El Ministerio
Una modesta desesperación
El autor prescindible es legión, y sostiene a los renombrados
Francisco Solano 22/12/2019
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No haber sido invitado a este congreso me procura una indómita libertad de la que carecería de haber sido invitado. Ya ven que comienzo con una frase que recurre al estribillo (en su principio y en su final), con el adverbio de negación en primer lugar. Bien está hacerlo así, supongo, porque traigo el «no» como el rey destronado la ausencia de corona. Debo decir, mal que me pese, que soy un autor prescindible. No siempre ha sido así, o mejor, hubo una época en que creí que no era así, pero el tiempo es implacable (una frase también prescindible). No tengo dotes para hacer resonar un nombre y mi obra no suscita otra temperatura en el aire. Digo que soy «un autor prescindible» tras advertir la pereza de los lectores con mis libros, y lo digo con todas las letras (por eso lo repito), aprovechando el resquemor de no haber sido invitado. Trataré, no obstante, de hacer una digna representación.
Hoy ningún libro es anónimo; los editores lo expresan con contundencia: «¡Necesito un autor!». Quieren decir que no aceptan un libro huérfano
La consignación de «prescindible» somete la singularidad a lo común. Hay muchos escritores, aunque la mayoría la engrosa los que no publican; por lo demás, es más ordinario no escribir que, como se decía antes, sudar tinta. De ahí, tal vez, que los escritores invitados no descarten, en su intervención, disolver en lo posible la amenaza de lo prescindible. Para ser escritor se necesita (todavía) publicar libros; sin embargo, de poco sirven los libros si el autor no se somete a la ley (curiosamente no escrita) de la publicidad. Hoy ningún libro es anónimo; los editores lo expresan con contundencia: «¡Necesito un autor!». Quieren decir que no aceptan un libro huérfano (el autor es la parte visible del iceberg). Hay que suponer que los escritores invitados a un congreso son necesarios, y ahí están, conmemorándose a sí mismos.
Un congreso de literatura, también llamado festival, es un episodio de exaltación y redundancia. ¿De qué? De autores, por supuesto. Se ha producido un extraño fenómeno. Los libros literarios, quiero decir la literatura ha perdido estatuto social y complejidad (no es la primera vez, pero tiene visos de ser la última) y, a modo de compensación, el autor ocupa mayor espacio; ocupa, sin sobresalto (al contrario, con resarcimiento), la extensa porción incautada a la literatura. Esto no sería bueno ni malo si, en su proyección pública, despegándose de su propiedad, el autor remitiera a su obra, donde hay que suponer que el libro dice lo que quiere decir. Sin embargo, para ser accesible, se repliega a la síntesis, o más bien a la abreviatura del tema del libro, y el moderador, inmerso en la función didáctica, no pierde ocasión de recubrir la obra con un lustre de accesibilidad a conveniencia del público. El propósito trasluce un orden que se apaña bien con los tópicos del oficio de escribir, y de ello se deriva que, para facilitar la comunicación, muchos escritores traigan el humor preparado para no resultar problemáticos. Este espíritu preside, en general, los congresos literarios, tan animosos y saludables.
No se vea en mi condición de autor no invitado animadversión o destemplanza hacia los congresos literarios. He asistido a unos cuantos con mucho fervor; el beneficio que obtiene la inteligencia es inmenso, si bien la perplejidad anda a la par. Perplejidad porque no parece, en contra del criterio más extendido, el lugar más idóneo para fomentar la personalidad. La figura del escritor, si se pudiera delimitar, no dejaría de estar compuesta de trazos borrosos y sombras que excluyen una fisonomía nítida. Nítidos son los actores, los cantantes, la gente que abunda en las revistas del corazón. Un autor no tiene cuerpo. A un escritor la excesiva iluminación lo perfila con una concreción que hay que presumir sospechosa. Siempre queda la duda de que el autor que habla en un congreso sea el mismo que ha escrito el libro. Duda, por otro lado, muy recomendable, pues obliga a poner más atención a sus palabras. La perplejidad comienza, justamente, cuando el discurso no se distingue de una conversación vecinal, perdiendo así por momentos autoridad. Es el inconveniente del comercio, que hace peligrar el estatuto del autor si su empatía no estimula la compra de libros con su nombre en la cubierta. De modo que un congreso es una estrategia publicitaria para que los invitados remonten la cifra de ventas.
Se ensalza al caballo ganador; en los boxes quedan las monturas que han llegado a la meta detrás de las ancas del campeón.
En realidad, en un congreso se habla de aliciente literario. La literatura como energía. La literatura como combustible para la introspección y la movilidad. Con la introspección se revela la notoriedad que sostiene al escritor y la movilidad que enciende el combustible nos permite conciliar pensamiento, imaginación y asombro. Nada más provechoso que un autor haciendo apología de la condición del escritor. Inquieta, sin embargo, verlo reclamar una atención considerada exigua; lo más insidioso, sin embargo, es no reparar en que la exposición pública ridiculiza su lamento; convertido el autor en oráculo, necesita que las instituciones culturales (vamos a llamarlas así) lo provean de un estrado donde difundir la escasa incidencia social de la literatura, considerada una de las bellas artes. Y es sabido que una institución cultural se prodiga con la redundancia de lo previamente asimilado. Porque (aquí pulsamos una cuerda de la lira), ¿cuándo la literatura, con excepción del folletín, hoy reemplazado por las series televisivas, ha incidido abiertamente en la vida de la gente? Para incidir necesitaría sedimentarse; hoy el ciudadano no encuentra la pausa para leer (pausa que no se contempla en sus derechos), y excuso decir qué esfuerzo colectivo habría que hacer para cosechar una ferviente mitología literaria. El tiempo tendría que detenerse en su misma espalda, y tal vez entonces, si la lectura fructifica, una novela podría incorporarse al acervo con un designio de perdurabilidad. Hoy todo es tan vertiginoso que una novela tiene un promedio de vida de tres meses, tirando por lo alto. El asunto, sin embargo, no es el promedio; el asunto es que, en un mundo en que lo literario se mezcla con el entretenimiento, la lectura se superpone y realza su visibilidad en la misma maquinaria de producción de otros objetos de distracción. Sin embargo, eso ratifica la noción de existencia que necesita un autor. Se ensalza al caballo ganador; en los boxes quedan las monturas que han llegado a la meta detrás de las ancas del campeón.
Así que el autor prescindible es legión y sostiene a los renombrados. No se puede hablar del autor prescindible sin contaminarse de insuficiencia. ¿Con qué crédito alzar una voz que se suma a una fratría inmovilizada, compuesta de desconocidos? Su registro es la tachadura, la invalidez, y no podría pedir audiencia sin violentar su condición. De modo que mi intervención apócrifa se ve también inhabilitada, y por ese lado no hay ninguna recepción. Nadie debería, por tanto, leer esta ponencia.
En efecto, nadie la ha leído.
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