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Hace más de 9000 años que nos tapamos las caras con máscaras. Son objetos neutros, pero no neutrales; esconden nuestra identidad, nos protegen, nos transforman en otra cosa. Conmemoran a nuestros muertos y protegen a nuestros vivos. Se emplean en la religión y en su hermano, el teatro. Las llevan los terroristas y los superhéroes. Nos conceden, a la vez, un gran poder y una gran responsabilidad. Y esta, en una pandemia menos que nunca, no termina en uno mismo.
Las máscaras en el espacio público comienzan a ser obligatorias; por ley. También teníamos hasta ahora –como muchos otros países– legislación que prohibía su uso, notablemente en protestas y manifestaciones. La ambigüedad define a la máscara; con ellas puestas, uno se convierte en un anónimo, con todo lo bueno o lo malo que conlleva. Quizás sea por esto que las máscaras son una de las muestras de religiosidad más antiguas del mundo; denotan que alguien tiene conciencia de su propia identidad, tapándola y convirtiéndola en otra. Un chamán con máscara de leopardo encarna las virtudes de este. Dionisio, el dios enmascarado, tapa su rostro con el proposon, un término que indica tanto la cara como la máscara, del que se derivan nuestras “personas” y “personalidades” y del que escribió bellamente nuestro Martínez no hace tanto. Las máscaras son también la resistencia ante la eternidad. No sabemos qué cara tuvieron Tutankamon o Agamenón, pero podemos ver sus máscaras mortuorias en un museo. Los romanos poderosos también paseaban las de sus difuntos. Las máscaras en la historia podrían dar para un libro; qué caramba, han dado para varios. Escribió sobre ellas Nietzsche, y la sagrada trilogía de estudiosos de la cosa mitopoética, formada por Jung, Eliade y Campbell. Este último incluso tituló su Libro Gordo de Petete de la mitología mundial Las máscaras de dios.
Pero las máscaras que ahora nos ocupan tienen poco que ver con la divinidad, algo menos con el teatro, y más con la protección. Son herederas de la careta picudas de los médicos de la peste, que les permitía mantener la distancia con los infectados de las pandemias mientras las hierbas de su interior les protegían del hedor. En su variante moderna, aparecen en los quirófanos en 1897. Primero son de tela, hasta dar paso en los sesenta a las de papel que anteceden a las nuestras.
No sé si se habrán fijado ustedes, pero en las manifestaciones de la kale borroka las que se han visto son más bien recias, con una válvula en el lateral. Pertenecen, seguramente, al tipo ffp3, las que se requieren para un uso continuado en un entorno hospitalario, aunque solamente protegen a quien las lleva, y son más peligrosas para los demás. La válvula sirve para expulsar el aire (en caso de que su usuario, por ejemplo, tenga problemas respiratorios). Si uno no es asmático, pongamos por caso, no son necesarias para salir a la calle, por muy hiperventilados que actúen sus dueños en las manifestaciones. Aunque la dualidad de la máscara, también está en un sector del borjamarismo, el que copia todo cuanto le llega del trumpismo caspa. Un grupo humano que considera la mascarilla una imposición, y un ejercicio de libertad el no ponérsela, igual que no se han puesto nunca un preservativo, o jamás se han privado de reclinar su asiento en un avión.
Leía que diversos estudios apuntan a que los hombres son más reacios que las mujeres a ponerse la mascarilla. Estos estudios vendrían a señalar que hay un cierto pudor por parte de los hombres respecto a taparse la cara. Cierto es que el patriarcado ha codificado con facilidad pasmosa mediante religión o hegemonía cuándo debe taparse o destaparse el cuerpo de una mujer, pero sospecho que no van solo por ahí los tiros. Hace más o menos una década se popularizó el término “manspreading”, para explicar por qué algunos hombres tendían a ocupar el espacio de los asientos contiguos en los bancos compartidos. El desuso o mal uso de las mascarillas es una tragedia de los comunes en la que pierden las mujeres y los grupos de riesgo. Llevar mascarilla no nos protege, protege a los demás. Es otro contrato social, algo que hacemos por los demás con la esperanza de que hagan también por nosotros. Y pocas imágenes más claras de los males de nuestra sociedad que la de un masquirulo a cara descubierta ocupando el centro de una calle estrecha.
El problema es que obligar a llevar mascarillas en el espacio público, como siempre, es una injusticia si no tiene en cuenta a determinados grupos que no pueden llevarlas, y si no se garantizan a un coste asequible para la mayoría de la población. Además, está el siempre espinoso tema de la discrecionalidad de la norma, que como una máscara legal, permite tanto los abusos de quienes deben controlarla como de aquellos que tienen que cumplirla.
Desde tiempos de la infame Margaret Thatcher, esa gorgona (¡otra máscara!) que decía que “no existe la sociedad sino los individuos”, la derecha ha secuestrado para sí la lucha por las libertades que, oh ironía, conquistó la izquierda. Esta, en cambio, ha renunciado a luchar por el “frame” del deber cívico con los demás. Hemos comprado demasiado a menudo la idea de que las libertades individuales, siempre tan sexys, suplían a las responsabilidades colectivas, cuando ambas eran la dos caras de lo mismo. Dos injusticias opuestas no se anulan entre sí, pero por cada vez que alguien le ha chillado desde un balcón a un trabajador esencial fuera de su horario, hay, como mínimo, otras tantas personas que se han tenido que morder la lengua –ahora, antes, y durante la noche de la historia– contra los pequeños tiranos, esos cuyas máscaras son a lo sumo unas ffp3 con válvula de escape. Seamos mejores que todo eso.
Hace más de 9000 años que nos tapamos las caras con máscaras. Son objetos neutros, pero no neutrales; esconden nuestra identidad, nos protegen, nos transforman en otra cosa. Conmemoran a nuestros muertos y protegen a nuestros vivos. Se emplean en la religión y en su hermano, el teatro. Las llevan los...
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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