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RAMÓN DEL CASTILLO / PROFESOR DE FILOSOFÍA Y ESTUDIOS CULTURALES

“La derecha cada día está más encantada con una izquierda que transige con la ecología espiritualista”

Andrés Carretero 9/05/2021

<p>Ramón del Castillo.</p>

Ramón del Castillo.

Cedida por el entrevistado

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Ramón del Castillo (Madrid, 1964), profesor de filosofía contemporánea y estudios culturales en la UNED, está especialmente interesado en establecer conexiones entre la filosofía y otros ámbitos del conocimiento, como la antropología, la psicología social, la musicología o la ecología. Del Castillo, un crítico de la cultura que se auto-inscribe en una genealogía intelectual marxista, ha publicado recientemente Filósofos de paseo (Turner, 2020), donde aborda las diferencias entre la reflexión distanciada y la experiencia práctica del caminar pero, haciendo gala del lema de CTXT –orgullosas de llegar tarde a las últimas noticias–, retomamos con dos años de retraso desde la aparición de otro de sus libros, El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo (Turner, 2019). En conversación con su autor recorremos este vasto ensayo de corte narrativo en torno a la idealización de la naturaleza, o la despolitización de la ecología, escrito en primera persona y sembrado de digresiones biográficas, giros irónicos y humorísticos que ayudan a aterrizar algunas de las muchas problemáticas –tematizadas con claridad– que lo atraviesan y se apoyan, a la vez, en una suerte de bibliografía comentada más que aprovechable.

Abres el libro con una cita de La Jetée, de Chris Marker, film de ciencia-ficción de culto donde un eco de la memoria nos recuerda que existían jardines antes de la catástrofe. Relacionas esta imagen, la memoria del jardín como un pasado habitable anterior a un presente invivible, con la idea de evasión o fuga mundi hacia una naturaleza idealizada, que describes desde un principio como una construcción cultural sujeta al devenir histórico, una invención moderna. La actualidad, atravesada tanto por la pandemia global como por el colapso climático enfatiza, aún más, la artificiosidad de esa huida a “lo natural” en tiempos del Decamerón 4.0; una búsqueda de autenticidad indisociable de cierto progresismo neoliberal, eco hipster, frente al que te posicionas. ¿La ideología del naturalismo se ve afectada por la lucha de clases? ¿Qué queda entre la desterritorialización cosmopolita y el arraigo provinciano?

Como ha dicho Razmig Keucheyan en su libro, la naturaleza siempre ha sido y está siendo un auténtico campo de batalla. No se trata de que no escape a las relaciones de fuerza, sino que es el espacio donde actúan más abiertamente, el más político de todos. Cuando se leen libros como el suyo –o Refugiados climáticos (Rayo Verde, 2020) de Miguel Pajares, por ejemplo– queda más clara la magnitud mundial de la llamada “crisis ecológica”. Sin embargo, lo que está circulando no es la información que aportan este tipo de investigaciones, sino mensajes edificantes de una ética verde para clases sociales que pueden modificar algunos hábitos de consumo y de vida, pero que, evidentemente, no estarían dispuestas a cambiar el modo de producción y que dan la espalda a la situación global y se limitan a relativizar las consecuencias de sucesivos desastres sin tener datos.

A los urbanitas les encanta visitar o pasar un tiempo en el campo, pero ignorando esa otra cara mucho más dura del mundo rural y los problemas de sus habitantes

En el libro critiqué nuevas versiones de la vieja ética del arraigo, pero eso no significa que esté a favor de una ética cosmopolita. Seguimos apelando a la distinción entre cosmopolitismo y provincianismo, entre mundo y tierra –véase lo que dice sobre ella Harvey en El cosmopolitismo y las geografías de la libertad (Akal, 2017)–, pero en realidad ya no es suficiente ni útil para caracterizar los actuales regímenes de movilidad que imperan en el planeta, por decirlo con la terminología del antropólogo social Noel Salazar. 

Por la fuerza de los hechos, o de los sucesos es difícil rebatir hoy en día esa afirmación que rescatas del geógrafo chino Yi-Fu Tuan, y que denota el libro: los urbanitas somos quienes más idealizamos el medio rural y natural

Una amiga mía (María Montesinos, directora de La Ortiga colectiva), me decía hace poco que no es lo mismo vivir en el campo, que vivir del campo. A los urbanitas les encanta visitar o pasar un tiempo en el campo, pero, claro, ignorando esa otra cara mucho más dura del mundo rural y los problemas de sus habitantes con las comunicaciones, los servicios educativos y las coberturas sanitarias. También, negándose a ver todo ese mundo que Koolhaas trata de visibilizar en su última exploración: el campo lleno de almacenes colosales, depósitos descomunales, centros logísticos, hangares, plantas de energía solar, aspas gigantes, o sea, el campo fusionado con la tecnología, con la logística y con las intrincadas redes del comercio y el capital. Lo delirante es que cuando no podemos borrar del campo todas esas huellas de la producción, huimos aún más lejos, en busca de reservas naturales supuestamente puras que funcionan como cápsulas de fantasía, burbujas de ensueño. Lo irónico de todo, ya lo sabes, es que lo que realmente conservan las llamadas políticas conservacionistas no es la Naturaleza sino una imagen o recuerdo de ella, de ahí el esfuerzo para lograr que un parque natural siga evocando las imágenes que se asocian con él, o para que ciertos parajes sigan recordando la atmósfera bucólica o romántica que tradicionalmente se asocia con ellos. Al mismo tiempo, al identificar lo natural con lo no urbano, se tiende a ignorar dos cosas: primero, todo lo que pasa en las ciudades, toda la naturaleza que hay en ellas; segundo, todo lo pasa en espacios que no son exactamente ni urbanos ni rurales.

Esa disposición reactiva que impulsa el texto continúa manifestándose cuando reflexionas sobre nuestra necesidad de naturaleza y te preguntas el porqué del consenso general ante la obligación, o el mandato ético-moral de amar a la naturaleza. Por esa misma razón no acaba de convencerte el concepto de solastalgia, que Glenn Albrecht define como “el sentido de desolación provocado por el estado presente del hogar y territorio propio […] la añoranza que padeces mientras sigues aún emplazado en tu propio entorno”. Si la solastalgia puede entenderse como una especie de nostalgia ambiental –que no temporal–, ¿por qué es tan difícil politizarla a través de demandas concretas, bajo el paradigma de la memoria histórica? ¿Piensas que alberga una pulsión retrotópica, siguiendo a Bauman, que tiende a idealizar un estadio ecosistémico ya perdido?

En el libro analicé algunos artículos de Albrecht que estaban basados, sobre todo, en experiencias de devastación ambiental en Australia. Aunque critiqué su concepto de “solastalgia”, sus estudios han servido para subrayar consecuencias muy importantes de las catástrofes ambientales. En toda catástrofe, no basta con la reconstrucción material, también es imprescindible la emocional, pero el problema del concepto de “solastalgia” es que, aunque ilumina una dimensión importante de un problema también puede contribuir a su propia despolitización. Pasa con otros conceptos que están circulando como el de “déficit de naturaleza”. La idea de recetar dosis de “naturaleza” para reducir los efectos o incluso curar ciertas enfermedades y dolencias, desgraciadamente simplifica demasiado nuestros problemas. Por supuesto que la psicología es relevante para la ecología social, pero no de ese modo.  Nadie niega que llevamos una vida de mierda, que necesitamos cuidados psicológicos y que algunos de nuestros malestares y pesadillas tienen que ver con la espantosa situación de las ciudades. Pero también conviene recordar que podríamos llevar otra vida si cambiáramos de una dichosa vez el modo de producción y modificáramos radicalmente nuestra relación con el medioambiente. Sería ese cambio (y no simplemente un “baño” de bosque, o un paseo relajante) lo que aminoraría enormemente muchas de las dolencias y miserias que provoca el capitalismo. 

Acepto que deben aprobarse leyes que penalicen la destrucción del medioambiente pero no tengo claro que sea necesario ni útil defender que la Naturaleza tiene derechos morales

Pero aclararé algo importante: un cambio de las estructuras materiales no asegura un cambio automático en todas las dimensiones de la vida social (y lo sé gracias a feministas con las que tuve la suerte de trabajar desde los años noventa). O sea: hay problemas culturales muy profundos que requieren acciones específicas sin las cuales es difícil lograr cambiar las estructuras. 

A pesar de las malinterpretaciones a que ha dado lugar, enuncias con claridad un “adiós a la naturaleza”, o un “la naturaleza no existe” (Swyngedow) que no es sino un rechazo de los discursos mitológicos, espirituales, religiosos sobre el mundo natural, que tanto predicamento tienen a pesar de (o gracias a) su aparente laicidad. ¿Te gustaría añadir algo a este respecto, para evitarte disputas falsas, o fáciles, en el futuro?

Te agradezco la pregunta, porque, en efecto, hacer ese tipo de afirmaciones a veces provoca reacciones desagradables e inesperadas. Desagradables porque se te llega a acusar de ignorante e irresponsable (a mí me calificó así Jorge Riechmann) como si al plantear ciertos debates estuvieras echando al traste el trabajo de movilización del movimiento ecologista, o le dieras alas al dichoso negacionismo. Pero no es así. Cuando uno analiza la historia y los múltiples y contradictorios significados de la idea de Naturaleza, la gente entiende perfectamente la estrategia. Lo he comprobado en muchos foros donde no sólo hemos hablado largo y tendido de las tesis de Swyngedow, sino también de las ideas de Latour. Cuando el francés publicó Donde aterrizar (Taurus, 2019), Riechmann también proclamó que por fin los posmodernos habían claudicado y admitían que la naturaleza existe. Afirmar eso me parece una estrategia de simplificación de poco nivel, aunque no es el único activista que actúa así. Hay más gente empeñada en desentenderse de todo lo que el francés ha propuesto desde hace tiempo, como en Políticas de la naturaleza (RBA, 2013) donde ya afirmó, en efecto, que la ecología social no necesita de la idea de Naturaleza (e incluso le iría mejor sin ella), pero donde también propuso muchas otras cosas sumamente interesantes sobre política planetaria a las que no se les hace mucho caso. Su peculiar uso de la Gaia de Lovelock en libros posteriores tampoco parecerá aceptable para los ecologistas moralistas, y por tanto su posición seguirá siendo tachada de teatral o de irónica, o sea, nuevamente, de posmoderna. Sea calificada como sea, lo importantes es el mensaje: aterrizar no significa lo mismo que volver a la Tierra, ni menos aún enraizarse, aunque decirlo no parezca muy ecológicamente correcto (me llevaría tiempo explicar por qué la idea de “arraigo” me parece innecesaria, incluso cuando se trata de desconectar de concepciones reaccionarias y conservadoras de la madre tierra, del hogar natal o de la nación).

Tu crítica contra el ambientalismo idealista es constante y sostenida. La ecología es “un lodazal de biologismo y teología” (Roger), “el nuevo opio de las masas” (Badiou). Al focalizar tus esfuerzos en impulsar la ecología como un dispositivo repolitizador tus críticos dirán que así pierde transversalidad, capacidad de transferencia, que se dificultan los consensos mayoritarios, tan necesarios para transformar la realidad…

En parte he contestado en la pregunta anterior, pero puedo aclarar algunas cosas. Alain Roger introdujo el neologismo “verdolatría” como un término peyorativo para criticar la obsesión por depurar el paisajismo y volverlo “ecológicamente correcto”, o sea, convertirlo en un medio para transmitir valores decorativos y saludables (“decurativos”, como dice él). Roger observó esto hace décadas, cuando ciertos estilos y políticas naturalistas favorecían el olvido del carácter cultural del paisaje y contribuían a la pérdida de perspectiva histórica. Pero Roger no sólo dijo esto, su análisis no acababa ahí. También arremetió contra un libro muy conocido de Michel Serres (El contrato natural, Pre-Textos, 2004) y contra la idea de que la Naturaleza tiene “derechos”. Este debate se planteó ya hace años. Los franceses llevan enzarzados en él mucho tiempo. Latour, sin ir más lejos, adoptó una postura peculiar y propuso reformular las ideas de Serres sobre el contrato natural (y las de Lovelock sobre Gaia) en aras de una repolitización de la ecología, lo cual es muy debatible, pero sumamente interesante. El debate también lo ha propiciado Monbiot, que le ve sentido al concepto de “leyes de la naturaleza”, al de ecocidio y a la idea de derechos de las nuevas generaciones a disponer de una Tierra habitable en el futuro. En España, con todos mis respetos, no estamos teniendo suficientes debates en torno a estos vocabularios, y como he dicho está imperando un tipo de discurso moralizador a favor de la rehabilitación de nuestros vínculos originales con la Naturaleza. Según este discurso, la reconexión afectiva con la Naturaleza (sea eso lo que sea) no sólo nos daría fuerzas para reanimar la política, sino que de algún modo sería una fuente de normatividad. Yo creo que eso es discutible. Es cierto que esta ética se acompaña con buenos conocimientos y datos sobre medioambiente y economía, oportunos y reveladores, pero eso no debería impedir cuestionar la parte espiritual del discurso. 

Si hacemos depender demasiado la ecología en una educación sentimental, puede que en unos años los jóvenes tengan muchos más valores ecológicos, pero el mundo sea un cubo de mierda

Creo que la ecología política no necesita invocar tantos valores y que puede concentrarse en la práctica jurídica y política. Acepto la idea de que deben aprobarse muchas leyes que penalicen la destrucción del medioambiente e incluso que para hacerlo se invoquen los derechos legales de la naturaleza, pero no tengo claro que sea necesario ni útil defender que la Naturaleza tiene derechos morales (véase por ejemplo, como se plantearon el debate G. Chapron, Y. Epstein y J. V. López Bao en “A Rights Revolution for Nature” Science, vol. 363, número 6434, 29 de marzo de 2019). El problema ecológico es planetario, sí, implica a la totalidad del mundo, pero no está claro que la mejor forma de luchar contra esa catástrofe sea invocar derechos de la Naturaleza tan abstractos. En España nunca tuvimos un debate crítico sobre la jerga de los derechos humanos como el que se tuvo en Francia, así que tampoco es tan raro que no podamos tener uno similar sobre los supuestos derechos de la Naturaleza. Aclaro también algo: insistir en lo jurídico y lo político no significa que me olvide de lo educativo. Por supuesto que para cambiar leyes o dictar nuevas hay que cambiar las costumbres, pero a veces son las leyes las que ayudan a cambiar los hábitos a golpe de prohibiciones, así de sencillo. Si hacemos depender demasiado la ecología en una nueva educación sentimental, puede que dentro de unas décadas los jóvenes tengan muchos más valores ecológicos, pero el mundo sea un cubo de mierda de tales proporciones que ya no tenga solución.

También recordaría que desde que escribí el libro, la derecha cada día está más encantada con una izquierda que transige con la ecología espiritualista, porque así ella puede vindicar la ecología realista. En su discurso para la moción de censura, Abascal dijo que el ecologismo progre se basa en una religión supersticiosa y apocalíptica, mientras que su partido está con el pueblo y tiene un programa realista y esperanzador que no considera al hombre un virus en la tierra (véase la grabación entera de la intervención, porque no tiene desperdicio). Habría que contestar, por supuesto, que hay una izquierda realista, que la ecología social que promueve está respaldada por activistas con amplios conocimientos científicos de ingeniería, química, física y diseño urbano, y que la ecosofía y la verdolatría no representan ni convencen a la izquierda, justamente porque no son sinónimos de una política anticapitalista y porque se prestan a su mercantilización dentro de la industria de lo emocional y lo espiritual.

La tesis de la ecología desnaturalizada está dirigida a los movimientos progresistas. Sin embargo, no desatiendes los postulados liberales dominantes que se enmarcan en la lógica de mercantilización de la naturaleza. Se acumula naturaleza, se mercadea con cuotas ecológicas, se extraen plusvalías tanto con su destrucción como con su recuperación. Cuando la ecología es también un valor de cambio, ¿no sería prioritario desnaturalizar el capitalismo primero? ¿La naturaleza “produce”?

Claro. Eso lo cuento en el libro recurriendo a Neil Smith, que criticó la versión marxista que Alfred Schmidt dio de la dialéctica entre naturaleza y cultura en su artículo con Phil O’Keefe “Geography, Marx and the Concept of Nature”, que debería ser de obligada lectura en círculos marxistas, pero que no parece haber leído ni Dios. Smith ayudó a desarrollar una nueva geografía marxista sin una filosofía de la naturaleza. Su análisis de la mercantilización de la Naturaleza no abarcaba sólo la explotación de recursos naturales, sino la economía que genera la propia política de protección e indemnización medioambiental. Desde que él escribió sobre estos asuntos (para una visión de su trayectoria recomiendo el estudio y la excelente edición de escritos que la profesora Nuria Benach hizo en Icaria) el capitalismo no sólo ha desarrollado más técnicas de greenwashing, sino también nuevas estrategias en torno a valores como la “sostenibilidad” o “la transición ecológica”, poniendo de manifiesto la enorme rentabilidad de “lo verde” en los procesos de gentrificación (o sea, de la “verdificación”). Si Smith hubiera vivido para verlo habría dicho muchas cosas sobre este capitalismo “verde” y su enfoque habría complementado al de su propio mentor, David Harvey, o al de Jason W. Moore que ha escrito, creo, un libro de obligada referencia (El capitalismo en la trama de la vida. Ecología y acumulación de capital, Traficantes de Sueños, 2020) aunque ciertamente no es la clase de libro con el que la izquierda reformista y populista pueda hacer bonitas campañas ecológicas o promover una ética verde como fuente de valores y normas universales más allá de las ideologías. 

Los filósofos seguimos pensando que hay que producir ideas en soledad, no nos quitamos de encima el estilo de introspección, de meditación, incluso de confesión

No creo que sea bueno anteponer la ética a la política en la lucha ecológica, y menos aún una ética del cuidado. Me formé rodeado de feministas de distinta condición que luchaban contra las implicaciones esencialistas y conservadoras de la ética del cuidado. Las nuevas versiones de la ética del cuidado son diferentes, lo sé, pero creo que siguen resultando problemáticas. Respeto un montón las ideas y las campañas de Yayo Herrero, y estoy de acuerdo cuando dice que no hay que eliminar las tensiones de las posiciones políticas, o cuando reivindica una política municipalista mucho más radical (véase el prólogo a Las políticas de la ecología social, de Janet Biehl). Pero no comparto la filosofía que respiran textos suyos como Sujetos arraigados en la tierra y en los cuerpos. Hacia una antropología que reconozca los límites y la vulnerabilidad, que acaba con una reformulación del primer artículo de la declaración de derechos humanos: “todos los seres humanos nacen del seno de una madre y llegan a ser iguales en dignidad y derechos gracias a una inmensa dedicación de atenciones, cuidados y trabajo cotidiano”. Yo preferiría decir que todos los seres que habiten la Tierra (salgan de un seno materno humano o bajen de un ovni, nazcan en este planeta o sean emigrantes de otro, los geste una mujer o se sinteticen en una probeta) merecen respeto y sustento. Por supuesto que le veo sentido a revisar totalmente la historia humana subrayando todo el trabajo hecho por mujeres que no fue ni remunerado ni valorado, pero para mí eso es parte del trabajo de la historiografía y lo supe gracias a esas feministas socialistas y comunistas con la que me formé desde los ochenta. Me bastan idearios ecologistas plenos de referencias históricas sin que estén enmarcados en concepciones antropológicas o visiones sustantivas de la vida. Tengo mis sesgos, nadie es perfecto. Hace años vi cómo la ética del cuidado servía para feminizar ciertos trabajos. Se me dirá, claro, que la idea de cuidado que circula ahora sirve justamente para lo contrario, para extender las obligaciones de cuidado a todos los géneros, y es cierto. Pero eso no quiere decir que esa noción tenga que ser la palabra clave de la nueva gramática política. Sin embargo, se está empezando a usar como una etiqueta ética expedida por ciertos sectores de la izquierda. Quienes la critican pueden ser tachados no ya de políticamente incorrectos, sino de cosas más graves, aunque de hecho puedan tener una concepción más radical de cómo organizar la sanidad pública y la educación o cómo regular el trabajo. 

Por otro lado, los ecologistas de la izquierda populista reformista también han propuesto ideas como “pueblo climático” que no me parecen oportunas. De hecho, su propio líder ha manifestado dudas sobre su utilidad y cree que para afrontar la crisis ecológica es imprescindible pero no suficiente la noción de “pueblo” (véase el prólogo de I. Errejón a ¿Qué hacer en caso de incendio? Manifiesto por el Green New Deal, de H. Tejero y E. Santiago). Pienso que tiene razón, aunque tampoco creo que la idea de “pueblo” sea la clave de una ecología social. No parece que esté siendo muy útil para contrarrestar la retórica populista de la derecha, ¿verdad? En cualquier caso, sus ecólogos insisten en que “la teoría de Gaia o prácticas políticas como la ecología profunda son hoy los exploradores en los terrenos de los nuevos mitos por venir que deberían romper con un modo que coloca al ser humano como vértice jerárquico central del universo” (231). También proponen el fomento del arraigo y de un sentimiento de la naturaleza, nuevas mitologías y rituales, símbolos y celebraciones que reunirían a muy distintos colectivos en una especie de religión común. Yo preferiría una izquierda sin este tipo de cultura y creo que se podría acometer una política eficaz sin ella, aunque no estoy diciendo que se puede hacer política sin ninguna acción cultural. También afirman que la “reasilvestración” es una meta buena sin discutir de qué tipo (solo apelan a George Monbiot) y que en el futuro quizás estaremos “antropológicamente maduros para firmar un nuevo pacto entre humanidad y naturaleza”, lo cual nos devuelve otra vez a la discusión que planteamos en otra pregunta sobre la utilidad de este tipo de lemas generales. Si son meros lemas electorales, también es preocupante, porque trata al electorado como gente a la que se puede conmover fácilmente con fábulas políticas. Tampoco digo que se pueda hacer política sin abstracciones (“proletariado” fue una de ellas y funcionó planetariamente por un tiempo). Lo que sugiero es que la izquierda debería atreverse a usar abstracciones como la de “habitante de la tierra” o simplemente “terrícola”, aunque desisto de plantear estas cosas porque te tachan inmediatamente de insensible a los valores de la “diferencia” y la “variedad” (lo cual pone de manifiesto la enorme simplificación que han sufrido esos dos términos).

El pasaje “ecología y anarquía” es especialmente significativo, ya que propones una posible derivada que va más allá de la controversia entre el anarquismo estadounidense, representado por la figura de Murray Bookchin, y el situacionismo francés sesentayochista: compromiso con el territorio, descentralización, producción sostenible y auto-organizada basada en la experiencia práctica, ecotecnologías anticapitalistas… pero también cierta especulación teórica, estética y política. ¿Qué ha sido de ese legado anarcoecológio y dónde podemos ensayarlo de nuevo? ¿Basta con hacerlo en el jardín?

Esa parte del libro no se ha comentado apenas. Te agradezco la atención. Dentro de la academia, he vivido entre ideas de comunistas o de socialdemócratas. En cambio, a los anarquistas los he tratado más fuera de la academia. Empecé a interesarme por el anarquismo en Estados Unidos cuando estaba comparando movimientos culturales estadounidenses con tradiciones europeas. Luego acabé más cerca del entorno de Murray Bookchin (gracias a amigos judíos de New York) y volví a leer sus libros con otra óptica, sobre todo, sus críticas a la ecología profunda y al pesimismo antropológico de las ecologías de estilo New Age. Hablé de ello en el libro, porque creo que estamos viviendo un momento en el que la ecología profunda vuelve con fuerza, adoptando nuevos estilos, claro, pero operando de una forma muy parecida. Vuelve a interesar, por lo demás, el anarquismo primitivista de Zernan que, como dijo Riechmann en 2002, es todavía más profundo que la ecología profunda, y sigue siendo una filosofía peligrosa llena de mitos, pero inmerecidamente respetado por ciertas figuras (no entiendo las cosas tan equívocas que Taibo ha afirmado en el prólogo a la edición española de una de sus obras, El crepúsculo de las máquinas). Durante un tiempo presté atención a algunas interpretaciones de la obra de Bookchin que ponen más énfasis en su naturalismo dialéctico que en sus estrategias y tácticas políticas. Gracias a su hija, la activista y periodista Debbie Bookchin, he leído estudios como el de Andy Price (Recovering Bookchin. Social Ecology and the Crisis of our Time, New Comprass Press, 2012) que reconstruyen esa filosofía de una forma muy interesante, pero sigo prefiriendo más al Murray que basa sus principios sólo en una filosofía de la historia y no la mezcla con una filosofía de la naturaleza. El desencuentro entre el viejo Murray y los situacionistas me interesó porque apenas se ha hablado de él pero sirve para explicar muy bien por qué la vieja guardia de la izquierda no entendió las formas de hacer política de la nueva generación. Por lo demás, prestar atención a Debord en relación a temas ambientales resultaba interesante porque sus ideas se asocian siempre con el medio urbano y tampoco ha hablado mucho de sus pronósticos sobre ecología.

Por otro lado, mientras acababa el libro traté de empezar a trabajar con un teórico cuya reciente desaparición ha sido algo terrible, David Graeber, buen amigo de Debbie, que no habló directamente de ecología pero sí de lo que en La utopía de las reglas llamó “decepción tecnológica”, o sea, un estado social en el que la izquierda que se crió desde los años sesenta soñando con mejores futuros descubre que las nuevas tecnologías sólo son posibles gracias a trabajos de mierda y a trabajo manual esclavo (necesario tanto para coser zapatillas como para enseñar a un algoritmo). Gracias a Graeber me replanteé las relaciones entre marxistas y anarquistas respecto a la teoría, algo muy interesante, porque he tenido colegas en los dos lados. Según él, el marxismo ha desarrollado una teoría filosófica y analítica sobre la estrategia del cambio, mientras que el anarquismo ha funcionado como un discurso ético volcado en las formas de práctica que pueden favorecerlo. Esto es un poco caricaturesco –no lo veo igual– pero también tiene algo de verdad: el anarquismo insiste “antes que nada, en que los medios deben ser acordes con los fines: no puede generarse libertad a través de medios autoritarios… en la medida de lo posible uno debe anticipar la sociedad que desea crear en sus relaciones con sus amigos y compañeros” (Fragmentos de una antropología marxista, 17). Sin embargo, y esto es lo más importante, Graeber no negó que pudiera haber “marxistas libertarios” (así se calificó a sí mismo), ni negó que pudiera haber “anarquistas sectarios”. Lo que sugirió es que los dos lados podían cagarla igualmente, y al mismo tiempo, que existía una “gran complementariedad potencial entre ambos” bandos. Yo lo que traté en el libro es pasar de una óptica a otra, jugando implícitamente con esa posible complementariedad entre marxistas y anarquistas en el campo de la ecología social, complementariedad, por ejemplo, entre perspectiva global y acción local. 

Desde luego –aludiendo a tu última pregunta– el huerto (más que el jardín de recreo) se ha convertido en el terreno de cultivo y el símbolo de muchas cosas: por un lado de una ética verde pero individualista y despolitizada, por el otro de un municipalismo libertario con afán repolitizador que contrapone a la sostenibilidad del capitalismo verde otros valores como el autoabastecimiento y la autonomía. En “Revolutionary Plots” (incluido en un libro suyo aún por traducir, Storming at the Gates of Paradise, University of California Press, 2007)  Rebecca Solnit dijo que plantar un huerto urbano no es sinónimo de plantar cara al poder, y que muchas veces cultivar un jardín no sirve para cuidar de este mundo, sino para evadirse de él. Las raíces –dice con ironía— son muy importantes, pero en sentido político: “no deja de ser significativo que la palabra ‘radical’ provenga de la palabra latina para designar ‘raíz’: el jardinero revolucionario no es el que cultiva la superficie sino el que llega hasta las raíces de la situación”.

Subrayar la distinción entre la categoría de “paisaje”, estética y ociosa, y la de “territorio”, práctica y productiva, y proponer el jardín como un espacio intermedio, una zona de transición, te ayuda a trazar una genealogía  del medioambiente primordial made in USA, donde conviven desde los primeros desarrollos pintorescos (Olmsted y Vaux), pasando por el land art hasta la construcción de grandes infraestructuras utilitarias. Cuestión de tamaño, dices. En un contexto de crisis sistémica, ¿cómo deberían afrontar su intervención sobre el medio ambiente diseñadores, arquitectos y artistas?

Esa pregunta yo no estoy preparado para contestarla. Trabajo cada vez más con arquitectos y urbanistas y artistas e historiadores en proyectos muy interesantes. Gracias a ese contacto veo más difícil hacer recomendaciones generales. Supongo que es lo que se nos ha enseñado a hacer a los filósofos, pero no creo que sea lo mejor ni lo más útil que podemos hacer. Lo único que me atrevo a decir es que, en mi caso, cada vez me preocupan más los espacios intermedios. Vosotros, los arquitectos, conocéis todo esto bien. Yo sigo tratando de entender un arco histórico que iría desde los análisis de Sieverts de finales de los años noventa hasta las actuales exploraciones sobre el paisaje urbanizado y la ciudad paisaje. La cuestión ya no es el espacio vacío entre las ciudades y el campo, sino la saturación de todo el espacio y la fusión de lo urbano y lo rural. El problema de todo este enfoque es que buena parte de la ecología militante considera este espacio solo como manifestación del triunfo aplastante del capitalismo, y no como un espacio de experimentación para modos alternativos de producción. 

Tanto en Espacio basura y tropicalidad, como en Posmodernismo sin naturalismo, dedicas una serie de páginas a Rem Koolhaas/AMO, por cuya producción teórica, realista y antinaturalista (antimoralista), reconoces claramente tu interés. En su reciente propuesta, Countryside: The Future, alineada con el espíritu del tiempo en el Antropoceno y la tematización cultural naturalista, precisamente hace un alegato por una concepción del “campo” postnatural, automatizada y global, la de un espacio vacante a la espera de una tecnificación blanda, de una urbanización menos perceptible donde extender otras formas de producción, y de vida, y nuevas arquitecturas para los no-humanos. Una posible ampliación del campo de batalla del junk space, donde sublimar finalmente ecología y economía. ¿Es ese “campo” la penúltima proyección utópica deseable?

El título del libro evoca el jardín de las delicias de El Bosco, pero también otro libro legendario de Koolhaas. Soy más propenso al materialismo delirante que al dialéctico, así que no es raro que las locuras de Koolhaas inspiraran buena parte del libro (y no sólo la dedicada al propio Koolhaas). En algunos capítulos presto bastante atención a Koolhaas, pero me interesa no sólo por los contenidos que uno encuentra en textos tan sorprendentes como Espacio basura, o Sendas oníricas de Singapur. Su forma de investigar y de producir textos me parece igualmente interesante. Cuando escribí el libro tenía claro que la filosofía seguía teniendo mucho que aprender de la arquitectura y del urbanismo, y que estilos de pensamiento como el de Koolhaas desbordan los formatos que solemos usar los humanistas desde hace tiempo, en buena parte porque no sabemos trabajar en equipos heterogéneos. Los filósofos seguimos pensando que hay que producir ideas en soledad, no nos quitamos de encima el estilo de introspección, de meditación, incluso de confesión. En filosofía también confundimos el grupo de trabajo con la secta, la parroquia o la comunidad de iniciados. Tenemos mucho que aprender de otras estructuras y dinámicas, de urbanistas, gestores y arquitectos, y de laboratorios de investigación social.

En el libro mostré cómo la idealización del campo siempre ha sido un fenómeno típico de urbanitas, pero buscando las diferencias entre los amantes de la naturaleza de los años noventa y los de hoy día, y conectándolo todo con el turismo como una fuerza económica fundamental para el capitalismo. La pandemia, por lo demás, ha provocado el crecimiento desmesurado de un fenómeno que también analicé: el deseo de escapar, la obsesión con fugarse, ahora, no solo a un lugar tranquilo y no contaminado, sino a una “zona libre de virus.” Si hubiera segunda edición del libro tendría que añadir muchísimas cosas sobre el deseo de vivir en el campo en tiempos de Covid. Recomiendo que todo el mundo lea El Selfie del mundo. Una investigación sobre la edad del turismo (Anagrama, 2020) de Marco d’Eramo que arranca justamente hablando del virus. 

Por otro lado, el tema de lo rural es un campo de estudio sobre el que voy a trabajar estos años. Tengo algunas ideas, pero necesito darles más forma. Creo que sería conveniente discutir a fondo la investigación de Koolhaas sobre el futuro del campo que irremediablemente es a la vez una reconsideración de su pasado. En 2021 y 2022 coordinaré un taller sobre el asunto, invitando a uno de los colaboradores de Koolhaas, Niklas Maag  (que escribió dos ensayos para el volumen), y también al equipo de a+t  publishers  (Aurora Fernández Per y Javier Mozas) que va a publicar tres informes sobre el nuevo significado de lo rural. Tengo la suerte de trabajar tanto con urbanistas como con activistas rurales y agentes estatales que están impulsando nuevos modos de pensar y de mejorar el medio rural. Colaboro con los programas de cultura y ruralidad del Ministerio de Cultura, de cuyas experiencias y experimentos trato de aprender. Creo que calificar el countryside como un ignored realm, o sea, explorarlo como si fuera un territorio extraño, y no dejándose llevar por lugares comunes, es una estrategia de distanciamiento típica de Koolhaas muy útil para abrir el campo de estudio y posibilitar otras formas de estudio arriesgadas, pero más interdisciplinares. Elogiar el campo y denigrar la vida urbana se ha convertido en otro dogma del catecismo ecosofista. Este tipo de discurso, en cambio, rompe todo ese moralismo autocomplaciente y desinformado. También me ha interesado Taking the Country’s Side. Agriculture and Architecture , de Sébastien Marot,  y no hay que olvidar entre nosotros, el volumen colectivo, Tecnopastoralismo (Ensayos y proyectos en torno a la arcadia tecnificada), editado por Fernando Quesada, el director de un grupo de investigación sobre  el Antropoceno con el que tengo la suerte de trabajar. Mencionaré también Suprarural. Atlas arquitectónico de protocolos rurales del Medio Oeste estadounidense y la Pampa Argentina, de Nakle y Ortega, y  The Future of Villages and Small Towns in an Urbanizing World, el informe coordinado hace unos años por Vanessa Miriam Carlos y el Institue for Sustainable Urbanism Ruralism. Gracias a colegas arquitectos y arquitectas también estoy siguiendo investigaciones del Het Nieuwe Institute sobre la nueva arquitectura que llena el campo (invernaderos, viveros, almacenes y otros espacios automatizados) o las aportaciones de la revista More than Human. Estoy tratando de entender también todos lo que contáis los diseñadores sobre espacios sin humanos en el campo, megaestructuras para almacenamiento y distribución, invernaderos colosales robotizados, y todo lo relacionado con la producción y suministro de cantidades inimaginables de alimentos. Muchos colegas me aportan continuamente información, como la arquitecta y fotógrafa Susana Aparicio Lardiés sobre los Países Bajos, o el antropólogo Miguel Doñate sobre medios rurales y litorales del Mediterráneo.

Tu crítica alcanza también al jardinero francés Gilles Clément y a su teoría práctica del “jardín planetario”. Aunque en el trabajo de Clément la idea del jardín y la jardinería se diferencian profundamente, en su ética y en su estética, del más convencional diseño del paisaje, no le eximes de seguir añadiendo capas de entropía. Señalas que “en vez de soñar con una ecología compatible con el arte, podría pensarse en un arte compatible con los deberes ecológicos”

Respecto a Clément, tengo que decir que su trabajo como diseñador y paisajista me parece sumamente interesante, lo cual no significa que su ética no tenga limitaciones importantes. Las críticas que señalé en el libro están inspiradas, de nuevo, por Alain Roger. La idea de “jardín planetario” es evocadora, edificante, pero no me parece operativa políticamente. Incluso podría ser contraproducente. Aparte de que a la nueva izquierda le agradan esas ilusiones o fantasías, pero como he dicho antes no parece que estén siendo eficaces para frenar el problema, más bien están favoreciendo una ética complaciente que reduce todo a una especie de evangelios ecologistas. No digo que podamos funcionar sin fantasías, eso sería de idiota, lo que sugiero es que tenemos derecho y necesidad de fomentar otras fantasías, quizás mucho menos edificantes y moralistas, pero movilizadoras después de todo. Muchos de los seguidores de Clément parecen muy reacios a hablar de economía, y más aún a manejar algún vocabulario político que recuerde incluso vagamente al marxismo. Defienden la prioridad de la ética, o sea, no están dispuestos a aterrizar en ese terreno tan accidentado que siempre ha sido y siempre será la política. No es raro que divulguen una imagen de la naturaleza como un orden armónico y equilibrado: es coherente con la clase de política en la que creen. Como Lorrain Dason ha contado en su breve pero imprescindible librito, Contra la Naturaleza, es imposible que los seres humanos dejen de recurrir a la idea de naturaleza para justificar sus ideales y normas.

Ramón del Castillo (Madrid, 1964), profesor de filosofía contemporánea y estudios culturales en la UNED, está especialmente interesado en establecer conexiones entre la filosofía y otros ámbitos del conocimiento, como la antropología, la psicología social, la musicología o la ecología. Del Castillo, un crítico de...

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Autor >

Andrés Carretero

Andrés Carretero (1986) es arquitecto y crítico. Su práctica abarca una concepción expandida de la arquitectura atravesada por el arte, la teoría y lo político. Co-fundador de MONTAJE – infraestructura cooperativa de producción arquitectónica y co-editor de Materiales concretos.

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