Layla Martínez / Escritora y ensayista
“Las políticas emancipatorias tienen que ser sanadoras”
Ignacio Pato 19/12/2020
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Puede que la pandemia, si nos ponemos banalmente líricos, secuestrase la primavera y en cierto modo las navidades, pero nada comparado a lo que el capitalismo ha hecho con nuestra capacidad para imaginar un mundo mejor que este. Mark Fisher acuñó hace más de una década –tras presenciar cómo ni la crisis de 2008 generó un consenso masivo para jubilar a un sistema que, al contrario, pudo socializar pérdidas privadas tras años de privatización de servicios públicos– el concepto de “realismo capitalista”. El “esto es lo que hay” o “la vida es así”. Si nos paramos a pensarlo, estas son frases que solo suelen pronunciarse para hablar o bien de las condiciones materiales que atraviesan nuestras vidas o de la muerte, que solo suelen decirse o al salir del trabajo o en un velatorio. A las ínfulas de eternidad de este sistema fundamentado en relaciones de calculado beneficio más allá de la familia o círculo íntimo –y a veces incluso en ellos– también les prestó atención Terry Eagleton, que recordaba que dentro de 5.000 años seguramente no vayan a seguir aquí, sea lo que sea ese aquí, ni los actuales tipos de galletas de chocolate ni el Fondo Monetario Internacional. Desde la cima del Coliseo también Roma parecía eterna, decía una pintada que vio una vez Layla Martínez (Madrid, 1987) en una pared. Su breve ensayo Utopía no es una isla (Episkaia, 2020) recopila ejemplos teóricos y prácticos de quien en algún momento imaginó y empujó hacia un futuro más justo y amable.
Como suele hacer Éric Vuillard, bajas a la descripción, con ropa, olores o comida incluidos, de esas personas que una vez idearon mundos mejores. Me ha recordado también a las fantasmagorías de Derrida y Traverso. ¿Es algo premeditado en la escritura para hacernos ver que la utopía no viene dada por arte de magia, sino que está latente en nuestras cabezas y es una construcción política?
Sí, es una decisión consciente y de alguna manera también política. Me interesa mucho la historia de la vida cotidiana de la gente, cómo se vestían, cómo hablaban, cómo se movían, cómo eran las casas. Muchas veces me interesa más eso que las grandes gestas históricas o los grandes nombres. Es verdad que este libro es básicamente uno sobre grandes momentos de la Historia, pero me interesaba mostrar que incluso en esos acontecimientos hay un día a día que en realidad es lo que los hace posibles. Tiene que ver con que la utopía y la ruptura se crean. A veces, en este antiutopismo que ha promovido el neoliberalismo, tenemos esa sensación de imposible. Que la toma del Palacio de Invierno o la de La Bastilla pertenecen al pasado. Mostrar los días de desesperanza, la desilusión o los fracasos me parece también importante porque muestra que el día a día de aquella gente no era tan diferente del nuestro. Contarlo de manera narrativa, menos ensayística, me permitía bajarlo más a la realidad. Cuando analizas la Historia ves grandes procesos concentrados en unas pocas páginas, pero para quien lo vivió no fue así, y estudiar la Historia solo a través de ensayos produce quizá una especie de extrañamiento respecto a la gente que la protagonizó.
En algunos modelos utópicos, como el comunismo de lujo automatizado de Aaron Bastani o en uno de los recogidos por Peter Frase en Cuatro Futuros, la tecnología es primordial para superar la desigualdad material derivada de que la subsistencia material se base en un salario laboral. Sin embargo, eso parece más una meta cuyo camino está obligatoriamente marcado por un alto grado de presión masiva sobre los gobiernos para que acometan políticas públicas y fiscales que ya parecen mismamente utópicas. Tu ensayo parece marcado por aquella máxima del filósofo Cornel West, que la cosa no es tanto tener esperanza como ser esperanza, convertirte tú en esperanza y una fuerza de cambio.
El proyecto neoliberal ha creado un sujeto ideal que se comporta en todos los aspectos de su vida tal y como lo hace el mercado: individualista, competitivo, utilitarista, siguiendo lógicas empresariales. Eso ha ido unido a la búsqueda de ruptura de la sociedad, sintetizado en la frase de Thatcher acerca de que no existe esta, la sociedad, sino solo individuos y familias. Esa ruptura de lazos nos ha dejado un poco impotentes y frustrados, con la sensación de que los cambios solo van a venir por un cambio en el modelo de gestión. Yo no creo que cambiar las instituciones sea malo, ni mucho menos, pero también creo que cambiar las cosas exige el encuentro con los demás, exige algo más que tiene que ver con soñar a lo grande. No soñar solo con una mejor gestión, sino ser más ambiciosos. La propuesta de Bastani me parece muy bien en pos de pensar un mundo mejor, me interesa la gente que piensa en términos de dar un paso adelante. Quizá él no cuenta tanto cómo se hace para llegar a eso, pero creo que esa parte la constituye el encuentro político, con los demás, esperanzado y con un poco de rabia de clase que nos haga quererlo todo.
Una de tus definiciones del capitalismo es que es un sistema que te impide sentir. Que te exige producción sin importar que estés en duelo, enfermo o enferma o enamorándote. Con cada vez jornadas más largas que a veces no dejan tiempo ni para estar con núcleos de cercanía como las amistades o a la propia familia, ¿cómo conspirar colectivamente hacia la utopía, con la energía que además exige el activismo?
Me obsesiona mucho este tema y no hago más que intentar buscar respuestas. Leo muchas biografías de revolucionarios pensando cómo lo hacían, de dónde ganaban el dinero, qué hacían con su familia, por eso me interesa la intrahistoria de lo cotidiano. En los procesos que cuento, hay gente que solo se dedica a eso, pero muchas otras personas, por ejemplo en la revolución soviética, trabajaban más horas que nosotros en condiciones peores y desde más temprano. No es que estuviesen mejor en ese sentido. También creo que los momentos de ruptura, como decía, son largos, y mucha gente sigue yendo a trabajar, o cuidando a sus hijos, pero que a la vez construye el encuentro con los otros. Esto se hace a lo mejor en un bar, o en la sede de un sindicato, o en una charla, no es necesariamente nada grande. Para la ruptura tiene que haber mucha gente que crea que es posible, y gracias a creerlo, que se comience a comportar como si fuera posible. Me interesa no tanto pensar en un activismo desligado de la vida, el de tener un trabajo, pareja, amigos y luego ir a una asamblea, que es importante, como algo más cotidiano y que tiene que ver con empezar a pensar que es posible. A lo mejor eso pasa en el bar después de salir del curro.
Este año, hacia mayo, supimos que el consumo de psicofármacos que tienen que ver sobre todo con trastornos de ansiedad o con dificultades para descansar se había duplicado entre la población asalariada. ¿Qué papel juegan las heridas emocionales para explicar la aparente parálisis colectiva?
Estudiar la Historia solo a través de ensayos produce quizá una especie de extrañamiento respecto a la gente que la protagonizó
Sí, todas las heridas emocionales están profundamente relacionadas con esa parálisis colectiva. Se retroalimentan mutuamente. Esta sensación de estar tan solos, tan aislados, que tenemos muchos, produce parálisis colectiva y esta contribuye a lo primero. Las políticas emancipatorias tienen que ser de alguna manera sanadoras, la salud mental ahora debe tener un papel importante, que el “cómo” sea tan importante como el “qué”. Sanar tiene que ver con tratarnos entre nosotros de una manera diferente a las relaciones utilitaristas del proyecto neoliberal que te comentaba antes. Con querernos. No quiero que suena hippie, pero creo que tenemos que encontrarnos de verdad.
¿Cómo explicas que esa aparente parálisis colectiva, si pensamos en grandes movilizaciones exceptuando las de los feminismos de los últimos años, parezca coincidir en el tiempo con una creciente radicalidad verbal en publicaciones o redes sociales, donde no es difícil ver defensas más en serio o más en broma de la redistribución de la riqueza?
En primer lugar, creo que ha habido menos parálisis colectiva de la que creemos. El neoliberalismo se ha presentado como única realidad posible y ha silenciado muchas luchas, o incluso las ha presentado como una alternativa peor a lo que hay. Un ejemplo reciente claro ha sido Venezuela, que con todos sus problemas y fallos, hay poca gente aquí que conozca el proyecto del Estado comunal de Chávez. No era un proyecto utópico pero sí de apostar por otra cosa y la ferocidad con la que fue atacado demuestra que cualquier otra opción se presenta como peor. Por otro lado, sí que ha habido una sensación de derrota mayor que en otras épocas. De eso venimos, de los noventa y los dos mil, de esas cenizas venimos. De alguna manera estamos empezando a salir, y a lo mejor estoy proyectando mis propias esperanzas, pero en el cine por ejemplo de ciencia-ficción se ve un paso de la distopía de otras décadas a Mad Max Fury Road, Snowpiercer o las últimas temporadas de El cuento de la criada, distopías que cuentan en el fondo una revolución y el retorno de la épica colectiva.
¿Qué papel otorgas a las redes sociales en la construcción de la idea de un mundo mejor que este? Si hablamos de Twitter, por ejemplo, lo hacemos de una red que fue herramienta informativa y de movilización durante y en la onda expansiva del 15M pero que ahora, te pregunto si lo ves así, se parece más a una especie de círculo de devolución de favores o legitimaciones públicas pero fundamentalmente individuales y profesionales. Casi todos los usuarios sabemos qué tuit va a gustar más, y cómo sería más eficaz componerlo. No sé si esa producción y consumo urgente, casi comercial, choca con la capacidad de producir esperanza colectiva.
Sanar tiene que ver con tratarnos entre nosotros de una manera diferente a las relaciones utilitaristas del proyecto neoliberal
Tengo contradicciones y dudas en lo referente a redes sociales y movilización política. Por un lado, creo que permiten conocer realidades y opresiones. Por ejemplo, quizá no tienes en tu entorno a una persona trans y difícilmente te habrías sensibilizado si no hubieras leído sobre ello en redes sociales. También por otro lado está el tema de la validación, de que estamos trabajando gratis para una empresa privada, la visibilidad laboral y la necesidad impuesta en ciertas profesiones que no pueden salirse de la rueda de la promoción constante y de relaciones utilitaristas. Me genera contradicciones acerca de si las redes facilitan o dificultan el encuentro. Un conocimiento o saber de la convocatoria de un acto sí puede darse, pero no creo que se produzca en ellas el encuentro real que requiere una cercanía, no necesariamente física, pero sí más profunda. Las necesitamos, a las redes, y a la vez nos perjudican. No podemos evitarlas pero tampoco debemos fetichizarlas.
Se ha hablado mucho de que viene una generación que es más abierta, progresista, igualitaria y que ya parte sobre la base de que la meritocracia es más bien engañosa o de que los recursos del planeta no son infinitos. También puede que sea, a grandes rasgos, una generación que asuma como normales condiciones laborales objetivamente peores que hace décadas. Pienso en hijos que ya no han visto a sus padres con trabajos para toda la vida. Aunque esto es generalizar mucho, ¿cómo ves el factor generacional, crees que invita a la esperanza?
Una cosa buena para la generación de veintipocos es que igual se ha librado de la meritocracia, o no la tiene tan interiorizada como nosotros. A mí, en una familia de clase trabajadora muy empobrecida, me educaron en la idea de estudiar y esforzarme para tener un trabajo mejor. He visto a mis padres en trabajos inestables o en paro, mi padre se ha jubilado este año de carretillero en Mercamadrid y yo no he alcanzado el sueldo que él tenía. Mi generación, a quien la crisis de 2008 pudo pillarle más o menos en la universidad, sí que ha tenido que desaprender eso. Para la generación Z, desde que recuerdan siempre ha habido crisis. La meritocracia es por donde el capitalismo nos tiene muy cogidos, con esta idea de la salvación individual, y que si no me salvo yo, al menos mi hijo. Creo que eso ahora está mucho menos asumido y eso es positivo para pensar en una salvación colectiva.
En los últimos tiempos ha habido distopías exitosas como Years & years o El colapso. Incluso aquí ocurrió que la primera película viral del confinamiento, fue El hoyo. Tienen en común enseñarnos un futuro peor que este. Cuando acaban volvemos a nuestra vida, por contraste esta no parece tan mala. Quizá no esté lejos del mecanismo que operaba con programas como Callejeros, donde desde un salón modesto pero tumbado calentito en el sofá comiendo pizza un viernes por la noche tras una dura semana podías “entrar” en casas sin agua corriente o de familias a punto de ser desahuciadas. ¿Crees que se puede hablar de una especie de pornografía del capitalismo cuya meta es la pura y dura disciplina ideológica?
A partir de los ochenta, en ciencia-ficción prácticamente lo único que se produce son distopías. Se puede contar con los dedos de una mano lo que se sale de eso: Ursula K. Le Guin, Kim Stanley Robinson, Iain M. Banks con su saga La Cultura, Star Trek y poco más. Todo lo demás es imaginar un futuro peor. Eso le ha sido profundamente útil al neoliberalismo porque reforzaba el discurso del esto es lo que hay. Esto no quiere decir que los creadores de distopías fueran neoliberales, de hecho muchos pretendían alertar de la deriva autoritaria y el deterioro democrático, del capitalismo de las megacorporaciones o el recrudecimiento del patriarcado. Y también ha pasado en el presente, con esos programas que parecían un circo de la clase obrera y que en el inconsciente colectivo se fijan como una especie de “para qué vamos a intentar cambiar las cosas si todavía hay mucha gente abajo”.
No sé si se puede hablar también de un tiempo marcado por el malmenorismo. Una especie de “virgencita que me quede como estoy”. Del “Un día bien y al otro mal, así es la vida eso no va a cambiar” de Bad Bunny en su último disco. De lo conocido como refugio, como apuntas tú.
Frente al discurso hegemónico sobre un futuro presentado invariablemente como peor, es lógico que nos refugiemos en cosas muy pequeñas, en lo cotidiano, en cuidados o relaciones de pareja o con nuestros hijos. Es comprensible pero si todos lo hacemos el efecto combinado es terrible, porque el espacio de la política es también el espacio de la casa y de las relaciones cercanas, pero necesita el encuentro en la calle, en el trabajo, o con desconocidos que dejen así de serlo al generar un vínculo común. El efecto de la retirada al refugio es devastador para la posibilidad de construir un proyecto colectivo. ¿Cómo se vence a eso? Buf, es como que todo pasa a la vez. Un día no te levantas creyendo en un mundo mejor, no es tan artificial. Es algo que va calando. Necesitamos volver a creer los unos en los otros y quizá la producción cultural sea un buen sitio para empezar a generar productos esperanzadores.
Llama la atención que dos de las ideas más extendidas los primeros días de confinamiento eran políticamente opuestas. Que los humanos somos el virus –frase que en el fondo apunta a los más vulnerables y sirve de argumento al ecofascismo– y que hay trabajadoras y trabajadores esenciales que quizá hayan traído de vuelta a la agenda mediática la lucha de clases. ¿Cómo crees que está influyendo la pandemia en cuanto a desacreditar o apuntalar el capitalismo?
Me cuesta mucho pensar sobre los efectos sociales de la pandemia. Admiro a quien ha podido sacar reflexiones en profundidad, más allá de lo que escribí desde el enfado sobre ese terrible argumento de que “los humanos somos el virus”. Hemos visto que esta pandemia tiene que ver con la destrucción de los ecosistemas, pero la lectura que se haga de ello dependerá de la correlación de fuerzas. Creo que es muy importante el esfuerzo que se está haciendo por explicarlo desde la crisis ecológica, o desde las condiciones de la clase obrera. Hay gente muy inteligente haciendo las lecturas adecuadas que espero que sean las que prevalezcan y no sirvan precisamente para apuntalar el capitalismo.
Puede que la pandemia, si nos ponemos banalmente líricos, secuestrase la primavera y en cierto modo las navidades, pero nada comparado a lo que el capitalismo ha hecho con nuestra capacidad para imaginar un mundo mejor que este. Mark Fisher acuñó hace más de una década –tras presenciar cómo ni la crisis de 2008...
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