Adicción digital
Las redes que somos. Las redes que hacemos
El autor reflexiona en torno a ‘The Twittering Machine’, de Richard Seymour. El ensayo aborda la “industria social”, esto es, la producción y recogida de datos y la traducción de la vida social a formas numéricas
Vicente Rubio-Pueyo 19/01/2021
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Terminé 2020 leyendo The Twittering Machine, del ensayista británico Richard Seymour, publicado originalmente en este ya pasado año por Verso Books, y traducido recientemente por Alcira Bixio para Akal en España. Es un gran libro, un estupendo y muy necesario ensayo que tiene la capacidad de verbalizar las inquietudes e intuiciones que muchos usuarios de redes sociales tenemos hacia las mismas. Seguramente muches conocemos esa relación ambivalente (amor y odio) hecha de cierta dependencia o incluso, como dice Seymour, de adicción. Las redes se han convertido en un espacio que nos provee de esa corriente continua y entremezclada de noticias, opiniones, entretenimiento que informa nuestra vida cotidiana, abriéndonos (especialmente en estos tiempos de pandemia y confinamiento) a un remedo de (problemática) esfera pública. O encerrándonos en ella.
The Twittering Machine es un ensayo poderoso e inquietante, cuya lectura suscita como primera reacción en el lector (al menos en este lector) cerrar de inmediato todas y cada una de sus cuentas en redes. Como tantos usuarios, y especialmente en los últimos años, pienso a menudo en cerrar mi cuenta de Twitter (abandoné Facebook hace unos tres años). Por diversas razones. El deseo de usar mi tiempo de otro modo, el cansancio y saturación ante la velocidad de las noticias y las reacciones, la frecuente sensación de una suerte de tedio o hastío para-depresivos generados por la amplificación que las redes dan a un contexto social y político ya de por sí deprimente: la pandemia, la omnipresencia gritona de Trump, continuas exhibiciones de agresiva ignorancia de esencialismos varios, por supuesto desde la derecha voxera y trumpiana, pero también desde supuestos sectores de izquierdas (terfs, pseudo-obrerismos varios). No sé para ustedes, pero para mí una de las palabras del año que acabamos de terminar ha sido el término (popular en el Twitter de EEUU) ‘doomscrolling’, esto es, el gesto del continuo refrescar del feed o timeline de Twitter, en una búsqueda compulsiva e insomne de la próxima mala noticia por venir. Algo muy próximo a lo que otro gran ensayista británico, Mark Fisher, denominaba “hedonismo depresivo”.
No cerré mi cuenta de Twitter. Viendo que empezábamos 2021 con nuestros timelines colonizados por la presencia de discusiones y sujetos tristes, decidí compartir unas notas sobre el libro. Al hacerlo supongo que caía en una primera contradicción. Pero es una que ayuda a explicar el libro mismo. The Twittering Machine es, por un lado, una poderosa crítica a la infraestructura material y discursiva de las redes, y a los síntomas sociales que explicitan y multiplican. Uno de ellos –y de ahí mi contradicción– es la necesidad de generar contenidos que compartir compulsivamente en las redes. O, como dice Seymour, la necesidad autoimpuesta de escribir, de una escritura compulsiva y reactiva siempre a la última polémica del día. Pero el libro es al mismo tiempo también –sobre todo hacia su final– una necesaria propuesta para imaginar otros usos, prácticas y espacios en las redes.
Relaciones de escritura y trabajo
Seguramente lo mejor del libro es que esquiva los lugares comunes de las discusiones en torno a redes, tecnología, etc. Seymour es un gran ensayista y logra siempre enfocar las discusiones en formas contraintuitivas, desarmando marcos recibidos, desautomatizando ideología, en suma. Es un libro sobre las redes que empieza hablando, por ejemplo, sobre los quipus, los nudos y trenzados de cuerdas usados por los incas para marcar fechas y guardar información. Es la forma en que Seymour nos introduce en el problema desde un enfoque basado en la materialidad de las tecnología o, más exactamente, en la materialidad de la escritura misma entendida como tecnología. Y en su historicidad misma, esto es, las mutaciones de la escritura a través de diferentes medios y soportes históricos, y que determinan sus sucesivos usos y efectos. Máquinas, soportes y medios no son meros instrumentos inertes, sino procesadores, generadores y transmisores de relaciones sociales.
Ese enfoque profundamente materialista de Seymour, sin embargo, no se concentra, o no sólo, en la materialidad de internet entendida como el monopolio de las grandes compañías y corporaciones que gestionan esos espacios, o como la infraestructura material e instrumentos técnicos (cables, fibra óptica, servidores, sistemas de almacenamiento, códigos de software). Podría parecer que eso traiciona su perspectiva materialista. Pero más bien es lo contrario. Existen muchos libros sobre esas cuestiones. Es simplemente que Seymour prefiere concentrarse más bien en cuestiones relativas a las relaciones sociales que se generan, construyen y mantienen en las redes sociales. Quizás porque precisamente Marx insistía en que el puro desarrollo de las fuerzas de producción (esto es, entre otras cosas, las tecnologías) no era un mecanismo de explicación suficiente. Es por eso que la argumentación de Seymour, a pesar de presentar una visión demoledoramente crítica de las redes, huye de sus habituales caracterizaciones demonizadoras, o, de hecho, demoníacas, que tienden a presentarlas como causa última de los males, como espíritu maligno que nos posee y controla. El mal, o el bien, no reside, o no del todo, en ellas mismas, sino afuera. Para Marx, la clave siempre residía, y reside, en las relaciones sociales de producción. En el mundo social que las máquinas y sus usos reflejan, procesan y generan a su alrededor.
En otras palabras, Seymour se concentra en cuestiones relativas a lo que llama “industria social”, basada principalmente en la producción y recogida de datos y en la objetificación y cuantificación de la vida social en formas numéricas. En definitiva, en toda esa máquina –y aquí la palabra adquiere una tonalidad deleuziana– que nos atrapa en una red o maraña hecha de tiempo, de atención, de hábitos, de adicción. De escritura. A partir de ahí, The Twittering Machine despliega seis capítulos, cada uno de ellos titulado mediante la primera persona del plural, “todos”, seguida de todo un desfile de figuras y comportamientos comunes en las redes: “Todos estamos conectados”, “todos somos adictos”, “todos somos famosos”, “todos somos trolls”, “todos somos mentirosos”, “todos estamos muriendo” y las conclusiones finales: “todos somos escriturantes” (traducción propia). A lo que Seymour intenta apuntar es a la condición colectiva, y por tanto política, de estas figuras y lógicas. No se trata de establecer una mirada moral, juzgadora, basada en la crítica de conductas individuales. Todos estamos, efectivamente, no sólo conectados, sino enredados en estas lógicas y figuras. Por la propia infraestructura de las redes, todos ejercemos y participamos, en un momento u otro, en mayor o menor medida, de aquellas. Porque además, los problemas “de las redes” nunca son tales. Como Seymour insiste repetidamente, las redes únicamente revelan –y ciertamente amplifican– problemas que ya existían o existen antes o afuera de ellas. Si tenemos una dependencia hacia las redes, no está causada (o no sólo) por la cualidad adictiva de su diseño (la generación de dopamina, la satisfacción del premio en forma de likes, como suelen subrayar los análisis más psicologicistas) sino porque había algo, un vacío, en nuestras vidas, que las redes han venido a llenar.
Para mí una de las palabras del año es ‘doomscrolling’, el gesto del continuo refrescar el timeline de Twitter, en una búsqueda compulsiva de la próxima mala noticia
De este modo, The Twittering Machine construye una persuasiva fenomenología de tantos hábitos y efectos que nuestra escritura y nosotros experimentamos en las redes: la búsqueda (como una suerte de ludopatía) del tuit o post que nos lance a la fama; la necesidad de reaccionar a la última polémica, mostrando enfáticamente nuestra indignación, aprobación o rechazo... Finalmente, como Seymour señala, una cantidad inmensurable, pero perfectamente calculable, de palabras, de tiempo, de escritura. De trabajo.
Parte del problema de las redes puede explicarse mediante otra clásica oposición marxiana, la de valor de uso frente a valor de cambio. Quizás hayan notado cómo la palabra “contenido” ha adquirido una relevancia especial en internet. Hablamos continuamente del contenido que consumimos en las redes, ya ni siquiera para referirnos a contenidos discretos, unidades singulares, sino del contenido como una sustancia infinita que se genera y circula constantemente. Básicamente, en las redes se da una exacerbación del valor de cambio del contenido (lo que importa es la continua producción y circulación de contenido nuevo) frente a su valor de uso. La producción de novedad constante frente a la lentitud del aprendizaje y de la discusión de esa misma producción. Al mismo tiempo, las redes nos individualizan como receptáculos de capital simbólico: somos individuos que, lo queramos o no, compartimos lo que hacemos, lo ponemos en circulación, esperando las inmediatas reacciones de otros, acumulamos conexiones, followers, likes, retuits.
Para construir otras redes
En sus conclusiones, Seymour rescata la noción de ‘acedía’, una pasión triste, cercana a la melancolía y el tedio vital. Tal vez la monotonía y el encierro impuestos por la pandemia han aumentado si cabe esa sensación. Quizás por la multiplicación de tareas que ha supuesto el teletrabajo, estos últimos meses, nuestro tiempo en pantallas (y por tanto en redes) ha aumentado. De alguna manera, se genera una pérdida de valor del tiempo propio que lleva, paradójicamente, a que no importe perderlo todavía más en las propias redes. Ese tedio y falta de cuidado y de autovaloración de la propia vida y del propio tiempo es la acedía que, acompañada por la adicción, genera una escritura de lógicas compulsivas, y una la continua necesidad o (auto) obligación a expresarse. La libertad de expresión es ahora una obligación, una compulsión (auto)inducida.
Como señalábamos al principio, hay muchas dimensiones y frentes en la lucha política por otras tecnologías y redes. Está la cuestión del control de los monopolios de las grandes compañías (Amazon, Facebook, Twitter) y de la propiedad y uso de los datos que se generan. Autores como Nick Srnicek señalan la necesidad de luchar por la nacionalización de estas empresas. Están las consecuencias políticas del poder que estas corporaciones ejercen sobre la esfera pública, como ejemplifica el reciente caso de la suspensión de la cuenta de Twitter de Trump y sus posibles ramificaciones.
Seymour prefiere concentrarse en cuestiones relativas a las relaciones sociales que se generan, construyen y mantienen en las redes sociales
Seymour, como decíamos, prefiere centrarse en el “nivel usuario”, planteando la necesidad de “utopías de escritura”, de otros espacios y usos colectivos de las redes. Reflexionando acerca de la necesidad y posibilidad de la transformación de los hábitos gracias a la neuroplasticidad cerebral, el ensayo de Seymour construye un bello paralelo implícito final, diríamos que spinoziano, con la estructura misma del libro. Si todos estamos conectados, y formamos parte por tanto de ese cerebro colectivo que son las redes, transformar colectivamente nuestros hábitos resulta similar a esa neuroplasticidad cerebral, ahora en la escala total de las redes. Seymour concluye hablando de la necesidad de un nuevo cyber-utopismo, y de un neo-luddismo (matizando el habitual uso peyorativo de la expresión). “Si queremos –dice Seymour en sus conclusiones al libro– lograr expresarnos libremente hoy, ya no es suficiente demandar la abolición de las constricciones políticas. Debemos liberar la expresión de la incesante producción de redundancia, y liberarnos a nosotres mismes de la compulsión del trabajo. Debemos retirar nuestro trabajo y reclamar los placeres de la escritura como tiempo de ocio” (traducción propia).
Nadie dice, por supuesto, que eso sea una tarea fácil. Y mucho menos Seymour, cuyo libro como digo es un demoledor retrato de una realidad tan cotidiana y omnipresente. Pero reflexionar sobre las preguntas que lanza me parece un ejercicio urgente y necesario. De un tiempo a esta parte vienen produciéndose numerosos abandonos de redes, y debates y preocupaciones recurrentes acerca de su uso por la permanente toxicidad, por la creciente presencia de esencialismos ideológicos, a izquierda y derecha, o debido a los peligros de la llamada “cultura de la cancelación” (si bien esa expresión debe ser discutida y matizada). En este mismo medio, recomiendo especialmente la entrevista de Marta Cambronero a Geert Lovink, acerca de su libro Tristes por diseño. Hace unas semanas, Nuria Alabao y Emmanuel Rodriguez compartían unas reflexiones acerca del moralismo político en redes, al hilo del conocido ensayo de Mark Fisher “Salir del castillo de los vampiros”, una referencia imprescindible para pensar en toda una sintomática del discurso político en redes, y que fue objeto de una sesión –con Nuria Alabao, Clara Serra, y quien esto firma– en un reciente seminario del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social. También hay propuestas y prácticas concretas, como el trabajo que está haciendo la cuenta @nolesdescasito para concienciar acerca del funcionamiento de las redes en relación a la presencia de la ultraderecha y su búsqueda de atención.
Se trata por tanto de una reflexión colectiva acerca de cómo y para qué usamos las redes, y de cómo podemos usarlas de otras formas, y no ser usados por ellas. Una conversación necesariamente colectiva, puesto que afecta a un aspecto (crecientemente importante) de nuestra convivencia. Y como tal, una cuestión política, esto es, no reducible a una bienintencionada elección de mejores maneras o actitudes individuales. ¿Qué queremos hacer en/con las redes? ¿Cómo queremos usar nuestro tiempo y nuestra escritura? ¿Para qué? ¿Qué espacios podemos construir? ¿Qué prácticas y hábitos necesitamos estimular?
La única propuesta que puedo hacer de momento es apelar a la lógica de lo colectivo. Fuera de las redes de internet, por supuesto, pero también dentro de ellas. Esto es, abrir y participar en espacios colectivos capaces de, efectivamente, “generar contenidos”, hacer divulgación y aprender cosas nuevas. En otras palabras, combatir la temporalidad individualizada de la corriente del contenido cuantitativo con los tiempos compartidos de lo cualitativo. Se trata no sólo de consumir datos y hechos, sino encontrar y generar sentidos compartidos. De este modo tal vez podamos, por un lado, articular nuevas narrativas y sentidos a lo que nos ocurre y atraviesa y, a la vez, proporcionar lógicas de cooperación y colaboración capaces de reconstruir un sentido orgánico de los espacios que ocupamos en internet. Hay ejemplos, prácticas, y espacios como Nociones Comunes-Universidad Experimental de Madrid, la Hidra Cooperativa, el Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social, entre muchos otros, o los que proveen medios independientes como el que están leyendo ahora mismo. Pero es necesario pensar juntes en cómo hacerlos sostenerse, crecer y adaptarse a este contexto.
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Vicente Rubio-Pueyo es profesor adjunto en el departamento de lenguas modernas de Fordham University (Nueva York). Investigador en estudios culturales y culturas políticas en la España contemporánea.
Terminé 2020 leyendo The Twittering Machine, del ensayista británico Richard Seymour, publicado originalmente en este ya pasado año por Verso Books, y traducido recientemente por Alcira Bixio para Akal en España. Es un...
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Vicente Rubio-Pueyo
Es profesor adjunto en Fordham University (Nueva York). Investiga y escribe sobre cultura y política en la España contemporánea.
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