MAURICIO SUÁREZ / FILÓSOFO DE LA CIENCIA
“En España la política se mete hasta en la sopa”
Sebastiaan Faber 20/03/2021
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Lo que ha motivado esta conversación es una discrepancia. Bueno, son muchas. Es casi imposible pensar en un tema en que Mauricio Suárez y yo estemos de acuerdo. Esta, al menos, era la impresión que tenía después de varios años de amistad (es un decir) en Facebook, conexión iniciada por un amigo en común, un colega en mi universidad, filósofo como Suárez. No hay artículo que publico o comparto al que Mauricio no ponga sus peros, y viceversa. En los últimos años ha escrito varias tribunas en El Mundo y El Confidencial sobre las que también tengo mis dudas.
Pero lo que empezó como perplejidad e irritación se ha ido convirtiendo en fascinación, sobre todo cuando Mauricio, en uno de nuestros intercambios, confesó sentirse políticamente huérfano, sin ningún partido español que representara su visión del mundo –ni mucho menos del país–. “Lo de la orfandad política es muy real”, me escribió, “y somos muchos con perfiles siempre similares”. ¿Suárez es representativo de un segmento de la opinión pública española que, en el paisaje político intelectual, se siente abandonado, incomprendido, ignorado?
Mauricio Suárez Aller no es una persona cualquiera. Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Complutense, es uno de los filósofos analíticos más distinguidos de España. Nacido en Madrid en 1968 y criado en León, cursó todas sus carreras universitarias en el Reino Unido: licenciado en Astrofísica por Edimburgo (1991), es máster y doctor en Filosofía de la Ciencia por la London School of Economics (1992, 1997). Ocupó varios puestos universitarios en Inglaterra, Escocia y Estados Unidos antes de volver a España en 2002, después de más de 15 años fuera.
Yo no me atrevo a opinar sobre el campo de Mauricio –trabaja sobre probabilidad y temas de representación en los modelos científicos– pero él no duda en opinar sobre el mío. Está bien: al fin y al cabo, me ocupo de la cultura e historia de su país. Su muro en Facebook delata sus amores y odios. El Gobierno actual del Estado le produce rechazo. Los políticos de Unidas Podemos le parecen incompetentes y desencaminados en su crítica a las instituciones del país (entre ellas, la Transición). El anteproyecto de Memoria Democrática, asegura, es una aberración. No le parece bien que la justicia distinga a víctimas y victimarios por su género. Durante la causa del procés catalán, expresó admiración por Manuel Marchena. Cree que hispanistas y corresponsales extranjeros como yo nos empeñamos en presentar una imagen demasiado negativa de la democracia española, obsesionados como estamos con la Guerra Civil y el franquismo, cuando el pasado y presente de España tiene tanto más que ofrecer. Yo, por mi parte, le detecto ciertas visceralidades, por mucho que ocupe una cátedra de Lógica. No parece tenerle demasiado apego a lo catalán y lo vasco, por ejemplo. Sus intelectuales de cabecera son David Jiménez Torres y Félix Ovejero. Y le gustan las intervenciones parlamentarias de Cayetana Álvarez de Toledo.
Antes de entrevistarle, la imagen que yo tenía de Mauricio se acercaba a lo que Emmanuel Rodríguez, en una pieza sobre las redes sociales, describía como el prototípico “liberal”: “una figura disponible para todo pretencioso de inteligencia que no simpatice con la izquierda. … Con el progre, el liberal comparte cosmopolitismo y cultura, pero considera (seguramente con razón) que todo en él es impostura. Al progre lo fustiga, le busca las contradicciones, lo ataca sin piedad. Sobre todo, cuando considera que está en posiciones de poder, y lo convierte en el monstruo de todas las degeneraciones morales ...” El objetivo principal de este diálogo es ir más allá de esta caricatura e ir en busca de algún terreno en común, con el fin de aprender algo. Algo debe de haber: somos de la misma generación (Mauricio me lleva un año) y los dos nos criamos en entornos progresistas. El mismo régimen contra el cual lucharon sus padres leoneses hizo que los míos, holandeses, se negaran, durante toda mi infancia, a pasar las vacaciones en España. Hablamos a finales de febrero, por videoconferencia.
Tenía siete años cuando se murió Franco. ¿Cómo se vivió la Transición en León?
Mis padres eran jóvenes hippies, nómadas y bohemios, muy involucrados en el antifranquismo cultural, que en León –ciudad conservadora, pero de gente muy independiente y con un fuerte tejido de pequeñas asociaciones culturales– era más potente que el antifranquismo netamente político. Mis primeros recuerdos son de reuniones del Club Cultural de Amigos de la Naturaleza, a las que me llevaban mis padres cuando tenía 4 ó 5 años, y que servía de tapadera antifranquista. Mi padre era arquitecto y mi madre fundó una de las primeras asociaciones feministas de la ciudad. Se movían en círculos del Partido Comunista, pero no fueron comunistas ni tenían carné del Partido.
¿Qué recuerdos tiene del franquismo?
El objetivo principal de este diálogo es ir más allá de esta caricatura e ir en busca de algún terreno en común, con el fin de aprender algo
El peligro de los libros. Recuerdo darme cuenta desde pequeño que había libros en mi casa que eran peligrosos. Por eso también el antifranquismo lo recuerdo, ante todo, como un movimiento de liberación cultural e intelectual. La gran ambición era poder leer cualquier libro que quisieras en cualquier momento y discutirlo con quien quisieras, en la condición que fuera. Y viajar con libertad, física o intelectualmente.
¿Había memoria de la Guerra Civil?
La historia de mi familia está muy marcada por la guerra, con parientes en ambos lados. Mi abuelo paterno era un indiano que había vuelto a España casado con una cubana. Mis abuelos maternos tenían sus raíces en la montaña leonesa, que era un frente de guerra, porque León estaba controlado por los rebeldes, y Asturias era republicana. Algunos hermanos fueron conscriptos por los nacionales mientras que a otros les tocó luchar al lado republicano de la montaña. Lo que más temían era tener que enfrentarse unos a otros.
Una historia común.
Sí, claro, fueron muchas las familias con soldados o muertos en ambos lados. De ahí también los silencios que caracterizaban la posguerra. Era más conveniente y menos doloroso para todos. En ese sentido, la Transición –que hoy criticáis tanto– simplemente concretizó políticamente el pacto que ya habían hecho muchas familias durante el franquismo: superar la política para hacer cosas que quedaran por encima de ella y poder llevar una vida en común.
A mediados de los ochenta, cuando acaba el Bachillerato, decide ir a estudiar a Edimburgo en lugar de, por ejemplo, Madrid.
De hecho, León acababa de abrir su propia universidad, por lo cual era posible ya quedarse a estudiar allí. Una aspiración, la de formarte donde creciste que, la verdad, nunca he comprendido.
Estaba empeñado en salir de la forma que fuera.
Claro. Así me crié. Quizá tiene que ver con el pasado hippy, nómada y bohemio de mis padres. En toda mi familia había una gran voracidad lectora, una ansiedad de conocimiento. A mí desde pequeño me fascinaba la historia de la ciencia. Mi madre estaba muy metida en temas de educación, y había una gran tradición pedagógica británica anglosajona.
Se va a Escocia para hacer la licenciatura, pero acaba pasando 15 años fuera.
Años formativos. Yo me siento muy español, pero me doy cuenta de que mi formación intelectual y como académico es muy británica.
Sin embargo, regresa a España en 2002.
En muchos de los institutos e instituciones nacionales, los expertos formados fuera se juegan las posiciones residuales a menos que se cree una institución para ellos
Volví por motivos personales, pero también porque se abría una plaza de profesor titular en mi campo. Un rango que me libraba de los sapos que se tienen que tragar los profesores asociados o ayudantes. Como titular, ya no dependes de tus compañeros de departamento: mi ascenso a la cátedra la decidirían mis colegas nacionales. Y da la casualidad de que en Lógica y Filosofía de la Ciencia hay gente muy buena. Por cierto, que el campo sea hoy independiente del área de Filosofía se debe, en parte, al gran Manuel Sacristán, el mayor promotor de la filosofía analítica y de la lógica que ha habido en España.
¿Le costó adaptarse a la universidad española?
La verdad es que sí. Todavía hay cosas que me chirrían: cómo se toman las decisiones, cómo se organiza la docencia, cómo se definen los valores profesionales y estándares de integridad científica… No digo que en España no haya valores ni estándares de integridad, pero hay sutiles diferencias en ellos y en la forma en que se aplican.
¿Por ejemplo?
Aquí en los órganos de gobierno universitarios hay una tendencia muy grande a la decisión colegiada, entendida como la decisión de un órgano. Se fuerza mucho la unanimidad. Y no siempre se delibera. Por ejemplo, en el tema de los fichajes, las nuevas plazas, no hay una decisión que surja de una deliberación libre y considerada de los miembros del departamento. Si tú ves que a alguien le contrata un departamento X, eso no quiere decir que los miembros del departamento se hayan reunido y que nadie haya objetado a esta persona. Puede que haya muy fuertes objeciones a esa persona, pero que por la razón que sea, no se han hecho valer porque se han instaurado una serie de comités para la provisión de plazas, incluyendo a unas personas y no a otras.
Vaya. En Estados Unidos eso sería impensable.
Lo mismo en el Reino Unido, donde los departamentos fichan a gente con la que quieran trabajar, que les vaya a ayudar a avanzar su agenda de investigación, y contribuya a su reputación. En España, no. Ninguna de las decisiones que yo he visto en los últimos 20 años de fichajes en un departamento responde a esa lógica de deliberación colectiva. Ahí uno puede aceptar la decisión del órgano competente y sumarse a ella con mayor o menor entusiasmo, o puede dejar patente un voto de discrepancia que no va a tener ningún efecto. Yo me he convertido en un especialista en objetar por principios de conciencia.
Hay bastantes historias de regresos de “exiliados” universitarios españoles que acaban en el desengaño. Usted se ha quedado.
En España hay gente muy buena trabajando y publicando en las mejores revistas; muchos investigadores en las universidades españolas se defienden a un buen nivel
Y he sido feliz. He conseguido proyectos de investigación de ministerio muy bien financiados y he podido avanzar en mi trabajo. Eso sí, casi todas mis conversaciones profesionales, mis colaboradores y congresos, están fuera de España. Por ejemplo, en la Asociación Europea de Filosofía de la Ciencia, que ayudé a fundar y que funciona muy bien. A mí los congresos en España me dejan frío porque no tengo ni trayectoria, ni tradición, ni los temas me acaban de encajar a menudo. O van con retraso o van por otro lado.
¿Ha sido una ventaja, en este sentido, ser filósofo de la ciencia? Me imagino que habría sido más difícil si hubiera sido filólogo, historiador o incluso filósofo continental –áreas mucho más marcadas por el peso de la tradición nacional–.
Cierto. En España hay una tradición muy fuerte de filosofía escolástica, por ejemplo. Como filósofo analítico, el resto de tus colegas te ven como una rara avis. En algunos casos te dicen directamente que lo que tú haces no es filosofía. Pero eso tiene una ventaja: como no te entienden, ni te pueden clasificar, se acaban desinteresando por lo que haces. Te da una enorme libertad. No te van a estar imponiendo sus agendas, discutiendo en revistas, ni van a intentar rebatirte.
En uno de sus artículos en El Mundo, sin embargo, menciona que ha sufrido cierto acoso de parte del estudiantado asociado con Contrapoder, asociación afín a los fundadores de Podemos.
Llamarlo acoso es demasiado fuerte. Se trataba sobre todo de diferencias en torno a la metodología de enseñanza. Mi forma de entender las clases es que yo doy ideas y pautas para que los estudiantes luego hagan su trabajo de investigación. Esto es sorprendentemente difícil de ejercerlo en las universidades españolas y más aún en las facultades de Filosofía, donde la metodología tradicional que se asume es la de la clase magistral. Los alumnos toman apuntes y el examen consiste en averiguar cómo de capaz ha sido el alumno de interiorizar y digerir estos apuntes. Los estudiantes se han acostumbrado a este sistema, que tiene ciertas comodidades. Como siempre, la inercia se adapta a la ley del mínimo esfuerzo. Por otra parte, mientras los alumnos tengan que echarse 30 horas de clase a la semana, será difícil que vengan a la tuya preparados para hacer un ejercicio verdadero de discurrir, leer, comprender. Cuando todo el sistema conspira contra ti, es muy difícil cambiarlo.
Otra de sus críticas al sistema universitario español se dirige a su bajo nivel de movilidad. Cerca de tres cuartos del profesorado acaban trabajando en la misma universidad donde se doctoraron. Es muy difícil que se contrate a alguien desde fuera. Señaló que revertir estas dinámicas “demanda cambios profundos en la cultura laboral imperante”. ¿Ha estado involucrado en iniciativas de reforma en torno a la enseñanza o la movilidad?
Tanto los alumnos como los profesores tendríamos que tener la mitad de horas de clase. Así había más tiempo para leer e investigar
No. En España los precedentes son pésimos en lo relativo a las reformas educativas. Vamos por la octava ley de la Educación de la democracia y yo creo que no ha cambiado absolutamente nada que sea realmente esencial en la enseñanza y en la metodología pedagógica, sobre todo de las de las asignaturas y materias humanísticas. Estamos exactamente igual que hace treinta y tantos años. Las leyes educativas creo que son barnices y florituras de los distintos gobiernos. Lo que intentan precisamente es no cambiar nada.
¿De dónde viene esa resistencia al cambio?
De la inercia.
¿Quién exactamente se empeña en que todo siga igual? ¿Son las jefaturas de departamento, los rectorados, el Ministerio?
Los jefes de departamento no tienen capacidades ni potestades para hacer cambios en esta materia. Los rectores sí que podrían impulsar iniciativas. Pero desde la CRUE (Conferencia de rectores de la universidades españolas) nunca han impulsado una ley que verdaderamente cambie esto. En el fondo, yo creo que esto solo cambiará cuando se abra el sistema, entre gente de fuera y cambien las mayorías. Es la única forma efectiva, real que tiene el sistema de una renovación profunda que cambie estas dinámicas que vienen del siglo XIX.
Ya. Pero allí entramos en una lógica circular: una reforma para que se reformen las cosas. Aunque ha habido iniciativas para fomentar la movilidad, por ejemplo, estas han tenido poco éxito. Como escribe usted en El Mundo, en Reino Unido y Estados Unidos está mal, pero muy mal visto que una universidad dé plazas a sus propios doctorandos. ¿Por qué sigue siendo la norma en España?
Es una muy buena pregunta. Encierra la clave de muchas cosas de la vida política, cultural, social española, ya que se trata de un problema que se reproduce en muchos sitios de maneras muy similares. Los partidos políticos tampoco traen gente de fuera. Tampoco los órganos de organización territorial y nacional. En muchos de los institutos e instituciones nacionales, los expertos formados fuera se juegan las posiciones residuales a menos que se cree una institución para ellos. En fin, es una pregunta sobre la que habría que reflexionar mucho más de lo que se hace.
Alguna reflexión tendrá usted al respecto.
Lo que tengo son una serie hipótesis y cábalas. Desde el punto de vista psicológico, me parece que se da una combinación de irracionalismos: un miedo a lo diferente y un gran complejo de inferioridad. Un complejo no justificado, por cierto, porque en España hay gente muy buena trabajando y publicando en las mejores revistas; muchos investigadores en las universidades españolas se defienden a un buen nivel.
¿Cuáles son los síntomas de ese complejo?
Habría sido interesante ver qué habría podido haber hecho un Castells si los fondos de investigación hubiesen ido de la mano de la Ley de Reforma Universitaria
Se manifiesta en una agresividad hacia lo que viene de fuera –un alegato de superioridad u orgullo– y una negación de la realidad. Se dice, por ejemplo: “Bueno, es que nosotros aquí somos tan buenos como en Londres o en Harvard”, cuando todos sabemos que hay diferencias importantes, que por otra parte son normales. Aun dentro del mismo Reino Unido hay muchas diferencias entre las instituciones. No es lo mismo Essex que la LSE. Pero en España se tiende a negar esas diferencias evidentes, como si todas las universidades fueran iguales.
¿Un complejo así, cómo se supera?
Allí la pescadilla se come la cola. Cuanta más endogamia, más complejo de inferioridad, más rechazo de lo que viene de fuera. Es una pena, porque para librarte de estos complejos lo que tienes que hacer, precisamente, es mandar a tu gente fuera y traer a gente de afuera –justo para que se vea que podemos trabajar perfectamente al mismo nivel–. Pero la psique española arrastra una serie de bagajes irracionales de los que no nos acabamos de librar. Sus orígenes no están en el franquismo, sino en el siglo XIX, que es cuando se forman las grandes universidades alemanas, francesas y británicas, se produce la revolución industrial, y España, anteriormente una potencia científica de primer orden, se queda atrás.
¿Es la psicología la única barrera para que el sistema se abra?
Bueno, luego hay resistencias e inercias institucionales. Por ejemplo, la cantidad de horas lectivas que mencionaba antes. ¿Cómo les puedes pedir a los alumnos que se sienten en frente de un profesor 30 horas y después estar leyendo en la biblioteca, escribiendo ensayos todas las semanas, discurriendo y pensando por sí mismo? No hay sitio en la cabeza para todo eso. Tanto los alumnos como los profesores tendríamos que tener la mitad de horas de clase. Así había más tiempo para leer e investigar. Ahora bien, esta solución no es difícil, pero la institución conspira contra ella. Por ejemplo, la justificación de las plazas universitarias va por horas y eso depende a su vez de las cargas docentes que soportan los departamentos. Cuanta más carga docente tenga un departamento, más puede justificar contrataciones. Eso quiere decir que hay un incentivo perverso para que todos nos carguemos de horas de docencia.
¿Cómo se rompe ese círculo vicioso?
Pues mínimamente, a nivel de rectorado; pero entonces la universidad dejaría de ser ese centro de contratación en el que se ha convertido. Todo el entramado político sindical español trabaja contra esa esa reforma. A nivel nacional, ningún gobierno se ha atrevido.
El actual ministro de Universidades, Manuel Castells, proviene, como usted, del mundo académico anglosajón. ¿Le inspira expectación?
A mí que, como sabes, no me gusta nada este gobierno en muchos aspectos, Castells precisamente no es lo que más me disgusta. Alguna cosa que ha propuesto va en la buena dirección. Por ejemplo, una carrera académica fuera del funcionariado sería bueno pensarlo. También propuso, en un momento concreto, dar toda la enseñanza de forma no presencial, incluidos los exámenes. Los profesores y rectorados se opusieron tenazmente, alegando motivos de calidad, pero a mí me parece que esto de mantener los exámenes presenciales es una forma de mantener las instituciones decimonónicas en su sitio.
El único espacio que queda libre de política –esto también te dice mucho acerca del país– me parece que es la familia. En ella se toleran diferencias políticas y no se hurga en ellas
Por otra parte, ha sido un gran error de inicio crear un ministerio de Universidades aparte del de Ciencia y así separar universidades e investigación. El Ministerio de Universidades se convierte así en una extensión del de Educación, con todos sus defectos. Como si la educación superior no tuviera que ver con la investigación. Esto también hace que Castells tenga muy poco margen de maniobra. Habría sido interesante ver qué habría podido haber hecho un Castells si los fondos de investigación hubiesen ido de la mano de la Ley de Reforma Universitaria.
En los últimos años, se ha atrevido a opinar en El Mundo y El Confidencial sobre temas espinosos como la libertad de cátedra.
Ha sido una cosa puntual. No tengo claro que me vaya a meter más a fondo en esos debates. Es más, si algo indica mi biografía intelectual es que he buscado en la ciencia y en la filosofía una forma de evadirme de la política, un mundo que, en general, encuentro arduo, gris y poco interesante.
¿Cómo valora el funcionamiento de la esfera pública española?
Sigo pensando que sería bueno que en la esfera de debate público en España primase menos la política y hubiera más espacio para temas de índole cultural, pedagógica o educativa. En España tenemos pendiente –desde el siglo XIX– el debate acerca del lugar que debería ocupar la ciencia en la sociedad. En Gran Bretaña, Alemania, Francia ese debate público se tuvo en su momento y se resolvió.
Bueno, visto cómo está el patio, resuelto resuelto no diría que esté.
Bueno, aunque no esté resuelto, al menos está establecido que es un debate público importante que tiene repercusiones en la vida social y en la vida institucional de los países. En España, no. ¿Cuál es el lugar de la ciencia en la sociedad, en las instituciones? ¿Qué papel tienen los expertos? ¿Cuáles son las relaciones entre la noción de expertise y nuestras democracias liberales? Aquí no son preguntas que se debatan seriamente.
Me interesa la idea de que el debate público español está tan dominado por lo político que no hay espacio para otros temas más sustanciales. ¿A qué se debe esto? ¿Es que los periodistas y los medios se empeñan en limitar el enfoque? ¿O el problema es que gente experta como usted decida refugiarse en su propia investigación?
Esa es una crítica justa. Echo de menos la opinión de los científicos en la esfera pública. Pero es difícil, precisamente por la dominación de la política. No la gran política de Aristóteles, sino la pequeña política partidista. En Gran Bretaña, que es el otro país que conozco, hay muchos más focos de debate, muchos más centros y medios para debatir donde no puedes leer de manera tan evidente las afinidades partidistas en las opiniones que se expresan. En España, en cambio, la política partidista impregna toda la sociedad. Aquí la política se mete hasta en la sopa.
¿No hay nada que quede a salvo?
El único espacio que queda libre de política –esto también te dice mucho acerca del país– me parece que es la familia. En la familia se toleran diferencias políticas y no se hurga en ellas. En cualquier otro sitio, esas diferencias no se tolerarían, en el sentido de que se crearían de inmediato equipos y afinidades. Ese papel excepcional del espacio de la familia enlaza un poco con lo que hablábamos de la Guerra Civil, que se superó precisamente en los entornos familiares.
Escuchándole, se me ocurre una hipótesis que enlaza este tema con el de la endogamia universitaria. ¿El problema no es que en España se tiende a concebir la identidad política como si fuera una identidad familiar? Desde esa perspectiva, el objetivo siempre es privilegiar a los tuyos –tus afines, tus relaciones de lealtad en las que has invertido mucha energía afectiva—–sobre los foráneos. Esto también implicaría que las “familias” políticas en España –o lo que usted ha llamado “equipos”– en el fondo se basan menos en afinidades ideológicas como tales que en esas relaciones afectivas.
Es más, el problema no creo que sea simplemente la idea de cuidar a los tuyos, sino que se ha adoptado una idea equivocada de lo que significa cuidar a los tuyos. Yo, por ejemplo, estoy seguro de que yo no cuido más a mis doctorandos concediéndoles trabajos en la Complutense. La mejor forma que tengo de cuidarles es sacarles a Alemania o a Gran Bretaña, abrirles un comienzo de carrera investigadora en un país así, para que vean mundo y superen mis enseñanzas. Es lo mejor que puedo hacer por ellos. En la universidad española, eso no se ve así. La institución tiende a la endogamia porque tiene una cierta forma de entender el cuidar a los suyos que consiste en mantenerlos muy cerca y muy contentos con la institución en la que se formaron. No se hace por maldad, sino por una idea equivocada del cuidado y del bienestar, que radica en una visión paternalista de las instituciones. Supone que las personas las sirvan desde una relación filial.
No es su visión.
Yo tengo una visión más instrumental de las instituciones o, al menos, una visión menos instrumental de las personas. Las instituciones tienen que proporcionar herramientas a las personas para que creen sus propios itinerarios. En el mundo anglosajón, las personas valen más que las instituciones.
¿Qué explica esa diferencia?
De nuevo, diría que algunas de las claves se retrotraen a nuestras fallidas transformaciones del siglo XIX. Esa era la forma en la que antes se entendía y se comprendía la relación entre las instituciones del saber y las personas, en todas partes del mundo, hasta hace un par de siglos, y, en España, no ha cambiado mucho desde entonces.
¿Puede ser que todo esto también explique por qué usted experimenta su relación con los partidos políticos españoles en términos de orfandad? ¿Qué partido político echa en falta en el sistema español?
Es posible. En elecciones, leo los programas y los perfiles de los candidatos y escojo papeletas diferentes para las distintas cámaras. No milito, desde luego, en la llamada “izquierda” que, en España, se dedica, paradójicamente, a dividir a los ciudadanos en terruños, clases, grupos y géneros. Su inspiración está en los nacionalismos y sus reinos de taifas, que perjudican a la ciencia, la empresa, el trabajo, y a la clase trabajadora. No exagero: el mayor problema del país es el paro, que en décadas no ha bajado del 15%, lo que supone un fracaso sin paliativos. Tampoco es de recibo que, en los últimos treinta años, los únicos partidos que han querido reformar las instituciones, para permitir un mayor protagonismo de los ciudadanos frente a ellas, y disminuir el clientelismo, sean los denominados “neo-liberales”. Es un neologismo absurdo, porque para llegar al neo-liberalismo habría primero que alcanzar el liberalismo, ese concepto alumbrado para el mundo en Cádiz, en 1812, y rápidamente frustrado entre nosotros. En Europa soy socialdemócrata, y en Estados Unidos sería quizás socialista, pero en España estoy a favor del capitalismo liberal y el desarrollo científico que el país nunca tuvo.
Lo que ha motivado esta conversación es una discrepancia. Bueno, son muchas. Es casi imposible pensar en un tema en que Mauricio Suárez y yo estemos de acuerdo. Esta, al menos, era la impresión que tenía después de varios años de amistad (es un decir) en Facebook, conexión iniciada por un amigo en común, un...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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