Reconstruir lazos
Neoliberalismo, globalización y crisis de la democracia
Una respuesta al “Manual de instrucciones para combatir a la extrema derecha” de Steven Forti
Ramon Mantovani 26/01/2021
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El “Manual de instrucciones para combatir a la extrema derecha”, que propone Steven Forti, es muy útil para abrir un debate acerca de esta tarea ineludible de la izquierda transformadora. No hablaré de las muchas cosas que comparto totalmente. Pero sí de dos que merecen, en mi modesta opinión, ser puestas en el centro del análisis del fenómeno de la extrema derecha: la profunda modificación del modelo social en la época de la globalización del capitalismo financiarizado y la crisis de los sistemas políticos de la democracia liberal.
Comparto con Forti que no se trata de grupúsculos nostálgicos, sino de un proyecto político, de gran envergadura, para irrumpir en la política institucional y para construir un desenlace reaccionario y autoritario a las crisis sistémicas que estamos conociendo en la época de la globalización. Y que se trata de un fenómeno global, una verdadera internacional capaz de adaptarse tácticamente a las historias, culturas y peculiaridades de cada país. Su capacidad de expansión se debe no solo a sus habilidades de comunicación, de mimetismo y de adaptación a las realidades nacionales, sino sobre todo al hecho de tener un nexo con los efectos nefastos de la globalización, sobre los que actúa con mistificaciones, proponiendo falsas soluciones e indicando falsos enemigos y responsables de las causas de los problemas, que, sin embargo, son reales.
El modelo económico social producido por la globalización
No es posible aquí analizar profundamente un proceso que comenzó hace décadas. Pero podemos (Forti también lo hace) describir algunos rasgos esenciales de un modelo que al final se ha implantado, sustituyendo casi completamente al modelo precedente, propio de la fase keynesiana. El trabajo se ha desvalorizado y precarizado, las desigualdades han aumentado hasta límites anteriormente desconocidos, los servicios sociales se han recortado y privatizado, la vida de colectivos cada vez más amplios se ha empobrecido y las personas de las clases subalternas viven en la incertidumbre. Por primera vez hay una generación entera que sabe que vivirá peor que sus padres y que ha crecido en una sociedad donde el mercado manda, la competitividad impera y el individualismo triunfa. La fuerza hegemónica (en el sentido gramsciano) de la ideología neoliberal es que ha conseguido que mercado, competitividad e individualismo se hayan transformado en algo “natural” e “indiscutible”. El mercado se ha divinizado, y como si fuera un dios pagano parece incluso tener emociones, sentimientos y caprichos. “Los mercados están nerviosos, preocupados, contentos, enfadados, locos, etc.”, dicen continuamente los comentaristas en los medios de comunicación. La competitividad es el metro con el que se mide toda actividad económica y, siendo “lo que hay”, los trabajadores tienen que aceptar condiciones de trabajo cada vez peores, porque la alternativa es que la empresa cierre. Con la competitividad y la precarización de las vidas, el individualismo se ha convertido en un producto objetivo, porque las luchas colectivas, que desde hace décadas han sido y son únicamente defensivas de las conquistas de la fase anterior, han sido derrotadas. En el paro o en trabajos precarizados, cada uno se queda solo y tiene que competir obligatoriamente para sobrevivir.
La crisis que comenzó en 2008 se ha encargado de demostrar la insostenibilidad del sistema. Han nacido brotes de luchas y protestas, gran parte de la población ha descubierto que la globalización no es la “maravillosa posibilidad de grandes oportunidades para todos”, pero, sin embargo, nada sustancial ha cambiado en el modelo económico: los “sacrificios” impuestos con la promesa de una segunda fase de recuperación de derechos y nivel de vida han venido para quedarse. La segunda fase simplemente no existe, ni puede existir porque la primera fase reproduce incesantemente los problemas, lejos de solucionarlos.
El auge de la extrema derecha está íntimamente conectado con este contexto.
El nacionalismo que vende la extrema derecha emerge como respuesta plausible sin cuestionar nada del sistema. La recuperación de la soberanía nacional aparece como necesaria para competir mejor en la jungla del mercado. Pero es imposible. Tanto en la Unión Europea –donde los tratados, que han transferido poderes fundamentales de los Estados a organismos tecnocráticos, están blindados– como en el resto de países del mundo, cuyas monedas están a merced de la especulación – se han cancelado los límites, previstos en los acuerdos de Bretton Woods, entre los que tenían que fluctuar en los mercados monetarios– y cuyas economías están totalmente subordinadas al mercado a causa de los acuerdos comerciales ultra neoliberales impuestos por la Organización Mundial del Comercio. Otro mantra de la extrema derecha es la salida del euro. Efectivamente, en el pasado, la moneda gestionada por los bancos centrales fue un instrumento esencial de la soberanía nacional. Pero desde la cancelación de los acuerdos de Bretton Woods en 1971, las monedas fluctúan en el mercado libre y puede pasar lo que ocurrió en Italia con el cambio lira-dólar, que se había mantenido estable desde los años cincuenta y que en 1971 era de 628 liras contra un dólar, en 1981 era de 1.253, en 1985 de 2.138, en 1991 bajó a 1.092 y en 2001, antes del euro, era de 2.173. No es una casualidad que la economía italiana, fuertemente industrializada, cambiara de forma notable en este lapso de tiempo. Italia, que antes podía hacer limitadas devaluaciones competitivas, no pudo soportar estos cambios: al no tener autonomía energética, tuvo que comprar petróleo y gas y pagarlo en dólares. Así comenzó la desindustrialización y la financiarización de la economía, la especulación inmobiliaria etc. Y se empezaron a desmantelar todas las conquistas del movimiento obrero. Una soberanía monetaria formal a merced del mercado financiero no es una soberanía real. Lo mismo ocurre en muchísimos países de dimensiones económicas medianas. Tampoco es casual tener que emitir bonos de Estado si se tienen que vender en el mercado financiero pagando intereses desorbitados, y si los acreedores pueden imponer “reformas estructurales”, o sea privatizar todo, desmantelar el Estado social, precarizar el trabajo etc.
El mercado se ha divinizado, y como si fuera un dios pagano parece incluso tener emociones, sentimientos y caprichos
En fin, el nacionalismo agitado por la extrema derecha es una mistificación potente porque se dirige al descontento producido por el sistema, a la incertidumbre y al miedo, vendiendo una falsa solución que, sin embargo, aparece como posible. Si la globalización es percibida cada día más como adversa, hay que refugiarse en lo conocido, en lo seguro. O sea, en un Estado fuerte y autoritario que pueda competir sin miramientos. Si la sociedad está atomizada –las clases subalternas hace décadas que pierden–, es fácil vender que “¡antes los españoles!” y “¡fuera los inmigrantes!”. Si el mundo aparece como un caos donde se libra una guerra entre civilizaciones, es fácil apuntar el dedo contra China, contra el Islam que amenaza con “invadirnos” y poner fin a nuestras tradiciones, costumbres y concepción misma de la vida. Si impera el individualismo, es fácil decir que el último refugio –la familia– está amenazado por el feminismo y por los derechos LGTB.
Las mistificaciones son más eficaces si, para oponerse a ellas, se niega la existencia y gravedad de los problemas reales, si al nacionalismo egoísta y xenófobo se oponen sermones y se exhiben principios abstractos, si se compran partes de las mistificaciones, como hace la derecha y a menudo la “izquierda” socialdemócrata, por ejemplo sobre el tema de la inmigración, si no se tiene la consciencia de que el sistema económico capitalista es tendencial y estructuralmente incompatible con la cohesión social y con la misma democracia.
La crisis de la política y de la democracia
En toda la fase en la que se ha implementado el modelo económico y social neoliberal, la izquierda ha sido derrotada. Negarlo o minimizarlo es un grave error.
“La lucha de clases existe y la estamos ganando nosotros”, dijo hace unos años un multimillonario estadounidense.
Desgraciadamente tiene toda la razón.
Para decirlo de una forma simplificada, la contraofensiva capitalista de los últimos 40 años ha sido irresistible. Los movimientos obreros y sociales, encerrados cada uno en su Estado, han perdido objetivamente su fuerza frente a un antagonista que se ha hecho supranacional, y han podido librar solo luchas defensivas de lo conquistado anteriormente. Luchas que se han perdido o han conseguido, como máximo, atemperar parcialmente y temporalmente la dimensión de la derrota. La izquierda política se ha dividido entre los que han “acudido en ayuda de los vencedores”, se han hecho neoliberales (a veces más que la propia derecha) y postulado para gobernar lo existente, y los que han decidido resistir a sabiendas de las dificultades que conlleva ir contracorriente. Pero el hecho más significativo es que la dimensión de la política institucional –donde en cierto modo, se reflejaban las contradicciones de la sociedad y a veces se resolvían con reformas progresivas y mejoras de las condiciones de vida de la mayoría de la población– se ha convertido en un lugar de mera administración de lo existente y de implementación de las “reformas” neoliberales impuestas por los mercados y sus organismos internacionales. En otras palabras, el conflicto de clase y el proyecto de sociedad alternativo de la izquierda ha sido expulsado de la dialéctica entre líderes, partidos, bloques, cada vez más parecidos entre ellos en lo que se refiere a la economía. Las riñas, peleas, insultos, han triunfado en un debate cada vez más polarizado y espectacularizado, en el que los problemas sociales y serios son evocados solo demagógicamente. Con la crisis económica, los partidos socialdemócratas y los de la derecha demócrata cristiana y liberal han entrado en crisis y han perdido consensos y credibilidad. El debate, sin pugna, por modelos sociales alternativos ha derivado en discusión infinita sobre el marketing electoral, sobre maniobras, trucos, tácticas sin estrategias, sugestiones, personalismos exasperados etc.
En esta política, alejada de los verdaderos problemas sociales, la extrema derecha ha ganado consensos en ambos electorados, sobre todo en las capas más bajas de la sociedad y ha conseguido hacer hegemónica buena parte del discurso de la derecha tradicional. El mismo concepto de democracia ha quedado en entredicho, porque no es lo mismo votar para poder cambiar realmente las cosas que votar para elegir quién gobierna el mismo modelo, o para escoger entre quién te recortará derechos y empeorará la vida con gracia, educación e incluso lamentándolo y los que lo reivindican diciendo que el mercado y lo privado siempre son más eficientes que lo público y que, a largo plazo, equilibrarán las desigualdades con ventajas para todos.
A modo de conclusión
Si los problemas son de esta magnitud, a las propuestas que hace Forti, y que comparto, añadiría unas pocas reflexiones y planteamientos.
Las luchas y la densidad del tejido social son el principal antídoto a la penetración de la extrema derecha en los sectores más vulnerables de la sociedad. Lo son también contra la degeneración de la “política” y la crisis de la democracia, incluso desde el punto de vista estrictamente electoral. Hay un interesante estudio sobre el voto en Catalunya a Ciudadanos, elaborado por el profesor de la UB Jordi Muñoz, en el que se demuestra cómo en Barcelona en barrios muy similares por composición de clase, origen, etc., hay una diferencia notable de consensos directamente conectada con el número de asociaciones activas. A mayor densidad de asociaciones, menos votos para Ciudadanos. No lo hay, pero estoy seguro de que un estudio similar sobre los consensos de Vox confirmaría el dato. Es decir, reconstruir los lazos sociales que el sistema destruye es la principal tarea directa de la izquierda, y no solo de los activistas sociales. No se pueden “juntar las diferentes luchas dándole unidad” hablando desde el mundo separado de la “política”. Hay que construir conexiones estructuradas entre luchas y movimientos sociales para que la izquierda política tenga verdaderas raíces en la sociedad y para que las luchas entiendan la dificultad de obtener resultados legislativos. En otras palabras, la izquierda política debe considerar las elecciones y la presencia institucional como una parte de su trabajo y no como su única tarea. Así evitaría ser percibida como un partido más que promete solucionar fácilmente los problemas a cambio de votos. Las luchas son el motor de cualquier transformación y, sin ellas, las relaciones de fuerza no se pueden invertir. Sin luchas y organización social (de clase, cultural, solidaria, recreativa, etc.), y sin una concepción diferente de la política, que se contraponga a aquella alejada de la sociedad, es inevitable reducir esta a una suma de individuos, espectadores pasivos o seguidores de líderes. Un blanco perfecto para la demagogia de la extrema derecha.
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Ramón Mantovani es dirigente de Rifondazione Comunista. Fue diputado de la República Italiana desde 1992 a 2008.
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