Lectura
Camus, extranjero en Mallorca
Franco Mimmi 23/09/2015
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A pesar de un inmenso afecto y admiración hacia su madre, Catalina Sintes Cardona, cuya familia era originaria de Menorca, cuando Albert Camus vino a Baleares, visitó únicamente Mallorca e Ibiza. Era el verano de 1935 y Camus, futuro aclamado autor de El extranjero, futuro premio Nobel, tenía apenas 22 años, y le acompañaba su mujer Simone Hié, una actriz nacida también en Argelia, que había birlado a un amigo, el poeta y escritor Max-Pol Fouchet, también argelino, y con la que se había casado en junio del año anterior. Simone era una chica guapa al estilo vampiresa y en 1934 Albert había escrito para ella El libro de Melusina, una colección de cuentos fantásticos que no presagiaba nada bueno porque Melusina es una figura medieval legendaria cuya verdadera naturaleza el marido descubre el día que la ve desnuda: una mujer con cola de serpiente. La cola de serpiente de Simone era su adicción a la morfina y su tendencia al adulterio por lo que en 1936 el matrimonio terminó. Tampoco se puede culpar a ella totalmente, considerando la actitud de él la víspera del matrimonio: “Tengo ganas de casarme, de suicidarme o de abonarme a L’Illustration. En resumen, un gesto desesperado…”.
El viaje a Baleares fue el primero que hizo en su vida fuera de Argelia y nunca regresó a España aunque le dedicase muchos de sus escritos
El viaje a Baleares fue el primero que hizo en su vida fuera de Argelia y nunca regresó a España aunque le dedicase muchos de sus escritos. En 1935, por ejemplo, publicó una obra teatral titulada Révolte dans les Asturies escrita con tres amigos del Théatre du Travail d’Alger (que de hecho lo definieron “ensayo de creación colectiva”), en la que se describe la insurrección de los mineros asturianos de 1934 y la sanguinaria intervención del ejército decidida por el gobierno de centro-derecha. Otra obra de teatro, Estado de asedio, de 1948, se desarrolla en Cádiz y se refiere evidentemente a la dictadura franquista. Y en un artículo publicado en 1958 y titulado Lo que debo a España escribió: “Amigos españoles, somos en parte de la misma sangre y yo tengo con vuestra patria, su literatura y su pueblo, una deuda que jamás se extinguirá”.
Pero es en Amor de vivir, uno de los ensayos recogidos en la colección El revés y el derecho publicada en 1936, donde Camus volcó sus todavía vivos recuerdos del viaje a Baleares. Había recorrido Mallorca a lo ancho y a lo largo, había ido, como todos, a Valldemossa y a Sóller, había explorado en Palma el Castillo de Bellver y el claustro de San Francisco, las estrechas calles del barrio de la catedral, los cafés (“de noche en Palma la vida fluye lentamente hacia el barrio de los cafés cantantes, detrás del mercado”), y había recibido una impresión, más bien una emoción tan fuerte como para escribir: “Es posible que jamás otro lugar que no sea el Mediterráneo me haya transportado a un tiempo tan lejano y tan cercano a mí mismo. De aquí venía, sin duda, mi emoción en los cafés de Palma. Pero a mediodía, por el contrario, en el desierto barrio de la catedral, entre los viejos palacios de frescos patios y escaleras que huelen a sombra, lo que me llamaba la atención era la idea de una cierta ‘lentitud’. En las galerías, ancianas señoras estáticas. Caminando junto a las casas, parándome en los patios llenos de plantas y de columnas redondas y grises, me disolvía en aquel olor de silencio, perdía mis confines, no existía nada más allá del sonido de mis pasos, o del vuelo de los pájaros cuya sombra se proyectaba desde lo alto de los muros todavía soleados”.
Es posible que jamás otro lugar que no sea el Mediterráneo me haya transportado a un tiempo tan lejano y tan cercano a mí mismo
Se puede pensar que ni el mismo Camus se percatase de que lo que había escrito salía de lo profundo de su ser, y durante mucho tiempo no quiso que El revés y el derecho se reimprimiera, pero luego, unos veinte años después de la primera edición, salió una nueva con un prólogo. En éste, el autor remachaba que el estilo de su juvenil ensayo le parecía “desmañado”, pero añadía que para él, “el valor testimonial de este librito es notable,” y que “hay más amor auténtico en estas torpes páginas que en todas las que le han seguido.” Si alguien lo duda, bastará que continúe leyendo: “Pasaba también largas horas en el pequeño claustro gótico de San Francisco. Su columnata fina y preciosa brillaba con ese hermoso amarillo dorado que en España tienen los monumentos antiguos. En el patio, laureles rosa, falsos árboles de pimienta, un pozo de hierro forjado donde colgaba un largo cucharón de metal oxidado. Los paseantes bebían con él. A veces, todavía recuerdo el rumor claro que hacía al caer sobre la piedra del pozo”.
Y aquí la prosa que su autor definía “desmañada” alza el vuelo, la física de la descripción se hace metafísica, la materia se transustancia en sentimiento puro: “Todavía no era la dulzura de vivir lo que me enseñaba aquel claustro. En el batir seco del vuelo de las palomas, en el inesperado silencio que se recogía en medio del jardín, en el chirrido aislado de la cadena del pozo, yo encontraba un sabor nuevo y todavía familiar. Me sentía lúcido y sonriente frente a este juego único de las apariencias. Este cristal donde sonreía el rostro del mundo, me parecía que un gesto lo habría quebrado. Algo se habría deshecho, el vuelo de las palomas moriría y cada una de ellas caería lentamente sobre sus alas desplegadas. Solo mi silencio y mi inmovilidad hacían plausible lo que parecía una ilusión. Entraba en el juego. Sin engañarme me prestaba a las apariencias. Un hermoso sol dorado calentaba dulcemente las piedras ocres del claustro. Una mujer sacaba agua del pozo. En una hora, un minuto, un segundo, quizás ahora mismo, todo podría derrumbarse. Y sin embargo el milagro continuaba. El mundo duraba, púdico, irónico y discreto (como algunos aspectos dulces y esquivos de la amistad de las mujeres). Un equilibrio se mantenía, teñido sin embargo de la aprensión de su propio fin. Allí estaba todo mi amor por la vida: una pasión silenciosa por lo que quizás se me escaparía, una amargura bajo una llama. Cada día dejaba aquel claustro como fuera de mi ser, inscrito por un breve instante en el curso del mundo”.
Es un himno a una cierta civilización, a una cierta belleza que quizás en toda su vida Camus, que moriría con apenas 46 años en un estúpido accidente viario --el reventón de un neumático y el choque contra el único árbol de toda la carretera, en perfecta sintonía con la absurdidad de la vida que había teorizado en su obra--, sólo encontró y gozó plenamente en aquella breve vacación en Baleares que le había llevado a escribir: “Entonces comprendí lo que en verdad podían darme países como este. Siento admiración por el hecho de que a orillas del Mediterráneo todavía se puedan encontrar certezas y modos de vida, satisfacción para nuestra razón…”.
Pero para un gran admirador de lo femenino, un auténtico homme à femmes como fue Albert Camus (y por favor no lo traduzcan con el vulgar “mujeriego”), la frase final adecuada es esta: “Hay mujeres, en el barrio de Génova, cuya sonrisa he amado durante toda una mañana. No volveré a verlas y, sin duda, nada es más sencillo. Pero las palabras no bastarán a expresar la llama de mi nostalgia”.
Mallorca, la isla de los escritores. Franco Mimmi. Lampi di stampa, 2015.
A pesar de un inmenso afecto y admiración hacia su madre, Catalina Sintes Cardona, cuya familia era originaria de Menorca, cuando Albert Camus vino a Baleares, visitó únicamente Mallorca e Ibiza. Era el verano de 1935 y Camus, futuro aclamado autor de El extranjero, futuro premio Nobel, tenía...
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