecutivo, apoyado en una mayoría parlamentaria sólida, gozar de una capacidad de acción sin punto de comparación con la que puede tener el gobierno español, cuando haya uno. Tal vez por eso, la contestación en la calle y mediante los sindicatos parece tan importante, porque en Francia las instituciones se encuentran sometidas al proyecto político de un solo hombre.
Esto no debería hacernos pensar, sin embargo, que España se encuentra a salvo del liberalismo autoritario. Las muestras que está dando, desde hace varios meses, la derecha nacional de su desprecio por el Estado de las autonomías y del pluralismo político que representa nos llama a ser vigilantes.
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Guillermo Arenas
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