ADELANTO EDITORIAL
¿Por qué no tenemos respuesta a la covid: atrapados en ‘Westworld’?
Las empresas desean con fervor transformar su negocio en un Parque Jurásico o un Westworld y tener cautiva a toda una población y determinar su patrón de consumo y de gasto
Rubén Juste de Ancos 28/10/2020
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Todos tenemos en mente numerosas imágenes que retratan un cierto futuro, pues en ello ha puesto indudable empeño el cine La nueva clase dominante y las novelas clásicas de ciencia ficción. En la actualidad son muchas las películas de este género, pero pocos autores pueden presumir de alcanzar el éxito con una misma historia camuflada bajo distintos títulos. La serie Star Trek evoluciona, pero tiene unos mismos personajes y una misma icónica nave. Star Wars cuenta con personajes emblemáticos, el mundo Jedi y el Imperio. En el caso del polifacético Michael Crichton, podríamos trazar una línea de conexión en varias de sus novelas que se desarrollan con una idea básica: empresas y científicos que juegan a ser Dios. Una idea desarrollada en el guion de Westworld, Congo o en Jurassic Park, todas ellas fenómenos de taquilla que han catapultado a Crichton al Olimpo del technothriller.
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La película Westworld, con guion y dirección de Crichton, aborda en cierta medida la clásica dicotomía platónica entre el mundo de la ignorancia –la caverna– y el mundo del conocimiento y la luz –el de las ideas–, que tan felizmente retrataron Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas o Miguel de Cervantes –de forma más psicótica– en El Quijote. Pero el creador de aquel mundo incorpora un aspecto moderno interesante: siempre son empresas las que diseñan el mundo del autoconocimiento –los parques temáticos–, siempre con un objetivo no desvelado –comerciar con los datos y el material del parque– y entrando en contradicción con las necesidades de sus trabajadores y clientes.
Westworld se estrenó en 1973, cuando las películas de vaqueros comenzaban su declive tras el apogeo de los años sesenta. En ella retrataba un parque con temática del lejano Oeste formado por androides (junto a otros parques, como el medieval o el romano), donde se podía disfrutar de toda la acción, muerte, destrucción, entretenimiento, sexo y libertad asociados a aquella época, sin la preocupación de tener que morir de un disparo. La empresa propietaria, Delos, captaba a los clientes con el reclamo de una experiencia inolvidable solo al alcance de unos pocos. A esa película le siguió una serie del mismo nombre en los años ochenta (Beyond Westworld), y en 2016 Jonathan Nolan y Lisa Joy recuperaron la historia para relanzarla de nuevo en la plataforma HBO.
Por lo general, las historias cinematográficas sobre un posible mundo paralelo suelen evitar hablar sobre un trasfondo empresarial y organizativo. En Matrix, el enemigo son robots que se han rebelado en un futuro lejano para dominar al ser humano, pero sin que se conozca su modo de organizarse. En El show de Truman, se sabe que es un programa de televisión determinado por la propia audiencia, sin que aparezcan la empresa y sus intereses. A Crichton, por el contrario, le obsesiona retratar cómo una empresa puede crear un mundo a su antojo y las contradicciones que ello encierra. Por eso se distanciaba de los clásicos dilemas de la Guerra Fría en el cine que situaban el peligro en el botón nuclear en manos de ambas potencias. En cambio, para el autor de Westworld, es en la empresa capitalista donde se encuentra ahora el conflicto ético clave.
El mundo real se ve desplazado cada vez más por un mundo virtual que consume cada vez más tiempo y espacio
El escritor veía una contradicción inherente en la traducción de todo el potencial científico y tecnológico a un proyecto empresarial (de consumo), lo que podía ocasionar una peligrosa sinergia entre las necesidades y demandas del cliente, del accionista, de los gestores y de los científicos y técnicos involucrados. En este esquema, el científico se halla en la peor posición, al ser el creador de un mundo de dudosa base moral, pero que ha de continuar funcionando para beneficio de la empresa, de sus accionistas y de su potencial mercado. Todos recordamos a los científicos de Jurassic Park, sobrepasados por las terribles consecuencias de su creación, que termina por devorarles.
En Westworld no solo se refleja la posibilidad de realizar nuestros deseos más íntimos, un mundo paralelo donde poder hacer todo lo que uno no puede hacer en este. Las empresas desean con fervor transformar su negocio en un Parque Jurásico o un Westworld y tener cautiva a toda una población y determinar su patrón de consumo y de gasto. Los primeros que lo entendieron fueron los creadores de estas historias, es decir, los principales estudios cinematográficos de Estados Unidos, que construyeron parques temáticos por todo el mundo –sin que muchos hayan resultado rentables– para extender la marca de la empresa y rentabilizar a los personajes de sus icónicas películas. Con sus diferencias, es un modelo de negocio que se extiende a grandes superficies, resorts y otros establecimientos donde los consumidores están encapsulados en un edificio y la disposición de las tiendas, establecimientos y productos se entremezclan con atracciones de ocio para estimular el consumo. Ambos crecen con un urbanismo «comercial» que emerge con el florecimiento del consumo de posguerra en los años cincuenta, con el objetivo de lograr una venta directa al mayor número de consumidores.
Los parques de Disney son un ejemplo de un mundo físico temático orientado al consumidor. Pasear por sus parques es incompatible con no encontrar adorable algún peluche de Pluto o Mickey y aceptar pacientemente la espera en una larga cola cargado de un sinfín de recuerdos para tus allegados más queridos. El esquema es rentable –al menos para Disney– pues los parques reportan más ingresos que el negocio audiovisual de la compañía; en ellos incluyen souvenirs, hoteles, restaurantes, golf y un largo etcétera. Un modelo de consumo orientado al ocio que tratan de replicar los distintos empresarios de internet y de las nuevas tecnologías.
Pero más allá del fenómeno de la publicidad y el consumo dirigidos según un espacio diseñado para ello, lo que Crichton temía era una tecnología audiovisual cada vez más presente en dispositivos móviles que fuera controlada por una o dos empresas. Como consecuencia, estas tendrían un conocimiento exhaustivo de los clientes e información privilegiada de todo competidor potencial. Era otra forma de ver estos parques temáticos y su configuración, con un conocimiento del funcionamiento y objetivos ocultados al consumidor y al resto de actores involucrados (Estado, trabajadores, etc.). Algo similar ocurre cuando uno se adentra en una ciudad desconocida y abre la aplicación de mapas en el móvil; aparece otra realidad frente a uno: restaurantes, tiendas, monumentos, personas, posibles citas. Nosotros elegimos las preferencias del filtrado, pero no vemos el ingente trabajo de configuración de prioridades basada en la elaboración de patrones por el algoritmo, la publicidad dirigida o las alianzas corporativas entre plataformas. Nuestro papel en la aplicación es evaluar los comentarios y puntuaciones proporcionados por la aplicación y seleccionar las prioridades y los criterios de búsqueda. La base del negocio es la información asimétrica: el cliente no conoce el modelo de negocio que hay detrás de la aplicación, y la empresa conoce nuestras preferencias; a cambio obtenemos un mapa virtual que simplifica el espacio y nos orienta según un esquema comercial.
Todos los proyectos de Google se entrecruzan con el fin de almacenar los miles de recuerdos que tenemos y con ello poder generar una anticipación al comportamiento y una memoria externa
Esta realidad muestra también la escasa distancia física entre las grandes empresas y los clientes. No hace mucho, estas se introducían en nuestra vida diaria cuando acudíamos voluntariamente a un parque temático o a un centro comercial; o involuntariamente, al verlas anunciadas en un cartel en la carretera, en el andén del metro, al fijar la vista en el volante, al escoger un producto o en un anuncio de televisión cuando la encendíamos. Pero siempre había un descanso cuando nos encontrábamos a solas con nuestros pensamientos. Hoy, apenas hacen falta unos pocos minutos para que el pensamiento se materialice en un ansioso movimiento de brazo, que desenvaina bruscamente el móvil del bolsillo, cual vaquero un revólver, para ojear las novedades de las redes sociales o para comprobar que aquel pensamiento, fuese lo lujurioso que fuese, pueda realizarse. De este modo, el mundo real se ve desplazado cada vez más por un mundo virtual que consume cada vez más tiempo y espacio.
Inicialmente, Microsoft aspiró a aprovechar este potencial con una omnipresencia en el mundo virtual, fuera a través de Windows como «ventana» de entrada a cualquier ordenador, o con Internet Explorer, que te abría la puerta de internet. Años después, otras empresas disputan ese trono. Google, cuya ambición es proporcionar una aventura similar al de un parque temático –aunque con una infraestructura menor– es la plataforma que actualmente da acceso a más servicios: Android para el móvil; YouTube, para vídeos y música; o Google Maps, para el callejero. Facebook, en cambio, se postula para dominar la comunicación virtual y sustituir el tradicional teléfono fijo y las históricas compañías de telecomunicaciones. En el contexto de la pandemia global, Amazon apuesta por ser la plataforma elegida por las empresas para el trabajo a distancia a través de la plataforma en nube AWS (Amazon Web Service), y dominar el comercio minorista y de contenidos a través de Prime.
Hoy, Westworld parece una simple metáfora y un proyecto futurista, pero tiene ya ciertos proyectos embrionarios. «Imagina que la línea que separa lo real de lo virtual dejara de existir», reza la presentación de realidad aumentada de Apple, que superpone toda clase de objetos e información a aquello que ve la cámara móvil. En tiempos de coronavirus, Apple se ha apresurado a sacar al mercado las Apple Glass de realidad aumentada. En este periodo, también HP junto a Microsoft y Valve hicieron pública su alianza para crear las nuevas gafas de realidad virtual de última generación. Facebook ostenta el liderazgo en este sector desde que empezó a comercializar gafas de realidad virtual, las Oculus, en 2014. En diciembre de 2019 anunciaba el lanzamiento de Facebook Horizon, una plataforma multijugador de realidad virtual que trata de revivir el proyecto fallido de Second Life, donde convivían negocios privados y usuarios de manera simbiótica. Facebook lo presenta como un «mundo que no va de reglas», en el que «cualquiera puede crear el mundo de sus sueños». Un objetivo que trata de vincular el mundo de los videojuegos y las redes sociales con la recreación de la vida cotidiana en un mundo virtual.
Tiempo atrás, en 2013, Google sacó al mercado las Google Glasses, unas gafas de realidad aumentada para poder grabar, sacar fotos, consultar el correo y las redes sociales, llamar y tener información sobre aquello que nos encontramos en la calle a diario y que no aparece ante nosotros hasta mirar el móvil. A pesar del gigantesco impacto mediático que tuvo su anuncio, con numerosos famosos sirviendo de modelos, pronto surgieron críticas sobre protección de la privacidad del usuario y el uso de información de los que eran grabados indirectamente por la mirada indiscreta de las gafas; ello, junto a las escasas ventas y los problemas técnicos, hizo que se suspendiera la producción en 2015. En 2017 y 2019 las volvieron a poner en circulación con nuevas ediciones. Dicho proyecto nació del laboratorio semi secreto Google X, donde se analiza el potencial uso de Google Brain, el mayor experimento de Google, en el que tratan de recrear un sistema de procesamiento semejante a la inteligencia humana. Muchos de sus avances se utilizan para completar frases o palabras que escribimos, o para descifrar los componentes de una foto. Los miembros del equipo, dirigidos por Andrew Ng, siguen una máxima teórica: puede que la mente humana no sea más que un algoritmo (hipótesis desarrollada por Jeff Hawkins) y no miles de procesamientos en paralelo, como se creía. En último término, todos los proyectos de Google se entrecruzan con el fin de almacenar los miles de recuerdos que tenemos por medio de fotos, comidas, frases, lugares..., y con ello poder generar una anticipación al comportamiento y una memoria externa. The New York Times resumía las posibilidades de este proyecto: «Google, no el Gobierno, está construyendo el futuro».
Aunque aún están lejos de construir un mundo virtual, sí han logrado cambiar el viejo mundo en el que vivimos. Cuando apareció el virus covid-19 en Wuhan, todos se preguntaban cómo había llegado allí y cómo era posible que no existiera cura, medicamento o plan establecido para hacerle frente. Crichton, en 1969, fantaseaba con una hecatombe similar provocada por una bacteria del espacio con un potencial destructivo ilimitado frente a un mundo que no estaba preparado para afrontarla. En su primer bestseller, La amenaza de Andrómeda, denominaba la situación crisis científica (quizá en oposición a las revoluciones científicas de Thomas Kuhn) y recalcaba que las ciencias biológicas llevaban un cierto atraso en su desarrollo científico y presupuestario respecto a la física. Google y las grandes empresas tecnológicas han supuesto un enorme avance en el conocimiento y en la investigación básica y aplicada durante sus dos largas décadas de existencia, pero también es cierto que han sido capaces de inclinarla hacia un determinado lugar. Estados Unidos es, gracias a estas compañías, el país con mayor porcentaje del PIB destinado a I+D, acaparando el 26% del total de inversión global –aunque ha ido decreciendo desde el 37% que representaba en 2000–; le sigue China, con un 21%. En Estados Unidos el principal motor de investigación es la corporación privada, que financia y ejecuta el 83% del I+D, una situación que ha dado la vuelta en los últimos cincuenta años: la investigación pública y privada han ido separándose cada vez más en tamaño y orientación desde los tiempos del libro de Crichton, cuando el gasto federal ocupaba más del 60%, frente al cerca del 20% en la actualidad.
Dentro de esta tendencia también cabe observar la especial atención que ha recibido el sector de las nuevas tecnologías de la información. Mientras que en Estados Unidos ocupaba en 2016 el 23% del total de gasto en I+D, en otras de las naciones más avanzadas en el sector tecnológico, como Corea y Japón, aportaban un 4,1% y un 4,4% respectivamente. Estas cifras suponen también un cambio en el modelo de negocio, pues el crecimiento de la economía digital ha significado el retroceso del negocio de las manufacturas (coches, etc.), que aporta el 67% del I+D, frente al 80% de las naciones asiáticas. Si trasladamos las cifras de investigación y desarrollo a empresas, la fotografía se hace más clara. Amazon preside destacado la lista de inversión en I+D, seguido de Google, Volkswagen, Samsung, Microsoft, Huawei, Intel y Apple. Esta cifra representa la consumación efectiva de la alianza que describió Crichton en sus novelas entre científicos e inversores.
Quizá así se entienda el poco eco que tuvo la paralización del proyecto Protect que The New York Times anunciaba a finales de octubre de 2019. El proyecto pretendía abordar crisis similares a la del ébola, causadas por la transmisión de patógenos de animales a humanos. El proyecto había arrancado en 2010, pero apenas dos meses antes de surgir los primeros casos de covid-19, se anunciaba el cese de fondos por parte del Gobierno. Los 207 millones de dólares invertidos habían servido para recoger 140.000 muestras de animales, descubrir 1.000 nuevos virus y construir más de 60 laboratorios en otros países. El proyecto se hacía eco de una cifra alarmante: cada cuatro meses se descubre una nueva enfermedad transmisible de animales a humanos. Sus investigaciones alertaban de la peligrosidad de los virus que azotaron al mundo con anterioridad y que tenían origen animal: el ébola se encontraba en monos y murciélagos; el SARS se encontró en gatos; nuevos virus de la gripe circulaban en patos y gansos. Visto en retrospectiva, se puede entender la alarma creada por Crichton. Evidenció la enorme cantidad de capital humano, económico, social y simbólico que aglutinaban las grandes empresas y sus proyectos científicos más estratégicos: parques temáticos de realidad paralela. Ello significaba que miles de personas, las más preparadas, las mejores de su promoción, eran contratadas por estas grandes compañías para desarrollar la base tecnológica del consumo del futuro: la publicidad segmentada y dirigida. Un fenómeno aledaño al que estudió Naomi Klein en su famoso ensayo No logo, en el que abordaba el enorme crecimiento experimentado por los departamentos de publicidad y marketing de las grandes empresas, en detrimento de áreas como la producción, que paulatinamente habían sido deslocalizadas de las sedes principales, amputando así muchas de las funciones tradicionales de la gran empresa.
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Arpa Editores publica el 4 de noviembre La nueva clase dominante, de Rubén Juste, autor de Ibex 35: Una historia herética del poder en España
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Rubén Juste de Ancos
Doctor en Sociología. Asesor de Unidos podemos en el Congreso. Amante del periodismo de Marx e Ida Tarbell. Esta decía que "no hay medicina más efectiva para llegar a los sentimientos de un público fervoroso que las cifras".
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