CONTRA LA DESIGUALDAD
Colombia y la reforma protestada o cuando las buenas intenciones no son suficientes
La reforma tributaria de Duque cuenta con el beneplácito de las más grandes fortunas. Ese bondadoso silencio no pasa desapercibido entre los manifestantes que salen a las calles en masa
Luis Fernando Medina Sierra 3/05/2021
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Hay en ciencias sociales un viejo debate, a veces bastante abstruso, acerca de la “dicotomía entre agentes y estructuras.” Es decir, acerca de qué tan decisivas son las acciones individuales, especialmente aquellas de actores poderosos, comparadas con la fuerza de circunstancias y condiciones sobre las que nadie tiene control. De vez en cuando ese debate deja de ser puramente académico y se vuelve algo palpable e incluso dramático.
El primer síntoma es el desconcierto. Súbitamente, individuos acostumbrados a que, gracias al poder que tienen en la sociedad, sus actos tienen consecuencias predecibles, descubren que ahora no es así, que eventos que ellos creían controlar se desbocan y que incluso los efectos son exactamente opuestos a los que esperaban.
A esa sensación inicial de desconcierto le sigue la rabia. Al fin y al cabo, venían actuando con las mejores intenciones y resulta que se estrellan contra la ingratitud del pueblo. “Pero ¿qué más quieren?” se preguntan atónitos los líderes. “¡Insensatos!” Pero tanto gesto, tanta indignación, en últimas lo que indican es que los agentes están siendo avasallados por el magma que hasta entonces habían podido ignorar. Esta historia la hemos visto muchas veces desde que, convencido de su propia generosidad, Luis XVI convocó los Estados Generales para poder escuchar los agravios del pueblo francés, y éste le respondió tomándose La Bastilla y haciéndole una revolución.
Ahora el turno es para Colombia (aunque dudo que termine como la Francia de 1789). Con las mejores intenciones, el gobierno presentó al Congreso un proyecto de reforma tributaria y la respuesta ha sido un estallido de indignación como pocos y que, a la hora de escribir estas líneas, ya ha dejado varios muertos sin que aún se sepa el saldo final.
La mayor progresividad de la reforma pone a los ricos a pagar más, pero en Colombia los que estadísticamente son ricos no lo son tanto en la realidad
Los arquitectos de la reforma tributaria no dan crédito a sus ojos. La reforma busca hacer más progresivos los impuestos y financiar varios programas de gasto social que han sido fundamentales para mitigar los efectos de la pandemia. “¿Qué más quieren?” se preguntan. Debe ser la ingratitud del pueblo, o la estupidez de las turbas, o, peor aún, el populismo.
No seré yo quien, desde la comodidad de mi teclado, haga diagnósticos sobre los millones de participantes del Paro Nacional que ya va para tres días. Es verdad que muy poca gente, incluso en las facultades de economía, entiende bien conceptos como la incidencia tributaria y la elasticidad de la demanda. Pero antes de saltar a la conclusión de que los colombianos están dispuestos a hacerse matar en las calles por protestar contra una reforma que les beneficia, tal vez sea bueno mirar un poco el contexto.
Colombia, y en eso hay consenso, es uno de los países más desiguales del mundo. Por tanto, una reforma tributaria que aumente la progresividad de los impuestos es un paso en la dirección correcta. Pero a veces un paso en la dirección correcta puede hacernos caer en una zanja. A veces es necesario un salto. Esa es la razón por la que a veces las buenas intenciones tienen resultados inesperados. Las buenas intenciones ponen en evidencia los límites del sistema. Luis XVI quería escuchar a su pueblo en los Estados Generales donde los nobles y el clero tenían asegurados dos tercios de los votos. Pero al hacerlo lo que logró fue poner en evidencia que el Tercer Estado (la mayoría de la población) iba a quedar en minoría en el sistema vigente.
Al presentar el texto de la reforma al Congreso, el gobierno Duque tomó el paso inusual de argumentar como una de sus justificaciones fundamentales la necesidad de bajar los índices de desigualdad. Todo un catálogo de buenas intenciones. Pero, ¿cuáles son los límites que evidencia dicho catálogo? Veamos algunos.
La mayor progresividad de la reforma pone a los ricos a pagar más. Pero Colombia es un país tan desigual que los que estadísticamente son ricos no lo son tanto en la realidad. En el 2019, el PIB per cápita estaba por los 5.300 euros al año. (Si lo ajustamos por poder adquisitivo es más alto pero eso no es relevante para mi argumento.) Resulta que alguien que gane ese ingreso ya gana más que el 75% de los asalariados colombianos. Este hipotético ciudadano que gana el ingreso per cápita, aunque sea estadísticamente rico, pasa muchísimas dificultades. Una pareja bogotana en la que cada uno gane ese ingreso, si tiene dos hijos a duras penas puede vivir en un barrio popular con problemas de hacinamiento, malos servicios de salud y peor infraestructura. ¿Por qué, entonces, pertenecen a la categoría estadística de “ricos”? Por los prodigios de las matemáticas. El ingreso per cápita es un promedio jalonado por la opulencia de personas mucho más ricas que disfrutan de un nivel de vida que no tiene nada que envidiarle al de las grandes capitales del mundo. Alguien que pertenezca al 10% más rico de la población ya gana tres veces este ingreso y si hablamos del 1% más rico ya estamos hablando de ingresos diez veces mayores.
Para sorpresa de los técnicos bien intencionados (muchos de ellos de talante progresista) que diseñaron o defienden la reforma tributaria, ésta genera un amplio rechazo pero no tanto por lo que hace sino por lo que deja de hacer. Son las omisiones las que muestran los límites del sistema. Así como Luis XVI podía convocar a los Estados Generales pero nunca se le hubiera pasado por la cabeza permitir el sufragio universal, hay cosas que en Colombia son impensables.
Durante el proceso de paz con las FARC, por ejemplo, se alzaron muchas voces reclamando la necesidad de poner al día el catastro colombiano para que, por fin, la propiedad rural pague impuestos adecuados. Como tantos otros puntos emanados del proceso de paz, el gobierno Duque prefirió ignorarlo. Lo mismo con toda la agenda de impulso a la economía campesina en un país con una pasmosa brecha campo-ciudad. Aún dentro de la reforma se ven silencios elocuentes. Algunos de los puntos más inequitativos del actual sistema apenas se tocan con el pétalo de una rosa, como es el caso de las exenciones y los impuestos a los dividendos de capital.
Una medida de la legitimidad de una reforma tributaria es los enojos que produce. Por estos días la Administración Biden ha enviado señales de querer elevar los tipos impositivos de las rentas más altas, con lo que ya se empiezan a elevar las protestas de la prensa de negocios y los formadores de opinión más conservadores. La reforma tributaria de Duque, a pesar, otra vez, de sus buenas intenciones, cuenta con el beneplácito de las más grandes fortunas. Ese bondadoso silencio no pasa desapercibido entre los manifestantes que salen a las calles en masa.
Y es que esos son los límites infranqueables en Colombia. El actual modelo de desarrollo económico se ha basado por décadas en lo que en su momento el entonces presidente Uribe (quien sigue siendo el gran elector del país) denominó la “confianza inversionista.” Es decir, el motor de la economía es la inversión de grandes capitales, generalmente en recursos naturales o en activos de alta valorización privada como la finca raíz. Pero para granjearse la confianza de los inversionistas es necesario no incomodarlos con impuestos muy altos, ni con inspecciones tributarias muy onerosas, ni con legislaciones laborales muy exigentes.
Los últimos días han puesto en evidencia los límites del actual orden. Si el Gobierno se enroca en defenderlos, tendrá que prepararse para más movilizaciones
Aunque parece ser una anécdota apócrifa, se cuenta que María Antonieta, cuando le dijeron que el pueblo francés en plena revolución no podía comer pan dijo “pues que coman pasteles.” Ocurre que en coyunturas tan tumultuosas, los líderes, por lúcidos que sean pueden parecer atolondrados. En estos días, el Ministro de Hacienda Carrasquilla, un economista brillante independientemente de lo que se piense de sus posturas ideológicas, terminó haciendo un espectáculo digno de María Antonieta cuando por televisión demostró que no sabía cuánto cuesta una docena de huevos (artículo al que piensa gravar con IVA), subestimando en menos de la tercera parte su precio real.
En situaciones así, las buenas intenciones pueden coexistir con una dureza sin par. Es obvio. Si el pueblo no aprecia la generosidad de sus líderes, debe ser que se ha dejado seducir por los demagogos y hay que hacerlo entrar en razón. El método de toda la vida para tal fin es, cómo no, la represión. Es innegable que en las protestas de estos días ha habido actos vandálicos, rápidamente denunciados por los convocantes. Pero la reacción de las fuerzas del orden ha dejado también muertos y atropellos.
Al momento de escribir estas líneas es imposible saber cuál será el desenlace. De momento el presidente Duque ha retirado el proyecto de reforma. Es probable que de todo esto salga un diálogo renovado con la oposición del cual salgan consensos más robustos para los tiempos tan difíciles que corren. Pero la encrucijada está clara: los acontecimientos de los últimos días han puesto en evidencia los límites del actual orden. Si el Gobierno se enroca en defenderlos, tendrá que estar preparado para más movilizaciones (no hay que olvidar que antes de la pandemia ya había habido varias protestas con gran capacidad de convocatoria.) La otra opción es aceptar que llegó el momento de poner todo sobre la mesa, de levantar la inmunidad tributaria y política que cubre a sus aliados más poderosos y terminar el trabajo de construcción de un nuevo pacto social que quiso abortar cuando engavetó el proceso de paz.
Hay en ciencias sociales un viejo debate, a veces bastante abstruso, acerca de la “dicotomía entre agentes y estructuras.” Es decir, acerca de qué tan decisivas son las acciones individuales, especialmente aquellas de actores poderosos, comparadas con la fuerza de circunstancias y condiciones sobre las que nadie...
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Luis Fernando Medina Sierra
Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU). Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo (Catarata, 2014).
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