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La Rebelión

Colombia: inconformismo, protesta e injusticia gubernamental

Gentes coloridas, variopintas, alegres y, sobre todo, valientes están empujando el cambio, pese a la sanguinaria respuesta gubernamental. Hay un cambio generacional y hay un cambio social enfrentado a unas élites que necesitan que nada cambie

Andrés Arango 13/05/2021

<p>Un grupo de jóvenes marcha contra el gobierno de Iván Duque. </p>

Un grupo de jóvenes marcha contra el gobierno de Iván Duque. 

Oxi.Ap / CC BY 2.0

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Hace ya catorce días, el 28 de abril, el pueblo colombiano entró en huelga general (lo que en Colombia se conoce con el nombre de “paro”) ¡Qué días de fuerza, de coraje y de alegría popular! Del poder de la manifestación da cuenta la desproporcionada y feroz respuesta de un Gobierno que ha preferido un baño de sangre a cualquier tipo de interlocución con la sociedad en marcha. Es cierto, sí, que el viernes 7 de mayo, día décimo del paro, el presidente se reunió con un sector político. Pero se reunió precisamente con la llamada Coalición de la Esperanza (centro), con lo que la reunión resultó ser otra más de las pantomimas vacías –que son un sello de la actual administración–, no tanto por el alto grado de impopularidad de la Coalición como por su ilegitimidad para representar el paro –algunos de sus miembros alcanzaron a renegar de él horas antes de que se iniciara, e incluso, cuando estaba ocurriendo–. Infructuosa resultó también la reunión del lunes 10 con el Comité de Paro. Y es probable que haya muchas más reuniones que no lleven a ninguna parte, porque se trata de un Gobierno sordo y arrogante, que impone una agenda que dilata reuniones que eran urgentes antes de que arrancara el paro, recibe primero a sectores no representativos (no es el caso del Comité, claro, aunque este está más bien desconectado de una gran parte de la espontánea toma popular de las calles) y no levanta un dedo para detener la masacre. 

Las razones para parar eran múltiples y justificadas, pero ese miércoles 28 de abril lo que estaba en primer plano era un criminal proyecto de reforma tributaria cuyo anuncio, en medio de una situación de crecimiento de la pobreza, aumento del desempleo y proliferación del hambre, agravada por la combinación entre un Gobierno ineficiente y la inesperada pandemia, sonó como una bofetada rotunda pegada en la humanidad de una sociedad fastidiada con una situación que ya era insostenible. La desprestigiada reforma –aparentemente retirada por el Gobierno mientras trabaja en una peor: la de la salud– fue elaborada basándose en un modelo que consiste en cargarle el mayor peso impositivo a las clases medias y bajas y otorgarles beneficios a los grandes capitales y a las grandes empresas. Proyectaba gravar, entre otras cosas, la mayor parte de la canasta familiar, los salarios (rentas salariales) y las pensiones (por sí mismas un problema y asaltadas varias veces por varios gobiernos). Lo que la sociedad colombiana entendió (correctamente), fue que le iban a esquilmar sus ya exangües ingresos, en un acto de terrible injusticia. El Gobierno, caracterizado por su desfachatez (la prensa le llama desconexión), usó a la misma sociedad a la que pretendía gravar como excusa para el proyecto. Era tan descabellada la medida que incluso algunos sectores empresariales pidieron retirarla y que les quitaran beneficios que habían recibido de la reforma precedente (porque, por inverosímil que parezca, esta no era la primera del actual Gobierno).

La gente

Hay que destacar el coraje y la resistencia del pueblo colombiano, que ha sostenido un paro durante ya catorce días con sus atroces noches, bajo la presión inclemente de las balas del Gobierno y la mirada complaciente de la prensa alineada con el “establishment”. Pero esta sociedad no es cualquier sociedad. Casi podría decirse que es una sociedad nueva. ¿En qué consiste? Gran parte de la muchedumbre que se ha lanzado a la calle a protestar es gente joven que no había nacido –o eran apenas unos niños– a principios del siglo XXI, cuando se instaló el actual régimen. Probablemente por eso, pudieron librarse del discurso gubernamental que se fue instituyendo paulatinamente y cuando tuvieron uso de razón comenzaron a percibir todos los daños que se habían convertido en normalidad. Adicionalmente, se trata de una generación nativa digital que se mueve con soltura en el mundo de las redes sociales y las apps, factor crucial para librarse de la marea de información falsa, equívoca y malintencionada que continúan produciendo los llamados medios masivos tradicionales. Estos son solo dos de los factores que explican la juventud de gran parte de los manifestantes y la dificultad del “sistema” para engañarlos, así como la sevicia con la que los ataca. Ya llevaba décadas arrebatándoles el futuro. Ahora, para garantizar el suyo, es necesario arrebatarles la vida. Mientras escribo este artículo, a más de catorce días de paro, las cifras hablan de 548 desaparecidos, 47 homicidios, 12 agresiones sexuales y 28 heridas oculares, entre otros muchos horrores (recopilados por temblores.org).

A esa juventud que reclama un país diferente, un Estado diferente y un futuro, hay que sumarle otras ciudadanías. Ya desde 1991, Colombia cambió su Constitución por primera vez en más de cien años y le dio voz a una parte de la diversidad (cuestión esta última que la derecha jamás ha podido perdonar). Por primera vez existieron los afro y los indígenas como sujetos de derecho en esta república “caribeña”. Pero más que la Constitución, vapuleada por esas mismas fuerzas que hoy gracias a las redes sociales se exponen al mundo en su violento despliegue, fue el cambio a nivel global transmitido por los avances tecnológicos lo que permitió la irrupción en el escenario de una todavía mayor diversidad. Todas estas gentes, coloridas, variopintas, alegres y, sobre todo, valientes, son las que están empujando el cambio, aun a contrapelo de la sanguinaria respuesta gubernamental. En pocas palabras: hay un cambio generacional y hay un cambio social enfrentado a unas élites que necesitan que nada cambie.

El discurso

Por supuesto, no solo hay ciudadanos hartos participando del paro. También hay ladrones y delincuentes que aprovechan la confusión para destruir y para robar. Y también, cuestión ya consuetudinaria, hay agentes gubernamentales que se hacen pasar por “vándalos” (y hay decenas de videos como evidencia). Su función consiste en robar, agredir o hacer daño para justificar la acción de la fuerza pública que, en cualquier caso, ha demostrado que no los necesita para proceder con sus abusos. Gracias a la colaboración de estos individuos (los agentes encubiertos o disfrazados y los vulgares delincuentes), el Gobierno ha promovido, con ayuda de la gran prensa, un discurso basado la combinación arbitraria de ciertas palabras como “vándalos”, “terrorismo”, “violencia” o “derechos”. Por ejemplo: “terrorismo vandálico”. Este uso irresponsable de las comunicaciones –que no es una novedad– ha engendrado lógicas absurdas como aquella según la cual un “vándalo” que rompe un vidrio, tumba una estatua o participa en la quema de un bus está cometiendo violencia contra la población y vulnerando sus derechos humanos, por lo que, declarado culpable de daños a la propiedad (pública o privada) y a la ciudadanía “de bien”, aparece sentenciado en un juicio que antecede a los hechos y puede por ello ser mutilado, violado, torturado o asesinado. En este contexto, el derecho a la vida en Colombia vale menos que una vitrina o que un ladrillo.

La gran prensa, por su parte, ha copiado la estrategia gubernamental de hablar con rodeos y eufemismos, evitando al máximo llamar las cosas por su nombre. Así, los ciudadanos “pierden la vida”, “resultan muertos” o “son alcanzados por las balas”; nunca son asesinados, aun cuando haya videos grabados hasta por aquellos que disparan. También es moneda de uso corriente hablar de “violencias de lado y lado” con la intención de justificar el proceder macabro del Gobierno. Con este alineamiento cómplice, la prensa consigue igualar a ciudadanos que en la mayoría de los casos solo cuentan con pancartas, tambores, vuvuzelas, megáfonos y, a veces, piedras (y escudos de lata), con ejércitos y policías con fusiles, revólveres, pistolas, bombas, tanques, blindajes, escudos y corazas que apuntan a desgarrar humanidades desnudas. En su reciente intervención pública, Baltazar Garzón ilustró con mucha claridad y precisión esta injusticia que, también hay que decirlo, es material de consumo para sectores de la sociedad colombiana explícitamente partidarios de la eliminación de otra parte de la sociedad, sectores que en los últimos tres o cuatro días comenzaron a disparar y a ufanarse de ello, amparados por una impunidad cuyo uniforme se alcanza a ver en algunos videos de ese océano audiovisual que apila evidencia en las redes.

No se puede dejar de mencionar el estado de negación en que se encuentra el Gobierno. Consecuente con un discurso que ya lleva más de veinte años repitiéndose, ni el presidente ni sus ministros ni los altos mandos militares o policiales reconocen las salvajadas que cometen contra la población. Por el contrario, alientan a sus subalternos y les dan tratamiento de héroes mientras que sostienen todo el tiempo que el paro o las marchas son financiadas e infiltradas (ya está el en marcha el proyecto de ascenso para el actual director de la policía). En sus intervenciones públicas, nunca se trata del justo reclamo de una sociedad llevada al extremo. Según ellos, siempre hay algo detrás: las guerrillas, el narcotráfico, el comunismo internacional, el neochavismo, el castrochavismo, la Unión Soviética (sí, la Unión Soviética), Rusia, China, Maduro, Fidel Castro, el socialismo o, en plan electoral, un senador y candidato presidencial alternativo llamado Gustavo Petro. Con estos fantasmas refuerzan la licencia para matar en un país en el que no existe la pena de muerte.

El Gobierno

En términos generales, Colombia lleva décadas de políticas económicas erradas, egoístas y malintencionadas cuyo objetivo ha sido enriquecer más a los ricos del país, a los grandes capitales extranjeros y al crimen organizado, todo eso a costa de la gente, de los recursos naturales y del medio ambiente, pero estructurado en una alegre y festiva democracia constitucional. Como había dicho al principio, la reforma tributaria fue la razón para el paro, solo en apariencia. Muchos factores hicieron de esta un proyecto particularmente impopular. Uno de ellos fue, por redundante que suene, el alto nivel de impopularidad del presidente, trabajado por él con paciencia para la filigrana minuto a minuto, al punto de convertirlo en acreedor del honor de ser el presidente que más rápido alcanzó el más bajo nivel de aceptación (alrededor del 30% en menos de seis meses). Uno de los métodos con los que consigue este efecto –y que emplea con constancia– es el de ofender al país. ¿Cómo lo logra? Las formas son muchas, pero una de las más usuales consiste en maltratar la lengua acuñando eufemismos que abrillantan su falta de empatía. En un caso típico, luego de una de tantas masacres que sumió al país en el dolor y la indignación, para excusar la ausencia de seguridad y la impunidad, dijo en tono soberbio: “Llamemos las cosas por su nombre […] hablemos del nombre preciso ‘homicidios colectivos’”. Con este mismo método presentó la inconveniente reforma, bautizada con el equívoco y cínico nombre de “Ley de Solidaridad Sostenible”.

No obstante, es improbable que un presidente logre hacerse odioso solo a punta de despropósitos sintagmáticos. En el caso de Iván Duque, a esta característica se suma una galopante corrupción, una incapacidad casi absoluta para gobernar y un desprecio enfermizo por el pueblo colombiano, cuestión esta última irreprochablemente demostrada con la barbarie que está presenciando el planeta entero y cuyo experimento fue la masacre del 9 de septiembre de 2020 en Bogotá .

La corrupción, que ya era uno de los peores problemas de Colombia cuando el presidente juró su cargo, ha aumentado en su gobierno gracias a la rapiña burocrática, consistente en presionar para repartir los cargos del gobierno entre sus partidarios y favorecedores; gente que –casi sin excepción– no está capacitada para ellos. También prospera gracias a la cooptación de todos los poderes por la vía de poner a sus amigos y a los amigos de quienes lo ayudaron a llegar a la presidencia a la cabeza de los organismos de control. Una vez más, gente que no está preparada para dichos cargos o que en muchos casos llegan a ellos para hacer exactamente lo contrario de lo que dichos cargos demandan. (Caso del Defensor del Pueblo, que el lunes 10 de mayo abandonó una mesa de diálogo con voceros de la Minga indígena. Esta clase de desaire, habitual entre los funcionarios del actual Gobierno, resultó mucho más reprobable en esta ocasión dado que la Minga había sido atacada a bala por ciudadanos “de bien”, a plena luz del día y a la vista de todo el mundo). Con sus amigos, electores y partidarios en la burocracia, el presidente ha acumulado poder hasta destruir el famoso “sistema de pesos y contrapesos” en el que se basaba el frágil equilibrio institucional colombiano, siempre amenazado desde adentro, pero nunca como en los últimos tres años. Esta acumulación de poder es lo que permite el abuso y el despilfarro con la consecuente garantía de impunidad.

En estas condiciones arrancó el paro en Colombia.

El paro

Pocas horas duró el paro siendo simplemente un paro. Gracias al proceder del Gobierno pronto se convirtió en una tenebrosa orgía de sangre organizada desde la Casa de Nariño [el palacio presidencial] con la colaboración de uno que otro consejero que por Twitter daba las más siniestras órdenes encubiertas con la pátina de una simple opinión. Varios días se tomó el presidente, mientras la ciudadanía era asesinada, para retirar la reforma; varios días se tomó, luego, mientras la ciudadanía era asesinada, para dialogar con sectores ajenos al paro –y a eso nuevo que él mismo provocó con su violenta respuesta: la toma de la calle, las barricadas, los bloqueos–. Todavía se tomaba su tiempo el pasado fin de semana, mientras la ciudadanía seguía siendo asesinada. Con el insólito argumento de que su presencia “distraería el trabajo de la fuerza pública” fue capaz de negarse a ir a Cali, epicentro de las protestas, incluso en contra las demandas de gente de su propio partido.

Y así ha continuado la situación, de día y de noche, frente a las cámaras de los celulares o en la oscuridad de apagones provocados e interrupciones de la señal de internet. Pero la gente resiste y se obstina más porque después del miedo ya muchos piensan que tienen poco o nada que perder y otros tienen esperanza y coraje. Hay agotamiento y hay desgaste, pero no es una guerra civil como se atreven a decir algunos y como se vislumbra que pueda ser una nueva fase de las oscuras maniobras de la administración: es el Gobierno contra la sociedad. Se dice que Duque pudo haber hecho algo para calmar los ánimos y para desactivar el paro, pero los que eso dicen se engañan o mienten, porque nunca ha tenido ni la grandeza ni la inteligencia para hacer algo así.

Colombia. Cali. De día es la gente, con sus pancartas, con sus tambores, con sus canciones, con sus reclamos y con los lutos de sus muertos recientes. Y el peligro ahí, frontal e insolente. Eso es de día. De noche, la pesadilla de los asesinos con licencia y los escudos de lata y las barricadas y la gritería y las explosiones y las ráfagas. Colombia es una olla a presión obstruida que contiene tenazmente ese fuego interior. En algún momento vendrá el estallido.

Hace ya catorce días, el 28 de abril, el pueblo colombiano entró en huelga general (lo que en Colombia se conoce con el nombre de “paro”) ¡Qué días de fuerza, de coraje y de alegría popular! Del poder de la manifestación da cuenta la desproporcionada y feroz respuesta de un Gobierno que ha preferido un baño de...

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Autor >

Andrés Arango

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