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El ser humano empieza a ser libre cuando aprende a decir no. No es la más rotunda de todas sus palabras; más rotunda aún que el sí, porque en el sí puede caber un pero que ponga condiciones a la aceptación; en cambio, no es no. Es la palabra con la que queda declarada la rebeldía; la palabra con la que comienza la conquista de la libertad y, en ocasiones, la de la dignidad.
¿De dónde viene, en realidad, el no? ¿Qué lo provoca y qué lo fundamenta? ¿Contra qué se dirige? Todo no proviene del impulso de establecer un límite: de oponerse a una voluntad que trata de imponerse sobre otra. Todo no es una toma de partido: una negación que, simultáneamente, afirma y defiende lo que queda dentro de la frontera que establece. Si lo que salvaguarda el no es una voluntad, defiende la libertad; si lo que salvaguarda, en cambio, es un valor, defiende, además, la dignidad.
Detengámonos, por un momento, en esta reflexión sobre la libertad y la dignidad, antes de seguir adentrándonos en la rebeldía. La libertad, en su estado más puro, defiende sobre todo la voluntad de obrar, por lo que entraña un peligro inherente, no siempre fácil de advertir: que, dejada a su antojo y llevada al extremo, la libertad suprima la justicia y los valores. A partir de cierto punto, la libertad de cada uno conquista su terreno a costa de la ajena, por lo que su mejor aliado puede llegar a ser la fuerza. La fuerza es, en efecto, el no más extremo que establece los límites de la libertad, y la pugna entre las libertades dejadas a su antojo termina instituyendo el imperio de la ley del más fuerte. En este contexto –poco deseable, pero ratificado reiteradamente por la historia–, el concepto de “rebeldía” se aviene fielmente a su sentido etimológico latino de re-bellum, de responder a la guerra con más guerra, de constante conflicto de intereses en nombre de la libertad saldado por la fuerza.
A partir de cierto punto, la libertad de cada uno conquista su terreno a costa de la ajena, por lo que su mejor aliado puede llegar a ser la fuerza
Hay algo, sin embargo, en la conciencia, que nos dice que esa rebeldía no conduce a un estado de equilibrio y de paz: porque la libertad que otorga va unida a la injusticia, porque no es otra cosa que un pulso de egoísmos, y porque sus conquistas sólo durarán lo que dure la fuerza. Algo nos dice, pues, que hay una rebeldía distinta a la de responder con más guerra a la guerra: una rebeldía de raíz diferente, cuyo anhelo no es ampliar la propia libertad de forma indefinida, sino ganar y proteger un territorio donde pueda existir la dignidad y la justicia. Tal rebeldía nace del insufrible sentimiento de indignación ante lo injusto, no del deseo frívolo de ver cumplida siempre la voluntad de uno. Tal rebeldía afirma la existencia de un misterioso respeto entre los hombres, recóndito, intuitivo, previo y ajeno al que impone la ley. Tal rebeldía es un no que defiende valores, no intereses; una acción de ruptura que aspira sin embargo a la consecución de un orden frente a la crueldad de lo arbitrario; un elemento de civilización, en suma, porque no existe más civilización que la que une a los hombres contra el abuso y la barbarie. Esa rebeldía, como actitud, se aviene sin saberlo a su nombre griego de ἐπανάστασις (< ἐπανίστημι), de volver a ponerse de pie, de levantar algo caído: es la indignación que aspira a reparar la dignidad violada, la rebeldía que aspira a limitar la libertad y la fuerza para que pueda darse la justicia. De ésa hablaremos hoy, en homenaje a Albert Camus.
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Durante largos siglos y en casi la totalidad de las culturas, el fundamento último de la justicia estuvo remitido a la divinidad. De ese modo, la ética fue para muchas sociedades la mera acatación de un código moral de conducta fijado en mandamientos, en prácticas o en leyes cuya bondad tenía como garantía incuestionable el origen divino. Hijos de este principio son el absolutismo y el dogma: el poder terrenal sancionado por el celestial, y el monopolio de la verdad puesto en manos de los administradores de la fe. Y así como la libertad absoluta no deja espacio para la existencia de valores, la existencia de valores absolutos ha suprimido siempre, de manera simétrica, el espacio para la libertad.
Haciendo de Dios un juez celoso de la observancia de tales valores, las religiones dogmáticas cometieron todas su mayor pecado: ejercer la justicia en el nombre de una divinidad incognoscible. Los repetidos crímenes de sus representantes en la Tierra –príncipes y clero– y la desconcertante conducta de Dios –inexplicable en muchas ocasiones a los ojos humanos de nuestro instinto de justicia– fueron alimentando progresivamente el conflicto entre los hombres y la llamada “justicia divina”; y, llegado el momento, queriendo deshacerse del juez, hubo revoluciones que acabaron por “matar a Dios”.
Así, abolido el origen divino del poder terrenal, los valores se vieron forzados a encontrar un nuevo fundamento. Esta vez aquí, como un asunto entre nosotros. El redescubrimiento de la soberanía popular por algunos filósofos de la política ofreció una esperanza para la fundamentación de la justicia, pero pronto nuevas formas de absolutismo y de terror vinieron a asentarse sobre la tinta, fresca aún, del Contrato social de Rousseau. En esa caída del fundamento ético desde el cielo hasta el suelo, el desprecio de la moral clerical y burguesa se tradujo para algunos en el desprecio de toda reivindicación moral y en la proclamación de la Historia como relato de sucesivas formas de dominación y servidumbre, carente de principios deontológicos. Es decir, en su caída, la ética llegó, en algunos momentos, hasta el nihilismo: una visión del mundo que, asumiendo el mal de la Historia, acabó justificando nuevos sistemas de opresión totalitaria.
En regímenes menos extremos entre el absolutismo teocrático y las revoluciones totalitaristas, el parlamentarismo decimonónico, el republicanismo moderno y las constituciones liberales fueron reconociendo en sus textos valores y derechos para el conjunto de la sociedad, pero entregaron el poder político a la alta burguesía y a los oligarcas, consolidando poco a poco el escenario de una engañosa ficción democrática en la que, sutilmente, la ética tiende a confundirse con el derecho, la justicia con la ley, la legitimidad con el voto y los valores con los intereses del poder. En esa ficción –abramos bien los ojos– vivimos hoy.
Descartados, pues, los intereses del poder, el nihilismo y la divinidad como fuentes de las que manan los valores, el desafío ético de descender a por su fundamento legitimador hasta lo más profundo de la conciencia y de aquilatarlos con libertad en la reflexión y en el diálogo se convierte, como ahora veremos, en una tarea humanista y rebelde.
Esta actitud de rebeldía en nombre de lo humano se asienta en el convencimiento de que los destinos no están establecidos, de que nos corresponde a nosotros conformarlos
Es humanista, porque la ética –entendida no como acatación de un código moral establecido (cualquiera que éste sea), sino como ejercicio crítico y responsable de la libertad– es un ejercicio humanista, que necesita del cultivo de nuestras cualidades de raciocinio y juicio, de nuestra sensibilidad y de nuestra empatía, de nuestra facultad de comunicación, de nuestro interés por el conocimiento y la virtud, y que, en última instancia, apuesta por la capacidad del ser humano para elegir lo bueno atendiendo a razones que se fraguan en su propio interior.
Y es rebelde, porque el humanismo del que hablamos, más aún que el cultivo de unos conocimientos y unas cualidades para crecer haciéndonos mejores, ha sido siempre una actitud de resistencia frente a la hostilidad del hombre con el hombre.
Esta actitud de rebeldía en nombre de lo humano se asienta en el convencimiento de que los destinos no están establecidos, de que nos corresponde a nosotros conformarlos, y de que el egoísmo y la fuerza se hacen con el poder para usurparnos esa potestad. La rebeldía sabe que el poder se legitima con enorme frecuencia sobre un relato interesado, tendencioso o falso, y para desenmascararlo busca la verdad: por eso la verdad es siempre subversiva. La rebeldía distingue el interés del valor, distingue la justicia de la ley, conoce que la legitimidad es mucho más que el voto, y aprecia el derecho pero no admite nunca que éste ocupe el lugar de la ética. La rebeldía sitúa los valores en un lugar más alto que las leyes, pues sabe que las leyes no son sino el intento, siempre perfectible, de que los valores lleguen a hacerse realidad. La rebeldía cree en la desobediencia cuando las leyes faltan contra los valores que han de legitimarlas, cree en la desobediencia colectiva y reivindicativa como llamada al diálogo para buscar nuevo consenso sobre la legitimidad moral de la ley, y asume convencida que las leyes nunca mejorarían si no hubiera personas valientes con altura moral y sentido de la justicia superiores a los del derecho en vigor.
La rebeldía, a diferencia de la revolución, no aspira a imponer desde arriba una idea cerrada del bien; aspira a ir conquistando, desde abajo y desde dentro, terreno para el bien; a ir definiéndolo entre todos conforme al interés común. Aspira a explorar el espacio intermedio entre las pretensiones de la libertad y las de la justicia, y a hallar un equilibrio cada vez más perfecto entre ellas, sabiendo sin embargo que es dinámico y nunca podrá estar definitivamente conseguido.
La rebeldía, a diferencia del totalitarismo y la revolución, traslada el respeto de los valores y las leyes del campo de la fuerza al campo de la convicción –es, en esto también, un empeño humanista–, pues sabe que la verdadera legitimidad tiene su base en la voluntad común y en el consenso, mientras que la “legitimidad” de lo impuesto por la fuerza termina en cuanto ésta declina, o en cuanto sucumbe ante otra mayor. La convicción pone a su favor la voluntad del otro, generando en él una fuerza interior aliada que, nutrida por razones que comparte, sustenta por sí misma la acción; la coacción, en cambio, tiene como enemiga la voluntad del otro, y, si esta última cede, es por debilidad, por necesidad, acaso por prudencia, pero nunca por convicción. Por eso, la rebeldía contra lo impuesto por la fuerza es siempre un acto cargado de legitimidad.
La rebeldía busca su legitimidad en la conciencia: esa fuerza interior del ser humano para indagar en busca de la verdad –indagar a conciencia–, esa extraña fuente de certeza que llevamos dentro y a la que no podemos oponernos sin la perturbadora sensación de estar faltando contra nosotros mismos, negando una justicia íntima que se expresa en nosotros y que sabe muy bien si mentimos o no.
La rebeldía como actitud humanista puede ser rastreada a través de los siglos en multitud de gestos –de hombres y de mujeres– unidos tanto al éxito como al fracaso; o, por mejor decir, recompensados unas veces por la victoria plena, y otras, muchas de ellas, por una victoria tan sólo moral. Esta actitud de rebeldía tiene una historia larga y humilde, pero existe al menos desde el remoto día en que Homero comenzó la búsqueda de lo que constituye la dignidad humana, y no ha dejado de existir desde entonces.
Sobre esta dignidad, común a todo ser humano, nuestro homenajeado Albert Camus dejó una reflexión que es a la vez una clara advertencia: “Si los hombres no pueden remitirse a un valor común, reconocido por todos en cada uno de ellos, habrá que concluir que el hombre resulta incomprensible para el hombre: el hombre en rebeldía exige que tal valor común sea reconocido claramente en él, porque sospecha o sabe que, sin ese principio, el desorden y el crimen reinarán en el mundo”.[1] Yo añadiría ahora, para concluir, que el reto eterno de la actitud humanista como actitud de rebeldía es identificar en el conjunto de los seres humanos un denominador común irrenunciable, delimitarlo con una línea roja llamada Dignidad, hacerlo respetar, e ir ampliándolo a fuerza de conquistas frente al egoísmo.
El futuro del hombre se encuentra amenazado por él mismo. La perversión a la que habremos de enfrentamos mirando hacia el mañana no será ya la secular explotación del hombre por el hombre, sino algo más terrible todavía: la silenciosa indiferencia del hombre hacia el hombre, la condena del grueso de la humanidad a la marginalidad de un sistema pensado para satisfacer el egoísmo de unos pocos. La alternativa a esa perversión se llama rebeldía consciente. El ser humano no puede realizarse plenamente sin libertad, justicia ni recursos, y la rebeldía que hoy necesitamos no tiene otro objetivo que lograr que esos bienes vitales existan para todos.
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Intervención de Pedro Olalla, en acto compartido con Samantha Novello, en homenaje a Albert Camus el 26 de abril de 2019.
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Pedro Olalla
Es autor, entre otros libros, de Grecia en el aire. Herencias y desafíos de la antigua democracia ateniense vistos desde la Atenas actual (Acantilado, 2015), Historia Menor de Grecia. Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos (Acantilado, 2012) y Atlas Mitológico de Grecia (Lynx Edicions, 2002), y de las películas documentales Ninfeo de Mieza: El jardín de Aristóteles y Con Calliyannis. Reside en Grecia desde 1994 y es Embajador del Helenismo.
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